Por Roberto Briceño-León
A partir de una
reflexión introductoria sobre los conceptos de oclusión e inclusión social,
Roberto Briceño León (1) realiza hace un detallado recorrido por varios de los
muy complejos y decisivos procesos de ampliación y profundización de los
espacios de integración que tuvieron lugar en el siglo XX. Este texto es parte
del libro La sociedad en el siglo XX venezolano
Poco antes de concluir
el siglo pasado, hicimos una encuesta en la que les preguntamos a los
entrevistados si ellos pensaban que la sociedad venezolana debía mantenerse
como estaba, vivir algunas reformas o cambiar totalmente. Más de la mitad de
los consultados, un 56%, opinó que debía cambiar por completo. El 42% dijo que
había que hacer reformas, y solo un ínfimo 1,4% declaró que debía de
conservarse en el estado en el que se encontraba (2). Los deseos de cambio eran
sorprendentes. ¿Qué había pasado en aquel siglo que requiriera transformaciones
de tal envergadura? ¿Fueron tan malos esos 100 años?
Al finalizar el siglo
XX había en el país un malestar generalizado, una sensación de pérdida, de
fracaso, que parecía indicar que los esfuerzos de la centuria habían sido
vanos. Incluso, algunos políticos en ascenso aseguraban que se estaba «peor que
antes». Ahora bien, ¿es posible decir que desde el punto de vista social se
perdió ese largo tiempo?
En este texto
afirmaremos que el siglo XX fue una centuria de inclusión en todos los aspectos
de la vida social, lo que permitió la ruptura de barreras y la construcción de
una sociedad más abierta, más igualitaria y más moderna. Más de lo se tenía
antes y, tristemente, mucho más de lo que se tuvo después.
La oclusión social
Toda sociedad utiliza y
necesita mecanismos de inclusión y de exclusión para organizarse y funcionar.
Las sociedades producen artefactos como mitos, teorías, leyes o prejuicios para
sustentar ese filtraje. Y luego, crean policías, ejércitos o matones dedicados
a la tarea de hacerlas cumplir.
Ese filtro que
clasifica y separa a los individuos entre unos y otros, que incluye y excluye
al mismo tiempo, es un umbral que está constituido por unas barreras que
llamamos oclusión social. Se trata de un proceso selectivo y
organizador de la interacción social y del acceso a los recursos naturales o
humanos, a la riqueza, el poder o el prestigio en cualquier sociedad, no existe
una donde este dispositivo no funcione ordenando la relación y la distribución
de las personas.
La conceptualización de
este mecanismo fue desarrollada originalmente por Max Weber, quien lo denominó
el Soziale Schliessung y lo usó para describir las aperturas y los
cerramientos que se producen en las sociedades en el proceso de clasificación
de los individuos en estamentos, castas o clases (3). Entre los sociólogos ha
tenido una utilización reducida y tardía (4), pues solo fue puesto de relieve
hacia los años setenta del siglo pasado por la sociología inglesa (5), y su
empleo resultó muy restringido (6), quizá por el abrumador dominio de la noción
marxista de clases sociales.
Lo singular de la
manera como entiendo y uso aquí el concepto se debe a que no pone el énfasis en
los resultados de la división social, sino en los mecanismos genealógicos que
permiten su funcionamiento. Como maquinaria de producción de exclusiones, no
está amarrado a una tópica de división social determinada, sino a los
movimientos de su constitución, por lo tanto es dinámico y nos permite entender
y valorar mejor su impacto en la sociedad. Para referirnos a estos procesos de
exclusión se usan nociones tales como segregación o discriminación social (7).
Pero estos términos denotan los resultados de un desarrollo social previo, el
cual construye una representación mental que sobre ciertos valores o prejuicios
clasifica a las personas por algunos rasgos y segrega a unas y a otras no,
acepta a unas y discrimina a otras.
La oclusión es un
mecanismo de organización social, y por lo tanto puede arrojar consecuencias
malas o buenas. La mejora en las sociedades, lo que permite avanzar hacia una
buena sociedad, es una voluntad y una labor continuas de reducción de las
exclusiones injustificadas e injustificables.
Las exclusiones
injustificables son las grupales o colectivas, como las que impedían a las
mujeres votar, debido a su sexo; o a los hijos fuera del matrimonio disfrutar
del apellido de su padre, porque estos no estaban casados. Las sociedades son
mejores cuando las barreras que existen pueden ser moral y éticamente
justificables, como establecer que solo quien tenga un título de médico reconocido
puede realizar operaciones de apéndice o de vesícula. Las exclusiones
justificables no son colectivas, son individuales. Por eso, es injustificable
que a alguien que pretenda estudiar para ser médico se le excluya por ser
mujer, judío o por no haber militado en el partido político en el poder.
Sin embargo, en la
sociedad contemporánea es muy aceptada la oclusión colectiva basada en la
nacionalidad. Entre dos personas nacidas el mismo día en dos orillas opuestas
de un mismo río, una tendrá derecho a trabajar, ir a la escuela o al hospital y
votar en las elecciones en su lado del río, pero la otra no. En este caso la
exclusión no es el resultado de los rasgos individuales, sino de una
representación social basada en la idea histórica de nación, que hace que la
gente de un lado del río adquiera una nacionalidad y derechos, y la de la otra
ribera no.
