Francisco Fernández-Carvajal 30 de abril de
2020
@hablarcondios
— Comunidad de bienes
espirituales. El «tesoro de la Iglesia».
— Se extiende a todos
los cristianos. Resonancia incalculable de nuestras buenas obras.
— Las indulgencias.
I. San Pablo hace
referencia en sus escritos al hecho fundamental de su vida, que leemos en la
Primera lectura de la Misa. Quedaría grabado para siempre en su alma: Cuando
estaba de camino, sucedió que, al acercarse a Damasco, se vio rodeado de una
luz del cielo. Y al caer a tierra oyó una voz que decía: Saulo, ¿por qué me
persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú
persigues1. En esta primera revelación, Jesús se muestra personal e
íntimamente unido a sus discípulos, a quienes Pablo perseguía.
Más tarde, en la doctrina del Cuerpo Místico de
Cristo, uno de los temas centrales de su predicación, mostrará esta unión
profunda de los cristianos entre sí, por estar unidos a la Cabeza,
Cristo: si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si
un miembro es honrado todos los otros a una se gozan2.
Esta fe inquebrantable en la unión de los fieles entre
sí, llevaba al Apóstol a pedir oraciones a los primeros cristianos de Roma, a
quienes aún no conocía personalmente, para salir bien librado de los incrédulos
que iba a encontrar en Judea3.
Se sentía muy unido a sus hermanos en la fe, a quienes llamaba santos en sus
cartas: Pablo y Timoteo, siervos de Jesucristo, a todos los santos en
Cristo Jesús, que están en Filipos4.
Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los cristianos, al rezar el Símbolo
Apostólico, han profesado como una de las principales verdades de la fe: Creo
en la Comunión de los Santos. Consiste en una comunidad de bienes
espirituales de los que todos se benefician. No es una participación de bienes
de este mundo, materiales, culturales, artísticos, sino una comunidad de bienes
imperecederos, con los que nos podemos prestar unos a otros una ayuda
incalculable. Hoy, ofreciendo al Señor nuestro trabajo, nuestra oración,
nuestra alegría y nuestras dificultades, podemos hacer mucho bien a personas
que están lejos de nosotros y a la Iglesia entera.
«Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada
uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo
profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo»5.
Santa Teresa, consciente de los estragos que hacían los errores protestantes
dentro de la Iglesia, sabía también de este apoyo que nos podemos prestar los
unos a los otros: «Porque andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas
–decía la Santa– que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le
sirven para ir adelante»6,
y siempre se vivió esta doctrina en el seno de la Iglesia7.
«¿Qué significa para mí la Comunión de los Santos?
Quiere decir que todos los que estamos unidos en Cristo –los santos del Cielo,
las almas del Purgatorio y los que aún vivimos en la tierra– debemos tener
consciencia de las necesidades de los demás.
»Los santos del Cielo (...) deben amar
las almas que Jesús ama, y el amor que tienen por las almas del Purgatorio y
las de la tierra, no es un amor pasivo. Los santos anhelan ayudar a esas almas
en su caminar hacia la gloria, cuyo valor infinito son capaces de apreciar
ahora como no podían antes. Y si la oración de un hombre bueno de la tierra
puede mover a Dios, ¡cómo será la fuerza de las oraciones que los santos
ofrecen por nosotros! Son los héroes de Dios, sus amigos íntimos, sus
familiares»8.
II. La Comunión de
los Santos se extiende hasta los cristianos más abandonados: por más solo que
se encuentre un cristiano, sabe muy bien que jamás muere solo: toda la Iglesia
está junto a él para devolverlo a Dios, que lo creó.
Pasa a través del tiempo. Cada uno de los actos que
realizamos en la caridad tiene repercusiones ilimitadas. En el último día nos
será dado el comprender las resonancias incalculables que han podido tener, en
la historia del mundo, las palabras, o las acciones, o las instituciones de un
santo, y también las nuestras.
Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de
hecho, estamos participando continuamente de los bienes espirituales comunes de
la Iglesia. En este momento alguien está rezando por nosotros, y nuestra alma
se vitaliza por el sufrimiento, el trabajo o la oración de personas que quizá
desconocemos. Un día, en la presencia de Dios, en el momento del juicio
particular, veremos esas inmensas aportaciones que nos mantuvieron a flote en
muchos casos y, en otros, nos ayudaron a situarnos un poco más cerca de Dios.
Si somos fieles, también contemplaremos con inmenso
gozo cómo fueron eficaces en otras personas todos nuestros sacrificios,
trabajos, oraciones; incluso lo que en aquel momento nos pareció estéril y de
poco interés. Quizá veremos la salvación de otros, debida en buena parte a
nuestra oración y mortificación, y a nuestras obras.
De modo particular, vivimos y participamos de esta
comunión de bienes en la Santa Misa. La unidad de todos los miembros de la
Iglesia, también de los más lejanos, se perfecciona cada día en torno al Cuerpo
del Señor, que se ofrece por su Iglesia y por toda la humanidad. «Todos los
cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Misa,
tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único
asistente un niño, quizá distraído»9.
