ROGER VILAIN 12 de noviembre de 2015
Karl
Popper mostró que la verdad no es inamovible, es decir, logró enseñarnos que
ésta se mantiene en pie hasta que una nueva la hace tambalear. De ahí que en el
ámbito del conocimiento cuanto consideramos verdadero lo es por tiempo
definido.
Según
Popper, una verdad consiste entonces en algo relativo, y mucho más en el plano
ya no de las ciencias naturales sino en el de lo social, donde el saber
incrementa su condición resbaladiza. En La sociedad abierta y sus enemigos
Popper da en el blanco a propósito de la convivencia humana y las trampas que
se le presentan. Nada más peligroso, cuando de gobernar se trata, que aquellos
incapaces de entender lo que con tanta suspicacia vislumbró el filósofo
austríaco. Si quienes detentan el poder se creen ungidos por certezas
infalibles o por verdades incuestionables, entonces se está a un paso del acto
de fe, del caudillo iluminado, del personalismo más atroz, lo que llevará tarde
o temprano a dictaduras de todos los pelajes.
Es lo
que ha ocurrido con la izquierda recalcitrante, latinoamericana y universal,
que como dijera el buen Petkoff, "ni olvida ni aprende". Aunque
hablar de ellas hoy en día implica utilizar el plural (¿acaso pertenecen Lula,
Correa, Ortega, Kirchner, Lagos o Mujica al mismo bando?), sabemos que una
izquierda moderna termina por aceptar la democracia, la alternancia en el
poder, la economía de mercado, dejando sólo para las gradas el desvencijado
sonsonete de sus disparates ideológicos. No existe otra manera que renovarse,
modernizarse, para al fin entender cómo generar riqueza y repartirla. Lo otro,
esquivar la democracia, es miseria y es atraso.
Hay
que preguntarse lo siguiente: ¿por qué la revolución cubana acabó siendo el
parapeto destartalado que sin dudas es? ¿Por qué eso que dieron en llamar
socialismo del siglo XXI se trocó en el patético aquelarre de estos días?
Varias razones responden, por supuesto, pero una de las fundamentales es que
fueron concebidos en función de una verdad única escondida en la chistera.
Fidel Castro, Hugo Chávez y el resto de la feligresía (en realidad ambos han
sido los jefes supremos de una religión) creyeron tener a Dios agarrado por las
barbas. Se sintieron poseedores de una certeza inalterable.
Y
claro, si quien llega al palacio de gobierno jura que es el último refresquito
de la comarca, lo lógico es que pretenda imponer la visión y convicciones que
le queman las entrañas. ¿Imponerlas por las buenas?, sería maravilloso.
¿Imponerlas como sea?, ya entenderá el pueblo, si alguna vez madura, que todo
se hace por su bien. Más claro, señor Popper, no canta un gallo.
Por
mucho que la realidad les aplaste las narices, hay pocas probabilidades de que
un revolucionario convencido entre en razón. Verbigracia: el desastre de la
Venezuela actual. Con la inflación más alta del mundo, los índices de escasez
entre los más elevados del planeta, la corrupción como jamás antes y la
educación, la sanidad o la esperanza en un futuro mejor por los suelos, lo
cierto es que los responsables del descalabro de las condiciones de vida en
general siempre serán otros. La CIA, el imperio, la oligarquía, la guerra
psicológica, los medios de comunicación o el invento más risible de cuanta
cabeza hierve por las fiebres no sudadas: la guerra económica. En fin, no
existe espacio para equivocarse: después de la revolución, sencillamente el
diluvio.
El 6-D
crea la posibilidad de plantarle cara a tanta destrucción, con ánimo de
detenerla. La realidad, los hechos, la humillación cotidiana que sufre la gente
en este país pulverizado, indica que es urgente un cambio. Y el voto es el arma
para lograrlo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico