Juan Rego 23 de enero de 2021
En
el tercer domingo del tiempo ordinario, la Iglesia celebra el “Domingo de la
Palabra de Dios”. El Papa Francisco lo ha instituido para “crecer en el pueblo
de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura”. Este
artículo explica la relación entre la Palabra de Dios y la liturgia.
Un joven llamado Antonio sabe que Dios quiere algo de
él, pero no puede imaginar cuál es su camino. Antonio lee las Escrituras,
medita, pero sólo entiende su llamada cuando, al entrar en la iglesia, escuchó
la proclamación del evangelio: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo
que tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y
sígueme" (Mt 19, 21). Como si estas palabras hubieran sido dichas sólo
para él, Antonio salió inmediatamente, dio a la gente del pueblo la propiedad
que había heredado de su familia, vendió todos los bienes muebles y distribuyó
a los pobres la gran suma de dinero que poseía. Poco después, en otra asamblea
litúrgica, escuchó las palabras del Señor: "No os preocupéis por el día de
mañana" (Mt 6,34). Y no pudiendo resistir más, salió de nuevo y dio lo que
aún le quedaba (cf. Atanasio, Vida de Antonio, 2).
La Palabra de Dios, que "penetra hasta la división
del alma y del espíritu" (Hb 4,12), es dinámica, activa, nos pone en
movimiento. A lo largo de los siglos la vida de los santos muestra que hay un
ámbito privilegiado donde la Palabra de Dios ejerce su potencia. Este ámbito es
la liturgia. De hecho, "considerando a la Iglesia como la 'casa de la
Palabra', se debe prestar atención en primer lugar a la sagrada liturgia. Este
es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en el presente de nuestra
vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde" (Verbum Domini 52).
¿Por qué un ámbito privilegiado?
El Señor puede tocar con su Palabra las profundidades
de nuestra alma en cualquier momento o circunstancia. Sin embargo, quienes
observen la historia de la salvación descubrirán situaciones y contextos particulares
que forman una especie de gramática con la que Dios articula su diálogo con
nosotros. Si pensamos en el Sinaí veremos una asamblea reunida para escuchar la
Palabra y sellar la Alianza. Después de escuchar, a través de Moisés, las
palabras del Señor, todo el pueblo respondió conjuntamente: “¡Lo que el Señor
ha dicho, lo haremos!” (Ex 19:8; Ex 24:3-8). Un esquema ritual semejante lo
encontramos en el Segundo Libro de los Reyes (2 Reyes 23:1-3) y en el Libro de
Nehemías (Ne 10:30).
Cuando la Iglesia, el nuevo Israel, se revele al
mundo, enseñará a los hombres la misma gramática que había aprendido de sus
padres. Por eso el día de Pentecostés, "los que acogieron la palabra de
Pedro fueron bautizados" (Hechos 2:41). La secuencia "proclamación de
la Palabra - obediencia a la Palabra" define el ADN de las acciones
litúrgicas. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, "la palabra y el
rito están íntimamente ligados" (Sacrosanctum Concilium 35). Es más, en el
caso paradigmático de la Eucaristía, "la liturgia de la palabra y la
liturgia de la Eucaristía están tan estrechamente unidas que forman un único
acto de culto" (Sacrosanctum Concilium 56).
La iniciación cristiana tiene un dinamismo que
revitaliza la Iglesia desde dentro. Los catecúmenos que querían llegar a ser
cristianos recibían en primer lugar el anuncio de la fe, después tenían que
interiorizar la Palabra, y finalmente eran enviados a una misión evangelizadora
de escala universal. En esta secuencia, la proclamación litúrgica de la Palabra
se coloca en el segundo momento, el de la interiorización. Comparte con el
primero la dimensión del anuncio, ya que, en la liturgia, la Iglesia misma se
pone a la escucha de las palabras de Cristo, verdadero exégeta del Padre.
Comparte con el tercer momento la dimensión de la misión, pues la Palabra no se
interioriza ni individualmente ni sólo para la salvación personal, sino que
revela sus secretos cuando es acogida en la comunión eclesial (cf. Dei Verbum
12; Verbum Domini 29-30) y es capaz de abrir en nuestros corazones el camino
del compartir y de la solidaridad (cf. Aperuit illis 13).
Palabra viva en la liturgia, proclamación de la
Palabra Trinitaria
La asamblea litúrgica es el contexto por excelencia
donde la Escritura se convierte en la Palabra viva. El cristianismo no es una
religión del libro, sino la religión de la Palabra de Dios, de una Palabra que
"no es una palabra escrita y muda, sino Palabra encarnada y viva"
(San Bernardo de Claraval, Homilia super Missus est, 4, 11). Este hecho explica
por qué la Palabra de Dios no se encuentra principalmente en un papiro o en una
edición impresa. Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica, "la
sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad
de los libros escritos" (CIC 113).