San Gregorio Magno expone con gran sentido gráfico y
pedagógico esta eficacia maravillosa de la Santa Misa. «Me parece –dice el
Santo Doctor en una de sus homilías– que muchos de vosotros sabéis el hecho que
os voy a recordar. Se cuenta que no ha mucho tiempo sucedió que cierto hombre
fue hecho prisionero por sus enemigos y conducido a un punto lejano de su
patria. Y como estuviese allí mucho tiempo y su mujer no le viera venir de la
cautividad, le juzgó muerto, y como tal ofrecía por él sacrificios todas las
semanas. Y cuantas veces su mujer ofrecía sacrificios por la absolución de su
alma, otras tantas se le desataban las cadenas de su cautiverio. Vuelto más
tarde a su pueblo, refirió con admiración a su mujer cómo las cadenas que le
sujetaban en su calabozo se desataban por sí solas en determinados días de cada
semana. Considerando su mujer los días y horas en que esto sucediera, reconoció
que quedaba libre cuando era ofrecido por su alma el Santo Sacrificio, según
ella pudo recordar»10.
Muchas cadenas se nos rompen cada día gracias a las oraciones de otros.
III. La
unidad invisible de la Iglesia tiene múltiples manifestaciones visibles.
Momento privilegiado de esta unidad tiene lugar en el sacramento que recibe
precisamente el nombre de Comunión, en ese augusto Sacrificio que es uno en
toda la tierra. Uno es el Sacerdote que lo ofrece, una la Víctima, uno el
pueblo que también lo ofrece, uno el Dios a quien se ofrece, uno el resultado
de la ofrenda: Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues
todos participamos de ese único pan11.
Lo mismo que este pan era ayer todavía un puñado de granos sueltos, así los
cristianos, en la medida de su unión con Cristo, se funden en un solo cuerpo,
aunque provengan de lugares y condiciones bien diversas. «En el sacramento del
pan eucarístico –afirma el Concilio Vaticano II– se representa y se reproduce
la unidad de los fieles»12.
Es «el sacramento de la caridad»13,
que reclama la unión entre los hermanos.
Es también verdad de fe que esta comunión de bienes
espirituales existe entre los fieles que constituyen la Iglesia triunfante,
purgante y militante. Podemos encomendarnos y recibir ayuda de los santos
(canonizados o no) que están ya en el Cielo, de los ángeles, de las almas que
se purifican todavía en el Purgatorio (a las que podemos ayudar a aligerar su
carga desde la tierra) y de nuestros hermanos que, como nosotros, peregrinan
hacia la patria definitiva.
Cuando cumplimos el piadoso deber de rezar y ofrecer
sufragios por los difuntos, hemos de tener especialmente en cuenta a aquellos
con los que mantuvimos en la tierra unos vínculos más fuertes: padres,
hermanos, amigos, etcétera. Ellos cuentan con nuestras oraciones. La Santa Misa
es, también, el sufragio más importante que podemos ofrecer por los difuntos.
En este dogma de la Comunión de los Santos se basa la
doctrina de las indulgencias. En ellas, la Iglesia administra con
autoridad las gracias alcanzadas por Cristo, la Virgen y los Santos; bajo
ciertas condiciones, emplea esas gracias para satisfacer por la pena debida por
nuestros pecados y también por lo que deben satisfacer las almas que están en
el Purgatorio.
La doctrina acerca de este intercambio de bienes
espirituales debe ser para nosotros un gran estímulo para cumplir con fidelidad
nuestros deberes, para ofrecer a Dios todas las obras, y orar con devoción,
sabiendo que todos los trabajos, enfermedades, contrariedades y oraciones
constituyen una ayuda formidable para los demás. Nada de lo que hagamos con
rectitud de intención se pierde. Si viviéramos mejor esta realidad de nuestra
fe, nuestra vida estaría llena de frutos.
«Un pensamiento que te ayudará, en los momentos
difíciles: cuanto más aumente mi fidelidad, mejor contribuiré a que otros
crezcan en esta virtud. —¡Y resulta tan atrayente sentirnos sostenidos unos por
otros!»14.
Puede impulsarnos a vivir mejor este día el recordar
que alguien está intercediendo por nosotros en este instante, y que alguno
espera nuestra oración para salir adelante de una mala situación, o para
decidirse a seguir más de cerca al Señor.
1 Hech 9,
3-5. —
2 1
Cor 12, 26. —
3 Rom 15,
30-31. —
4 Flp 1,
1. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 545. —
6 Santa
Teresa, Vida, 7-8. —
7 Cfr. San
Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 2, 2-5; San
Cipriano, Carta 60; San Clemente, Carta
a los Corintios, 36, 1 ss; San Ambrosio, Trat.
sobre Caín y Abel, 1 ss. —
8 L.
J. Trese, La fe explicada, Rialp, Madrid 1975, pp. 201-202.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 89. —
10 San
Gregorio Magno, Hom. sobre los Evangelios, 37. —
11 1
Cor 10, 17. —
12 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 73, a. 3. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 948.
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