Américo Martín 24 de enero de 2021
Estaba escrito que Joe Biden, a partir de ahora nuevo
presidente de EEUU, quisiéralo o no, tendría que depositar su esperanza de
victoria y la solidez de su liderazgo en la idea fulgurante de un cambio
visible y creíble en la conducción política de América y el mundo. Se hizo muy
evidente que semejante cambio se correspondía con sus deseos personales. El
primero de los cuales –y así lo dejó ver– era imprimir un serio viraje respecto
al modelo atrabiliario del presidente republicano Donald Trump, cuyas sonoridades
expresivas y, en general su peculiar estilo, terminaron enredando hasta
extremos peligrosos la urdimbre de su política.
Podría decirse que Biden aprovechó las gratuitas
pugnacidades de su adversario para deslizar sin gran esfuerzo la índole y
urgencia del cambio que sugería y que la humanidad comenzaba a esperar de su
futuro gobierno. Lo que puesto en términos de catch-as-catch-can no
era más que aprovechar los excesos pugilísticos del otro con el fin de vencerlo
sin necesidad de malgastar los propios. Si se me objetara que aquello
difícilmente hubiera sido pensado así, respondería que en todo caso de esa
manera concluyó.
Si no ha sido un nítido éxito, cuando menos a eso se
parece y confieso no distinguir con nitidez entre “parecerse a una victoria” y
serlo efectivamente.
—Sí, pero Maduro y los iraníes siguen en su puesto.
—Bueno, sí, pero el caso es que la unión solidaria en
su contra también lo está y en las declaraciones del nuevo gobierno
norteamericano, al igual que la Unión Europea y la comunidad internacional, se
observa una apreciable determinación.
Por eso la situación se mantiene bloqueada y no se
avizora que en algún momento deje de estarlo. ¿Quién pierde más con eso?
Obviamente el más débil de la ecuación, quien sin embargo podría escapar del
atolladero, si por fin entendiera la importancia de negociar de veras con la
oposición y la comunidad internacional la salida pacífica articulada en unas
elecciones universales, directas, secretas y transparentes; vale decir,
creíbles. Si fuera de esa naturaleza desaparecería casi por encanto la
oprobiosa costumbre de la persecución, la tortura, la venganza, la
irracionalidad y el odio.
Biden invoca palabras sencillas pero armoniosas y
quizá las más efectivas. La primera, la mejor, la unidad que en su discurso
oficial suena como toda una panacea y, en efecto, puede serlo.
El macizo cúmulo de desgracias que asedian nuestro
acosado planeta, incluido el virus que atenta contra el género humano, podría
retroceder enfrentado y vencido en el marco de la unidad, si unimos los
hallazgos alcanzados por los laboratorios de la ciencia médica.
El firme combate contra la sistemática violación de
los DDHH que se ha convertido en causa común de la especie, en emblema mundial
de la humanidad.
Con la mayor firmeza, el presidente Biden se aferra a
esas nobles banderas. Razones, todas ellas, para dar fuerza a la defensa de los
derechos del hombre, asociándola a la paz y la libertad.
El objetivo más reiterado del programa del presidente
Trump cargaba un trasfondo pugnaz. Proclamaba que norteamérica sería “grande
otra vez”. Lo que tal eslogan agitaba es que la grandeza se había perdido en
manos de mandatarios débiles y quizá genuflexos. Una de las que se sintió más
herida fue Hillary Clinton, quien protestaba: ¡Como si no hubiese perdido
alguna vez!
Lo cierto es que a juzgar por la opinión de sus
competidores y enemigos, EEUU es el peor enemigo del hombre. Así lo sostenían
Stalin y sus violentos aliados, y con análogos epítetos, Mao, Castro, Ché
Guevara y el oficialismo soviético compactado alrededor del Pacto militar de
Varsovia. Se parecía más a la verdad, con lo que confirmarlo pero sin poder
evitarlo, la opinión de Hilary se acercaba más a la verdad que la de
los interesados personajes arriba mencionados.
Dado que para ser el más feroz de los países no se
necesitara ser tan fuerte como desalmado.
Sin concitar en su contra sentimientos adversos.
¡Complicado ser mandatario de una gran potencia!
Predicar la superioridad tampoco es recomendable.
Biden cuida claramente mejor que Trump estos aspectos
de la conducta de los gobernantes. El orgullo natural de una poderosa nación
debido a sus logros es perfectamente comprensible, pero suele ser percibido
como arrogancia racista y, por lo tanto, un gobernante hábil, como Biden, está
obligado a no dejarse arrastrar por estos suelos pantanosos. Recordó que
durante dos siglos presidentes norteamericanos se han sucedido en el mando con
ejemplar respeto a la voluntad soberana de los ciudadanos. El primero de todos
fue Washington, primero igualmente en la guerra y en la paz. Para mostrar
prendas de legítimo orgullo, parece que el presidente Biden ha querido resaltar
la condición democrática y el amor por la libertad antes que amenazar con las
uñas del poder. Bravo entonces por él.
Américo
Martín
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