Francisco Fernández-Carvajal 16 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Hemos sido creados
para el Cielo. Fomentar la esperanza.
— Lo que Dios ha
revelado sobre la vida eterna.
— La resurrección de
los cuerpos. El pensamiento del Cielo nos debe llevar a una lucha decidida y
alegre por alcanzarlo.
I. En estos
cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la Iglesia
nos invita a tener los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria definitiva, a
la que el Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante cuando se
acerca el día en que Jesús sube a la derecha del Padre.
El Señor había prometido a sus discípulos que después
de un poco de tiempo estaría con ellos para siempre. Todavía un poco y
el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis...1.
El Señor ha cumplido su promesa en estos días en que permanece junto a los
suyos, pero esta presencia no se terminará cuando suba con su Cuerpo glorioso
al Padre, pues con su Pasión y Muerte nos ha preparado un lugar en la
casa del Padre, donde hay muchas moradas2. De
nuevo vendré –les dice– y os llevaré junto a mí para que donde
yo estoy estéis también vosotros3.
Los Apóstoles, que habían quedado entristecidos por la
predicción de las negaciones de Pedro, son confortados con la esperanza del
Cielo. La vuelta a la que hace referencia Jesús incluye su segunda venida al
fin de mundo4 y el encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo.
Nuestra muerte será eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado
servir a lo largo de nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria,
al encuentro con su Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en el
Cielo, donde tenemos preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a quien tenemos
presente y hablamos en nuestra oración, con el que hemos dialogado tantas
veces.
Del trato habitual con Jesucristo nace el deseo de
encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas de la muerte. El amor al Señor
cambia por completo el sentido de ese momento final que llegará para todos.
«Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados solo tienen ojos para su
amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos.
Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum
tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro»5.
El pensamiento del Cielo nos ayudará a vivir el
desprendimiento de los bienes materiales y a superar circunstancias difíciles.
Es muy agradable a Dios que fomentemos esta esperanza teologal, que está unida
a la fe y al amor, y en muchas ocasiones tendremos especial necesidad de ella.
«A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta
la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad»6.
También en los momentos en que el dolor y la tribulación arrecien, cuando
cueste la fidelidad o la perseverancia en el trabajo o en el apostolado. ¡El
premio es muy grande! Y está a la vuelta de la esquina, dentro de no mucho
tiempo.
La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos
encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha diaria,
«porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar las buenas
obras»7.
El pensamiento de ese definitivo encuentro de amor, al
que somos llamados, nos ayudará a estar vigilantes en las cosas grandes y en
las pequeñas, haciéndolas acabadamente, como si fueran las últimas antes de
irnos al Padre.
II. No existen
palabras para expresar, ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que
Dios ha prometido a sus hijos. Sabemos, como recientemente se ha recordado, que
«estaremos con Cristo y veremos a Dios (cfr. 1 Jn 3,
2); promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra
esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva
y profundamente»8.
Será una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos
por la revelación y que apenas podemos imaginar en nuestro ser actual. En el
Antiguo Testamento se describe la felicidad del Cielo evocando la tierra
prometida después de tan largo y duro caminar por el desierto. Allí, en la nueva
y definitiva patria, se encuentran todos los bienes9,
allí se terminarán las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje.
El Señor nos habló de muchas maneras de la
incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La
eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó
nuestro Señor: La voluntad de mi Padre, que me ha enviado –declara–, es
que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos
en el último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que
ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último
día10. Oh Padre, dirá en la Última Cena, yo
deseo ardientemente que aquellos que Tú mes has dado estén conmigo allí donde
yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque Tú me
amaste antes de la creación del mundo11.
La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete
que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán saciadas todas las
ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano12.
Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa
felicidad que esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como
en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara13,
y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles14.
La felicidad de la vida eterna consistirá ante todo en
la visión directa e inmediata de Dios. Esta visión no es solo un perfectísimo
conocimiento intelectual, sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino.
Ver a Dios es encontrarse con Él, ser felices en Él. De la contemplación
amorosa de las Tres divinas Personas se seguirá en nosotros un gozo ilimitado.
Todas las exigencias de felicidad y de amor de nuestro pobre corazón quedarán
colmadas, sin término y sin fin. «Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni
ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios
preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y
encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en
nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día:
¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de
Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos
nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio,
ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena»15.
III.
Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, de ver y de estar con Jesucristo
glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los
bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las
personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también
la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo resucitado
será numérica y específicamente idéntico al terreno: es preciso –indica
San Pablo– que «este» ser corruptible se revista de incorruptibilidad,
y que «este» ser mortal se revista de inmortalidad16. «Este»,
el nuestro, no otro semejante o muy parecido. «Importa mucho –afirma el
Catecismo Romano– estar persuadidos de que este mismo cuerpo, y sin duda el
mismo cuerpo que ha sido propio de cada uno, aunque se haya corrompido y
reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar»17.
Y San Agustín afirma con toda claridad: «Resucitará esta carne, la misma que
muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y padece dolores, esa
misma ha de resucitar»18.
Nuestra personalidad seguirá siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo,
pero revestido de gloria y esplendor, si hemos sido fieles. Nuestro cuerpo
tendrá las cualidades propias de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza –es
decir, no estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo–, la
impasibilidad –no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más
dolor..., ni tendrán ya más hambre, ni más sed..., enjugará Dios toda lágrima
de sus ojos19–,
la claridad, la belleza.
«Creo en la resurrección de la carne», confesamos en
el Símbolo Apostólico. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características
diferentes de las actuales, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar20,
como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni
dónde está ni cómo se forma ese lugar. La tierra de ahora se habrá
transfigurado: vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer
cielo y la primera tierra habrán desaparecido... he aquí que hago todas las
cosas nuevas21.
Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan que la
renovación de todo lo creado se desprende de la misma revelación.
El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la
Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por quitar
los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos impulsa a buscar
sobre todo los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que
acaban.
Pensar en el Cielo da una gran serenidad. Nada aquí es
irreparable, nada es definitivo, todos los errores pueden ser reparados. El
único fracaso definitivo sería no acertar con la puerta que lleva a la Vida.
Allí nos espera también la Santísima Virgen.
1 Jn 14,
19-20. —
2 Cfr. Jn 14,
2. —
3 Jn 14,
3. —
4 Cfr. 1
Cor 4, 5; 11, 26; 1 Jn 2, 28. —
5 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso
de beatificación, p. 5. —
6 ídem, Camino,
n. 139. —
7 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 348, 18, 1. —
8 S.
C. para la doctrina de la fe, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología, 17-V-1979. —
9 Cfr. Ex 3,
17. —
10 Jn 6,
39-40. —
11 Jn 17,
24. —
12 Cfr. Lc 13,
29; 14, 15. —
13 1
Cor 13, 12. —
14 1
Cor 2, 9. —
15 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso
de beatificación, p. 5. —
16 1
Cor 15, 53. —
17 Catecismo
Romano, parte I, cap. XI, nn. 7-9; Cfr. S. C. para la doctrina
de la fe, Declaración acerca de la traducción del artículo
«carnis resurrectionem» del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983. —
18 San
Agustín, Sermón 264, 6. —
19 Cfr. Apoc 21,
3 ss. —
20 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. VII: Los
Novísimos, Rialp, Madrid 1961, p. 514. —
21 Cfr. Apoc 21,1
ss.
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