Fernando Savater 15 de noviembre de 2016
“Esta
edad vanidosa
que se
alimenta de vacuas esperanzas,
ama
los cuentos y odia la virtud;
esta
edad que adora lo útil
No
somos dueños de las instituciones, debemos compartirlas con otros que no
piensan como nosotros
y
nunca ve la vida,
se
hace cada día más inútil”.
(G. Leopardi, Mejor es perseverar
en educar a la gente para argumentar y comprender en lugar de aclamar ‘El
pensamiento dominante’)
Confieso
sentir un perverso placer cuando las predicciones de los especialistas sobre
algún comportamiento colectivo fracasan estrepitosamente. Y ello aunque lo que
realmente ocurre sea para mí más inquietante que lo que parecía que iba a
pasar. Mi regocijo agridulce es del mismo tipo que expresa la repetidísima
exclamación de Voltaire (apócrifa, por otra parte): “Estoy en completo
desacuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida por que pudiera seguir
diciéndolo”. De semejante modo, lamento que los votantes en una consulta o en
unas elecciones se pronuncien mayoritariamente contra lo que aconsejan los
expertos más fiables o la simple argumentación racional, pero me alegro de que
tal desvío pueda ocurrir, porque la capacidad masiva de disparatar a coro es una
prueba de salud democrática. De hecho, esta temible disposición es el argumento
derogatorio que han empleado siempre contra la democracia sus adversarios más
insignes, desde Platón a Borges. Y hoy continúa escandalizando a muchos de
menor talento. Pero precisamente en ese punto estriba lo característicamente
democrático. Jean Cocteau aconsejaba: “Lo que todos te censuran, cultívalo…
porque eso eres tú”. Con algo de prosopopeya, también podríamos decírselo a
Doña Democracia.
Deplorando
el resultado de las elecciones presidenciales norteamericanas, una portavoz de
Podemos dijo: “Hoy es un día triste para la democracia”. Lo repitió varias
veces y luego, ya lanzada, dijo también que “era un día triste para la
humanidad”. Pasemos por alto esta última hipérbole, porque a todos se nos puede
calentar la boca. Pero ¿por qué es un día triste para la democracia? Sin duda
es una jornada poco radiante para quienes, como esa señorita y yo mismo,
aborrecemos el ideario agresivamente xenófobo, clasista, machista y sobre todo
apoyado en descaradas exageraciones y falsedades del ya presidente Trump. Pero
ni la portavoz ni yo somos dueños de las instituciones, debemos compartirlas
con otros millones de personas que desdichadamente no piensan como nosotros. En
cambio, desde otra perspectiva, unas elecciones donde los ciudadanos prefieren
contra todo pronóstico a un candidato al que no apoyan ni en su propio partido
(mientras a su rival la recomendaba el presidente anterior, los periódicos de
referencia, artistas, intelectuales, etcétera), que vomita barbaridades, se
comporta públicamente como un patán, ofende a todos los grupos sociales
imaginarios, promete medidas políticas autoritarias, belicistas o que amenazan
mejoras sociales, demuestra ser un ignorante en casi todo y elogia
demagógicamente a quienes lo son aún más que él… Pues vaya, caramba, eso sí que
es una muestra estremecedora pero indudable de libertad. Porque elegir según
recomienda la lógica, la fuerza de las razones, la opinión de los expertos
políticos y morales, puede ser socialmente beneficioso, pero deja un regusto de
que es “lo que hay que hacer”, lo obligado; mientras que ir contra lo que
parece conveniente y cuerdo es peligrosísimo, pero sin duda revela que uno
sigue su real gana. Cuando se incendia la casa, el que sale corriendo para
salvar el pellejo hace muy bien, pero obedece a las circunstancias; libre, lo
que se dice grandiosamente libre, es el que se queda dentro cantando salmos
entre las llamas.
La
libertad política es algo muy deseable de tener pero peligroso de utilizar. Nos
hemos criado oyendo mencionar al poder como el coco que quiere devorarnos: el
lenguaje del poder, las asechanzas del poder, la cara oculta del poder… Lo
imaginamos oculto en cenáculos restringidos donde conspiran unos cuantos plutócratas
desalmados. Seguro que hay algo de verdad en esta caricatura siniestra, pero el
poder más temible en democracia es precisamente el que comparten todos y cada
uno de los ciudadanos: el poder de elegir. Temblamos con razón ante los
autócratas que monopolizan el mando, pero en nuestras democracias es lógico
sentir escalofríos al pensar en las multitudes que deciden quién debe
ostentarlo. Algunos tratan de aliviar este recelo asegurando que la mayoría de
los ciudadanos no pueden ser llamados realmente libres porque son ignorantes en
las cuestiones de gobierno, se dejan engañar o seducir con promesas vanas, se
asustan ante amenazas imaginarias, son venales, xenófobos, intolerantes… Pero
todo esto sólo quiere decir que son humanos: esos mismos defectos existen en
todas partes, aunque no haya libertades políticas. En democracia la diferencia
es que pueden expresarse y elegir lo que prefieren: quizá no sean más felices
que otros vasallos, pero al menos son tratados como realmente humanos. No se
les reconocen sus virtudes, sino su dignidad. La democracia no es ante todo el
asilo de la lucidez, la solidaridad, el buen gusto o la creación artística,
sino que es “la tierra de los libres”, como dice el himno de Estados Unidos.
Para
evitar que el devenir democrático sea una serie de dictaduras electivas
contrapuestas, están las leyes. Los ciudadanos basan las garantías de su
libertad participativa en el acatamiento de la Constitución. Los que hablan de
fascismo y caos tras la victoria de Trump fantasean tétricamente. Lo único que
verdaderamente sonó inquietante en el discurso electoralista de Trump fue la
amenaza de no respetar el resultado de las elecciones si no le gustaba. Algo
parecido a lo que hoy berrean por las calles —espero que por poco tiempo— los
modernos caprichosos del “No es mi presidente” o “No me representa”, que se
consideran por encima de la democracia y capacitados para decidir cuándo la
libertad ha optado por el bien y cuándo no.
En
España ya estamos acostumbrados a quienes piensan que la democracia funciona
mejor sin leyes que la coarten, como la paloma de Kant creía volar mejor en el
vacío… Sin duda Trump es populista, como en nuestro país Podemos y sus siete
enanitos: no porque prediquen lo mismo sino porque predican del mismo modo,
empleando la retórica demagógica para conseguir aunar la heterogeneidad de los
descontentos.
En la
era de Internet, el populismo tiene campo abonado. Y es inútil empeñarse en
regañar a la gente por sus preferencias (todos son “gente”, los que piensan
como nosotros y los demás), mejor es perseverar en educarla para argumentar y
comprender en lugar de aclamar. También hay que proponer alternativas
ideológicas fuertes, no simplemente apelar al pragmatismo y la rentabilidad.
Hagamos lo que hagamos, seguiremos remando en lo imprevisible. Porque la
incertidumbre no la ha traído Trump, sino la libertad.
Fernando
Savater es filósofo y ensayista, autor entre otros libros de ‘Voltaire contra
los fanáticos’.
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