Por José Domingo Blanco, 16/10/2015
Dos hechos aislados, de los muchos que ocurren en nuestra ciudad. Dos
hechos que describen la violencia, la indolencia, la deshumanización, la
miseria y el salvajismo que estamos padeciendo los venezolanos. El pasado fin
de semana fui testigo tácito de la impotencia que sentimos los ciudadanos de
este país cuando nuestros derechos son violentados abiertamente, ante la mirada
indolente y complaciente de un gobierno que solo se lava las manos –impregnadas
de sangre- o voltea el rostro perverso hacia otro lado, para desentenderse de
los destrozos que ocasiona el monstruo que ellos han creado.
El primero de los casos lo protagonizó una doctora del Hospital Universitario.
Su relato es la estampa de lo que, a diario, viven pacientes y galenos de estos
recintos, lanzados al olvido por el régimen. Enfermos cuyas vidas penden, como
nunca antes, de un hilo extremadamente delgado… Son unos héroes nuestros
médicos que, además de la escasez de equipos, medicinas e instrumentos, ahora
también enfrentan los avatares de un hospital que, sin aviso y sin protesto, se
queda sin suministro eléctrico, poniendo en riesgo a pacientes que, como en el
caso que cuenta la doctora, sus cuerpos quedan expuestos en la mesa de
operaciones en medio del apagón. Enfermos cuyas esperanzas de vida se centran
en esa cirugía o ese trasplante, que son abiertos y vueltos a cerrar, sin que
se haya podido realizar la operación porque se fue la luz, las plantas
eléctricas no arrancan y Corpoelec no reacciona con la rapidez que estas zonas
estratégicas requieren. Cirugías abortadas a mitad de camino que terminan en
fracaso y alumbradas por las linternas de los celulares de las enfermeras.
¿Acaso no parece la descripción de algo que solo podría ocurrir en países con
extrema pobreza?
Por supuesto, como es de suponer, la doctora que vivió esta experiencia
reflexiona, con la impotencia y el dolor que algo así despierta: “(…) ¿Qué
pasó? Que el paciente estuvo en una lista de espera, que fue anestesiado, que
fue abierto, manipulado, que no se pudo terminar el trasplante, que se quedó
con su riñón no funcional y que el riñón a trasplantar se perdió. Esto no debe
suceder, esto es inaceptable. Se vivió (…) una de las peores situaciones que
pueden pasar, una situación horrible. ¿Qué dirán los familiares? ¿Y el
paciente? Despertarlo y éste pensar que ya tiene su riñón; pero, que
lamentablemente no sucedió. El que estaba en la mesa operatoria no era ni un
animal ni un muñeco: ¡era un ser humano! Hago un llamado a la reflexión de
todos en este país. Ya nos hemos acostumbrado a la escasez, a la miseria, a la
falta de medicamentos, a los homicidios, a la delincuencia, las estafas y
¿también tenemos que aceptar estas cosas que acabo de contar? ¡Yo creo que ya
basta! Yo creo que ya está bueno el circo de gobierno que tenemos que solo
engañan y se lo calan dos clases de gente: los muy ignorantes y los que están
como los becerros pegados de las tetas de la vaca, agarrando real parejo y el
pueblo matándose por un pollo o una harina pan”.
Habría que ser indolente – ¿o un funcionario del gobierno?- para no
solidarizarse con los sentimientos de esta médico, y con todos los doctores que
como ella luchan para salvar vidas. Son unos mártires nuestros enfermos
renales, cardiopatas u oncológicos, que aguantan con estoicismo –o resignación-
su turno para ser operados. ¿Ocurre eso en el Hospital Militar? ¿Padeció Chávez
en algún momento de su penosa enfermedad las consecuencias de no aplicarse un
tratamiento a tiempo? ¿Tuvo su familia que bregar de farmacia en farmacia una
sonda, un catéter, una pastilla, gasas o hilo para sutura? No. Por supuesto que
no. En eso, el difunto presidente fue lo suficientemente excluyente y clasista.
Como remeda Nicolás, para quien es más importante destinar recursos
milmillonarios para los soldados de la frontera que para los hospitales del
país, o para los médicos que en ellos trabajan o para los profesores
universitarios que se encargan de preparar a nuestros profesionales futuros.
Y mientras esté enfermo renal sigue luchando por su vida, otros
venezolanos también. Pero, por una razón totalmente distinta. Son esos
compatriotas que, al azar, son presas del hampa. Las víctimas de los secuestros
express que, un domingo cualquiera, se transforman en la fuente de ingresos
cuantiosos para las megabandas que pululan por la ciudad. Delincuentes
madrugadores que salen tempranito a pescar a sus incautos, cuyas familias
–desesperadas, asustadas y sin garantía de que les devolverán con vida al hijo
o al esposo secuestrado- hacen lo posible y lo imposible por complacer sus
demandas.
Hampones que ya no piden bolívares porque, conscientes como están de la
economía del país, son expertos en devaluación. Piden dólares. Exigen euros. No
cien, ni doscientos, sino miles de ellos. Ruedan libremente por las calles de
Caracas, luciendo su poderío y agresividad, en camionetas mejor equipadas que
las de los oficiales encargados de velar por nuestra seguridad. Armados con un
arsenal que sería la envidia de cualquier cuerpo policial. Y juegan con el
miedo. Con la psiquis y la vida de la víctima. Disfrutan sembrando el terror.
Torturan al secuestrado ofreciéndole una muerte segura, pero llena de maltratos
y dolor. Los amedrentan con golpes en la cabeza propinados con las culatas de
sus armas largas. Les ofrecen cortarles las extremidades con una motosierra.
Les hacen extender las manos y les colocan una granada como quien entrega una
moneda. El miedo de la víctima aumenta. Horas de incertidumbre y de zozobra.
Horas eternas para el secuestrado, cuya vida dependerá de la solidaridad de la
familia, de los amigos y de los conocidos que removerán cielo y tierra para
cumplir con las exigencias… Un venezolano trabajador cuya vida puede terminar
prematuramente si el maleante “no está de buenas”.
Dos historias distintas, pero en el fondo idénticas, que retratan las
miserias de un país donde lo absurdo se hizo cotidiano y, además, gobierna.
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