Al mismo tiempo, la Iglesia no ha recibido la Palabra
para tenerla oculta en su corazón. Gracias a la mediación humana y eclesial, la
Palabra resuena en el aula litúrgica como un evento que puede cambiar nuestros
corazones. En la proclamación del Evangelio por parte del obispo y luego en la
homilía litúrgica tenemos tanto la mediación de un cuerpo, de una boca, de una
respiración regenerados en el Bautismo, como la mediación cualificada de aquel
que ha recibido la plenitud del sacramento del orden y que, por lo tanto, puede
ser garante aquí y ahora de la presencia de Cristo que habla con su Esposa.
En este sentido, observamos la coherencia con la
lógica según la cual Dios ha revelado su plan de salvación. A lo largo de la
historia Dios ha hablado "por medio de los hombres a la manera
humana" (Dei Verbum 12). Esta misma lógica conduce a la encarnación del
Verbo y más aún a la prolongación de su presencia entre los hombres a través de
la mediación de otros seres humanos. La adaptación de Dios a nuestro lenguaje,
a nuestra pequeñez, esta misericordia inclusiva que dona la Palabra de la Vida
a través de criaturas limitadas y limitantes, es el acontecimiento que
contemplamos cada vez que resuena el "Gloria a ti Señor Jesús"
después de la proclamación del Evangelio. "Gloria a ti Señor Jesús".
No decimos: "gracias diácono, gracias señor obispo por leernos un texto
tan esclarecedor". Aclamar "Gloria a ti Señor Jesús" significa,
en cambio, que creemos, confesamos y anunciamos que Cristo está ahí presente y
que, a través de los labios de la Iglesia, nos revela el verdadero rostro de su
Padre.
Por otra parte, la aclamación "Te alabamos,
Señor" después de las lecturas puede recordarnos que nuestro interlocutor
no es sólo Jesús, sino también Dios Padre, pues a través del anuncio litúrgico
"el Padre que está en el cielo viene con gran amor al encuentro de sus
hijos y entra en conversación con ellos" (Dei Verbum 21). Aprender a
escuchar la proclamación de la “Palabra del Señor” mirando al Padre nos pone en
situación de experimentar que Él no deja de hablarnos de su Hijo amado, pues a
través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, el Padre "dice una
sola palabra, su única palabra, en la que se expresa enteramente" (CIC
102).
Para que este diálogo se produzca, sin embargo, es
necesaria la acción del Espíritu Santo (cf. Aperuit illis 10.12). Esta acción
continúa la lógica de la Revelación. Como en el caso de los profetas, y más aún
en el caso de la Encarnación, el Espíritu es el que hace presente al Verbo de
Dios en palabras humanas. Él "hace presente" la Palabra. Siendo el Espíritu
la memoria viva de la Iglesia (cf. Jn 14,26), él es el único capaz de dar a los
que anuncian la Palabra y a los que la escuchan la capacidad de convertirse en
resonancia viva del evento salvífico. En este sentido, la invitación "El
Señor esté con vosotros" que precede al Evangelio, o la rica variedad de
oraciones con las que los ministros de la Palabra se han preparado para su
ministerio a lo largo de la historia, constituyen una llamada a actualizar la
presencia del Espíritu en cada uno de nosotros, ya sea como fruto de nuestro
Bautismo o como fruto del Sacramento del Orden. Sin la acción del Espíritu, por
lo tanto, no es posible ni la mediación humana de la Palabra de Dios en la
liturgia, ni el acto de fe que la acoge, ni su inteligencia espiritual durante
la homilía.
Se ha dicho que la Palabra de Dios realiza un viaje
dentro de nosotros. Durante la liturgia la Palabra resuena en el espacio
celebrativo, encuentra nuestros cuerpos y a través de los oídos pasa a nuestros
corazones. Si nuestro corazón se abre al Espíritu y acoge la Palabra con fe,
entonces ella limpia, ilumina, ordena y empieza a habitar en nosotros: pasa a
nuestro cuerpo, a nuestras manos, a nuestros ojos. Este es el proceso que el
domingo de la Palabra quiere que recordemos porque, como en el caso de María,
el Verbo de Dios está deseando "hacerse carne" en cada uno de
nosotros.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/domingo-de-la-palabra-de-dios/
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