Giulio Maspero y Andrés Cárdenas 16 de mayo de
2020
@MasperoGiulio y Andrés Cárdenas
Dios
siempre ha buscado activamente la amistad con los hombres, ofreciéndonos vivir
en comunión con Él. Ni la debilidad humana ni el polvo del camino le han hecho
cambiar de opinión. Dejarnos abrazar por ese Amor incondicional nos llena de
luz y de fuerza para ofrecerlo a los demás.
Una pregunta frecuente que seguramente se encuentre
entre nuestros mensajes en el teléfono móvil es: «¿Dónde estás?». También la
habremos enviado a nuestros amigos y familiares buscando su compañía, aunque
sea a distancia, o simplemente por traer a la otra persona a nuestra
imaginación de una manera más concreta. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Todo va
bien? Esa pregunta es también una de las primeras frases que Dios, mientras
«paseaba por el jardín a la hora de la brisa» (Gn 3,8-9), dirige al hombre. El
Creador, desde el inicio de los tiempos, quería caminar junto a Adán y Eva;
podríamos pensar, con cierto atrevimiento, que Dios buscaba su amistad –y ahora
la nuestra– para contemplar plenamente realizada su creación.
Una novedad que va in crescendo
Esta idea, que tal vez no es totalmente nueva para
nosotros, ha causado bastante extrañeza en la historia del pensamiento humano.
De hecho, en uno de sus momentos de mayor esplendor, se había aceptado con
resignación la imposibilidad para el ser humano de ser amigo de Dios. La razón
era que entre ambos media una absoluta desproporción, son demasiado distintos[1]. Se pensaba que podría haber, como mucho,
una relación de sometimiento a la que, en el mejor de los casos, podríamos
acceder lejanamente a través de ciertos ritos o de ciertos conocimientos. Pero
una relación de amistad era inimaginable.
Sin embargo, la Escritura presenta una y otra vez
nuestra relación con Dios en términos de amistad. El libro del Éxodo no deja
lugar a dudas: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un
amigo» (Ex 33,11). En el libro del Cantar de los Cantares, que recoge de manera
poética la relación entre Dios y el alma que lo busca, a esta última la llama
continuamente «amiga mía» (cfr. Ct 1,15 y otros). También el libro de la Sabiduría
señala que Dios «se comunica a las almas santas de cada generación y las
convierte en amigos» (Sb 7,27). Es importante notar que en todos los casos la
iniciativa proviene del mismo Dios; la alianza que ha sellado con su creación
no es simétrica, como podría ser un contrato entre iguales, sino más bien es
asimétrica: nos ha sido regalada la desconcertante posibilidad de hablar de
tú a tú con nuestro propio creador.
Esta manifestación de la amistad que nos ofrece Dios,
la comunicación de esta novedad, continuó in crescendo a lo largo de la
historia de la salvación. Todo lo que nos había dicho por medio de la alianza
se ilumina definitivamente con la vida del Hijo de Dios en la tierra: «Dios nos
ama no solo como criaturas, sino también como hijos a los que, en Cristo,
ofrece una verdadera amistad»[2]. Toda la vida de Jesús es una invitación a la
amistad con su Padre. Y uno de los momentos más intensos en los que nos
transmite esta buena noticia es durante la Última Cena. Allí, en el Cenáculo,
con cada uno de sus gestos, Jesús abre su corazón para llevar a sus discípulos
–y a nosotros con ellos– a la verdadera amistad con Dios.
Del polvo a la vida
El evangelio de san Juan se divide en dos partes
claras: la primera se centra en la predicación y en los milagros de Cristo, la
segunda en su pasión, muerte y resurrección. El puente que las une es el
siguiente versículo, que nos adentra en el Cenáculo: «Sabiendo Jesús que había
llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como amase a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Allí estaban Pedro y
Juan, Tomás y Felipe, todos los doce juntos, apoyados cada uno hacia un costado,
como era costumbre en la época. Por lo sucesos que se narran, probablemente era
una mesa de tres lados –con forma de U– en la que Jesús se encontraba casi en
un extremo, el importante, y Pedro en el opuesto, el del sirviente; es posible
que estuvieran frente a frente. Jesús, en un determinado momento, a pesar de
que no era una tarea que le correspondía a quien estaba situado en ese lugar
preferencial, se puso de pie para realizar un gesto que quizá su Madre habría
realizado muchas veces con él: tomó una toalla y se la ciñó a la cintura para
quitar el polvo de los pies de sus amigos.
