Francisco Fernández-Carvajal 05 de mayo de 2020
@hablarcondios
— El agradecimiento a
Dios por todos los bienes es una manifestación de fe, de esperanza y de amor.
Innumerables motivos para ser agradecidos.
— Ver la bondad de Dios
en nuestra vida. La virtud humana de la gratitud.
— La acción de
gracias después de la Santa Misa y de la Comunión.
I. Te
daré gracias entre las naciones, Señor; contaré tu fama a mis hermanos. Aleluya1,
rezamos en la Antífona de entrada de la Misa.
Constantemente nos invita la Sagrada Escritura a dar
gracias a Dios: los himnos, los salmos, las palabras de todos los hombres
justos están penetradas de alabanza y de agradecimiento a Dios. ¡Bendice,
alma mía, a Yahvé y no olvides ninguno de sus favores!2,
dice el Salmista. El agradecimiento es una forma extraordinariamente bella de
relacionarnos con Dios y con los hombres. Es un modo de oración muy grato al
Señor, que anticipa de alguna manera la alabanza que le daremos por siempre en
la eternidad, y una manera de hacer más grata la convivencia diaria. Llamamos
precisamente Acción de gracias al sacramento de la Sagrada Eucaristía,
por el que adelantamos aquella unión en que consistirá la bienaventuranza
eterna.
En el Evangelio vemos cómo el Señor se lamenta de la
ingratitud de unos leprosos que no saben ser agradecidos: después de haber sido
curados ya no se acordaron de quien les había devuelto la salud, y con ella su
familia, el trabajo..., la vida. Jesús se quedó esperándolos3.
En otra ocasión se duele de la ciudad de Jerusalén, que no percibe la infinita
misericordia de Dios al visitarla4,
ni el don que le hace el Señor al tratar de acogerla como la gallina reúne a
sus polluelos bajo las alas5.
Agradecer es una forma de expresar la fe, pues
reconocemos a Dios como fuente de todos los bienes; es una manifestación de
esperanza, pues afirmamos que en Él están todos los bienes; y lleva al amor6 y
a la humildad, pues nos reconocemos pobres y necesitados. San Pablo exhortaba
encarecidamente a los primeros cristianos a que fueran agradecidos: Dad
gracias a Dios, porque esto es lo que quiere Dios que hagáis en Jesucristo7,
y considera la ingratitud como una de las causas del paganismo8.
«San Pablo –señala San Juan Crisóstomo– da gracias en
todas sus cartas por todos los beneficios de la tierra. Démoslas también
nosotros por los beneficios propios y por los ajenos, por los pequeños y por
los grandes»9. Un día, cuando estemos ya en la presencia de Dios para
siempre, comprenderemos con entera claridad que no solo nuestra existencia se
la debemos a Él, sino que toda ella estuvo llena de tantos cuidados, gracias y
beneficios «que superan en número a las arenas del mar»10.
Nos daremos cuenta de que no tuvimos más que motivos de agradecimiento a Dios y
a los demás. Solo cuando la fe se apaga se dejan de ver estos bienes y esta
grata obligación.
«Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de
gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han
despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
»Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también
Madre tuya. —Porque creó el sol y la luna y aquel animal y aquella otra planta.
—Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...
»Dale gracias por todo, porque todo es bueno»11.
II. El Señor nos
enseñó a ser agradecidos hasta por los favores más pequeños: Ni un vaso
de agua que deis en mi nombre quedará sin su recompensa12.
El samaritano que volvió a dar gracias se marchó con un don todavía mayor: la
fe y la amistad del Señor: Levántate y vete, tu fe te ha salvado,
le dijo Jesús13. Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la parte
mejor que les había reservado. El Señor espera de nosotros los cristianos que
cada día nos acerquemos a Él para decirle muchas veces: «¡Gracias, Señor!».
Como virtud humana, la gratitud constituye un eficaz
vínculo entre los hombres y revela con bastante exactitud la calidad interior
de la persona. «Es de bien nacidos ser agradecidos», dice la sabiduría popular.
Y si falta esta virtud se hace difícil la convivencia humana.
Cuando somos agradecidos con los demás guardamos el
recuerdo afectuoso de un beneficio, aunque sea pequeño, con el deseo de pagarlo
de alguna manera. En muchas ocasiones solo podremos decir «gracias»,
o algo parecido. En la alegría que ponemos en ese gesto va nuestro
agradecimiento. Y todo el día está lleno de pequeños servicios y dones de
quienes están a nuestro lado. Cuesta poco manifestar nuestra gratitud y es
mucho el bien que se hace: se crea un mejor ambiente, unas relaciones más
cordiales, que facilitan la caridad.
La persona agradecida con Dios lo es también con
quienes la rodean. Con más facilidad sabe apreciar esos pequeños favores y
agradecerlos. El soberbio, que solo está en sus cosas, es incapaz de agradecer;
piensa que todo le es debido.
