Por Marco Negrón, 29/09/2015
Tal vez el epitome de la ciudad fronteriza, al menos como cierta
tradición se ha empeñado en mostrárnosla (baste recordar la magnífica y
terrificante Touch of Evil, de Orson Welles), sea la mexicana Ciudad Juárez. En
algún momento llegó a ostentar la poco honrosa cualidad de ciudad más violenta
del mundo y simbolizó el lugar del contrabando y los tráficos ilegales, tanto
de drogas como de personas, con su corolario inevitable de corrupción, sobre
todo policial. Sin embargo, excepto personas tan poco recomendables como Donald
Trump, no parece que a nadie se le haya ocurrido que la solución a esos males
fuera cerrar la frontera, menos aún militarizarla. Por el contrario, hoy cuenta
con un moderno aeropuerto que junto con el de El Paso, en el lado
estadounidense, mueve 4 millones de pasajeros al año.
Para el año entrante se planea iniciar la construcción en ella, sobre
un terreno de 6,2 hectáreas, de un gran centro comunitario que servirá de
espacio para el encuentro, la convivencia y la conciliación. Se trata de un
esfuerzo compartido por la iglesia, el gobierno local y la empresa privada que,
para subrayar la importancia que se le da a la iniciativa, han llamado a Herzog
& De Meuron, los prestigiosos arquitectos suizos ganadores del Premio
Pritzker. A quien escribe nunca le ha entusiasmado esta moda, hoy tan
extendida, de convocar arquitectos del star system, prefiriendo los concursos
abiertos; sin embargo, reconoce en esa decisión la voluntad de enfatizar desde
el comienzo la importancia que se otorga a la operación -«una escultura
social»- y la intención de proyectarla internacionalmente.
Más al sur, entre Venezuela y Colombia, se encuentra el segundo paso
fronterizo más activo del continente, estructurado alrededor de las ciudades de
San Antonio y Cúcuta. A ellas se les atribuyen algunos de los estigmas de las
del norte con un importante añadido que el gobierno venezolano silencia
sistemáticamente: la presencia abierta de la guerrilla colombiana de las FARC y
el ELN que en los últimos tres lustros han convertido la frontera en santuario,
potenciando los niveles de violencia preexistentes y corroyendo la institucionalidad
hasta los extremos.
Mientras Cúcuta registra mejoras notables, perceptibles a simple vista,
San Antonio produce la sensación de pueblo del Far West, donde ni siquiera
existe un cine y hay que armarse de valor para salir a sus calles después del
anochecer. Ambas poseen aeropuertos y aunque el de Cúcuta mueve un millón de
pasajeros al año, el de San Antonio suele estar cerrado y la única
«alternativa», a casi 100 kilómetros, es el de Santo Domingo.
Con la excusa de combatir las plagas transfronterizas, le sedicente
revolución bolivariana ha aplicado la estúpida receta de los cierres
ocasionales o temporales de sectores de la frontera que hoy, en vísperas de una
elección crucial, ha elevado a la enésima potencia no sólo con el cierre total
y permanente, sino con el añadido del decreto de estado de excepción. Una
desmañada operación electoralista que sólo aportará más atraso y pobreza a la
zona y además, con toda seguridad, pérdida de votos. Habrá que esperar otros
tiempos para rescatar esta potente pero postergada metrópoli binacional.
Al margen: Hará apenas dos semanas que desde esta columna se denunciaba
la pésima calidad de las obras ejecutadas por el ministerio del Transporte
Terrestre. Ahora han batido sus propias marcas: la desatinada decisión de
ampliar la autopista Valle-Coche ha sido coronada con la construcción de la
primera de varias pilas en medio del río Valle, en su parte más estrecha. Las
graves consecuencias de esta cretinada se pueden adelantar, ¿pero estarán
dispuestos los autores a pagar por las pérdidas materiales y humanas que
causarán? ¿Alguien los hará pagar?
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