La imagen del polvo está presente desde el inicio en
la Sagrada Escritura. En la historia sobre la creación se nos cuenta que «el
Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra» (Gn 2,7). Entonces, para que
dejara de ser algo inanimado, muerto e incapaz de relacionarse, Dios «insufló
en sus narices aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo» (Gn
2,7). Desde ese momento, el hombre experimentará una tensión que proviene de
ser polvo y espíritu, una tensión entre sus límites radicales y sus deseos
infinitos. Pero Dios es más fuerte que nuestra debilidad y que cualquiera de
nuestras traiciones.
Ahora, en el Cenáculo, el polvo del hombre vuelve a
aparecer. Cristo se dobla sobre el polvo de los pies de sus amigos, para
recrearlos, devolviéndoles la relación con el Padre. Jesús nos lava los pies y,
divinizando el polvo del que estamos hechos, nos regala la amistad íntima que
tiene con su Padre. En medio de la emoción que le embarga, con los ojos de
todos sus discípulos fijos en él, dice: «A vosotros, en cambio, os he llamado
amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Dios quiere compartirlo todo. Jesús nos comparte su vida, su capacidad de amar,
de perdonar, de ser amigos hasta el fin.
Todos hemos tenido la experiencia de cómo las buenas
relaciones de amistad nos han cambiado; tal vez no seríamos los mismos si no
hubiésemos encontrado esas relaciones en nuestra vida. También ser amigos de
Dios transforma nuestro modo de ser amigos de quienes nos rodean. Así, como
Cristo, podremos lavar los pies de todos, sentarnos a la mesa de quien nos
podría traicionar, ofrecer nuestro cariño a quien no nos comprende o incluso no
acepta nuestra amistad. La misión de un cristiano en medio del mundo es
precisamente «abrirse en abanico»[3] a todos, porque Dios sigue infundiendo su
aliento al polvo del que estamos hechos y actúa en esas relaciones enviándonos
su luz.
Dejarnos llevar hacia la comunión
Hemos visto que la amistad que nos ofrece Jesucristo
es un acto de confianza incondicional de Dios en nosotros, que no termina
nunca. A distancia de veinte siglos, en nuestra existencia diaria, Cristo nos
cuenta todo lo que sabe sobre el Padre para continuar atrayéndonos a su
amistad. Sin embargo, aunque esto no nos faltará, será siempre una parte, ya
que «a esta amistad correspondemos uniendo nuestra voluntad a la suya»[4].
Los verdaderos amigos viven en comunión: en el fondo
de su alma quieren las mismas cosas, se desean la felicidad el uno al otro, a
veces ni siquiera necesitan utilizar palabras para comprenderse mutuamente; se
ha dicho incluso que reírse de las mismas cosas es una de las mayores
manifestaciones de compartir intimidad. Esta comunión, en el caso de Dios, más
que un agotador esfuerzo en tratar de cumplir ciertos requisitos –esto no
sucede entre amigos– se trata igualmente de estar el uno con el otro, de
acompañarse mutuamente.
Un buen ejemplo puede ser precisamente el de san Juan,
el cuarto evangelista: dejó que Jesús se acercara y le lavara los pies, se
recostó tranquilamente en su pecho durante la Cena y, finalmente –tal vez sin
comprender completamente lo que sucedía–, no se despegó de su mejor amigo para
acompañarlo en los mayores sufrimientos. El discípulo amado se dejó transformar
por Jesucristo y, de esa manera, Dios fue quitando poco a poco el polvo de su
corazón: «En esta comunión de voluntades se realiza nuestra redención: ser
amigos de Jesús, convertirse en amigos de Jesús. Cuanto más amamos a Jesús,
cuanto más lo conocemos, tanto más crece nuestra verdadera libertad»[5].
Jesús, en esa Última Cena, nos muestra que el secreto
de la amistad está en permanecer con Él: «Como el sarmiento no puede dar fruto
por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis
en mí» (Jn 15,4). Es Jesús quien quiere amar en nosotros. Sin él no podemos ser
amigos hasta el fin. «Por mucho que ames, nunca querrás bastante», señala san
Josemaría. Pero inmediatamente añade: «Si amas al Señor, no habrá criatura que
no encuentre sitio en tu corazón»[6].
***
«¿Dónde estás?» son las palabras que Dios, mientras
paseaba por aquella espléndida creación que había salido de sus manos, dirigió
al hombre. También ahora quiere entrar en diálogo con nosotros. Nadie, ni
siquiera el más brillante de los pensadores, podía imaginar un Dios que pidiese
nuestra compañía, que mendigase nuestra amistad hasta el extremo de dejarse
clavar en una cruz para así no cerrarnos nunca sus brazos. Habiendo entrado en
esa locura de amor, nos veremos impulsados también nosotros a abrirlos sin
condiciones a todas las personas que nos rodean. Nos preguntaremos mutuamente:
¿Dónde estás? ¿Todo va bien? Y a través de esa amistad podremos devolver la
belleza a la creación.
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