Si estamos atentos a Dios y a los demás, apreciaremos
en nuestro propio hogar que la casa esté limpia y en orden, que alguien haya
cerrado las ventanas para que no entre el frío o el calor, que la ropa esté
limpia y planchada... Y si alguna vez una de estas cosas no está como
esperábamos, sabremos disculpar, porque es incontablemente mayor el número de
cosas gratas y favores recibidos.
Y al salir a la calle, el portero merece nuestro
agradecimiento por guardar la casa, y la señora de la farmacia que nos ha
proporcionado las medicinas, y quienes componen el periódico y han pasado la
noche trabajando, y el conductor del autobús... Toda la convivencia humana está
llena de pequeños servicios mutuos. ¡Cómo cambiaría esta convivencia si además
de pagar y de cobrar lo justo en cada caso, lo agradeciéramos! La gratitud en
lo humano es propio de un corazón grande.
III. Las
acciones de gracias frecuentes deben informar nuestro comportamiento diario con
el Señor, porque estamos rodeados de sus cuidados y favores: «nos inunda la
gracia»14. Pero existe un momento muy extraordinario en el que el Señor
nos llena de sus dones, y en él debemos ser particularmente agradecidos: la
acción de gracias que sigue a la Misa.
Nuestro diálogo con Jesús en esos minutos debe ser
particularmente íntimo, sencillo y alegre. No faltarán los actos de adoración,
de petición, de humildad, de desagravio y de agradecimiento. «Los santos (...)
nos han dicho repetidamente que la acción de gracias sacramental es para
nosotros el momento más precioso de la vida espiritual»15.
En esos momentos debemos cerrar la puerta de nuestro
corazón para todo aquello que no sea el Señor, por muy importante que pueda ser
o parecer. Unas veces nos quedaremos a solas con Él y no serán necesarias las
palabras; nos bastará saber que Él está allí, en nuestra alma, y nosotros en
Él. Bastará poco para estar hondamente agradecidos, contentos, experimentando
la verdadera amistad con el Amigo. Allí cerca están los ángeles, que le adoran
en nuestra alma... En ese momento el alma es lo más semejante al Cielo en este
mundo. ¿Cómo vamos a estar pensando en otras cosas...?
En otras ocasiones echaremos mano de esas oraciones
que recogen los devocionarios, que han alimentado la piedad de generaciones de
cristianos durante muchos siglos: Te Deum, Trium puerorum, Adoro te
devote, Alma de Cristo..., y otras muchas, que los santos y los buenos
cristianos que han amado de verdad a Jesús Sacramentado nos han dejado como
alimento de nuestra piedad.
«El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos
impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de
gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra
acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle,
cómo comportarse?
»No se compone de normas rígidas la vida cristiana
(...). Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro
diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser
la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro,
Amigo»16.
Rey,
porque nos ha rescatado del pecado y nos ha trasladado al reino de la luz. Le
pedimos que reine en nuestro corazón, en las palabras que pronunciemos en ese
día, en el trabajo que le hemos ofrecido, en nuestros pensamientos, en cada una
de nuestras acciones.
En la Comunión vemos a Jesús como Médico,
y junto a Él encontramos el remedio de todas nuestras enfermedades. Acudimos a
la Comunión como se llegaban a Él los ciegos, los sordos, los paralíticos... Y
no olvidamos que tenemos en nuestra alma, a nuestra disposición, la Fuente de
toda vida. Él es la Vida.
Jesús es el Maestro, y reconocemos que Él
tiene palabras de vida eterna..., y en nosotros ¡existe tanta ignorancia! Él
enseña sin cesar, pero debemos estar atentos. Si estuviéramos con la
imaginación, la memoria, los sentidos dispersos... no le oiríamos.
En la Comunión contemplamos al Amigo, el
verdadero Amigo, del que aprendemos lo que es la amistad. A Él le contamos lo
que nos pasa, y siempre encontramos una palabra de aliento, de consuelo... Él
nos entiende bien. Pensemos que está con la misma presencia real con la que se
encuentra en el Cielo, que le rodean los ángeles... En ocasiones pediremos
ayuda a nuestro Ángel Custodio: «Dale gracias por mí, tú lo sabes hacer mejor».
Ninguna criatura como la Virgen, que llevó en su seno durante nueve meses al
Hijo de Dios, podrá enseñarnos a tratarle mejor en la acción de gracias de
la Comunión. Acudamos a Ella.
1 Antífona
de entrada. Sal 17, 50; 21, 23. —
2 Sal 102,
2. —
3 Cfr. Lc 17,
11 ss. —
4 Cfr. Lc 19,
44. —
5 Cfr. Mt 23,
37. —
6 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 101, a. 3. —
7 1
Tes 5, 18. —
8 Cfr. Rom 1,
18-32. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 4. —
10 Ibídem.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 268. —
12 Mt 10,
42. —
13 Lc 17,
19. —
14 Ch. Journet, Charlas
acerca de la gracia, Madrid 1979, p. 17. —
15 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, 4ª ed., Madrid 1982, vol. I, p. 489. —
16 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 92.
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