En la dinámica de la
buena sociedad, la inclusión tampoco debe fundarse en rasgos colectivos, sino
en rasgos o méritos individuales: las mujeres pueden llegar a ser médicos o
ministras por sus capacidades y destrezas, y no por ser mujeres. Graduar de
médico a una mujer, porque es mujer, o designarla ministra por su sexo sería
una inclusión igualmente injustificable.
La representación
social que sustenta a la oclusión de la que hablamos produce mecanismos que, de
hecho, incluyen o excluyen a los individuos, pero esos procedimientos prácticos
pueden ser formalizados y convertidos en dispositivos que estandarizan la
representación y la convierten en tabúes, normas sociales o leyes.
Las inclusiones en el
siglo XX
El siglo XX fue una
centuria de acción sostenida contra las exclusiones y cerramientos sociales,
formales e informales, de iure y de facto.
La marca de estos 100
años venezolanos fue el proceso de integración cada vez mayor de la población
en la unidad nacional y en la conciencia histórica de un nosotros (8). Se
produjo un derrumbe sistemático de las barreras que bloqueaban el acceso de las
personas a las oportunidades de encuentro, estudios, movilidad, participación y
disidencia. Se habilitó a gran parte de la población que estaba por fuera, se
empoderó a los grupos sociales e individuos, se permitió a muchos nuevos
ciudadanos acceder a más oportunidades.
Durante esta centuria
Venezuela fue una sociedad que se caracterizó por la voluntad de sus actores de
incluir a todos, de construir un nosotros amplio y plural, incluyente de los
desiguales y diferentes. ¿Fue totalmente exitosa esa tarea? No, no lo fue.
Nunca lo es. Ninguna sociedad logra ser completamente exitosa porque esa es una
tarea infinita, siempre inacabada. Las sociedades derrumban unos muros un día y
al siguiente se construyen otros.
Muy diversos procesos
de inclusión ocurrieron durante el siglo XX y todos ellos proporcionaron más
capacidades a los individuos y les ofrecieron libertad (9).
La inclusión en el
territorio
Viajar a Caracas desde
los Andes era un recorrido tortuoso y azaroso. Cuando a principios del siglo,
el abuelo Ceferino decidió ir desde Valera a Caracas, tomó sus macundales y,
después de recibir los sacramentos y firmar su testamento, se montó sobre la
bestia que lo llevó hasta Motatán, donde subió al tren que lo trasladó hasta el
puerto de La Ceiba, en el sur del lago. Allí se embarcó en una chalana hasta
Maracaibo, donde tuvo que pernoctar, para luego trasbordar a un barco de mayor
calado con destino a la isla de Curazao. Ahí debió permanecer varios días a la
espera de que zarpara otro barco hacia el puerto de La Guaira. En Macuto
decidió temperar unos días, antes de iniciar por tren la subida hacia Caracas,
y ocuparse por fin de los negocios que lo aventuraban hasta la capital.
A comienzos del siglo
XX la población de Venezuela rondada los 2,5 millones de habitantes y en su
gran mayoría estaba asentada en las zonas rurales o en pequeños poblados
dispersos en el territorio nacional.
El país se hallaba
fragmentado y como unidad territorial prácticamente no existía. Eran bloques
territoriales dispersos que se comunicaban más fácilmente con el exterior que
con otras zonas nacionales aledañas. Y los intercambios internos eran posibles
siguiendo los caprichosos cauces de los ríos, sobre los cuales se habían
construido las ciudades y los puertos de exportación e importación. Los
vínculos en Ciudad Bolívar eran con la isla de Trinidad, en Coro o Maracaibo
con las islas holandesas, y desde San Cristóbal con Bucaramanga y Pamplona
(10).
La primera y gran
inclusión del siglo XX se concretaría en la edificación de un nosotros nacional
que tuviera un sustento de territorio, que ya no fuera un país de islotes
separados sino integrados, incluidos en una nación. Esta inclusión territorial
se logró con la construcción de la red de carreteras nacionales que unía las
regiones distantes con Caracas, y no solamente un trecho de vía o un tendido de
ferrocarril que enlazara un punto de una región con otro igualmente aislado.
Los tres ejes
carreteros que iban hacia el oeste desde Caracas hasta San Cristóbal por la
carretera Transandina, para el este hasta Ciudad Bolívar, y al sur hasta San
Fernando de Apure, buscaban permitir el dominio del país con un Ejército que
podía llegar lejos desplazándose por tierra. Juan Vicente Gómez conocía bien la
importancia de esas vías de comunicación, pues cuando tuvo que movilizarse para
someter la rebelión de Ciudad Bolívar en 1903, debió trasladarse con sus tropas
en barcos de vapor por el mar Caribe, e ingresar por el río Orinoco, antes de
entrar en batalla y derrotar a los alzados en armas.
El motivo era político
y militar, pero el resultado fue una inclusión que permitió el encuentro y
surgimiento de un sentido de nación. El propósito era el ejercicio del poder
central y la capacidad de llevar tropas hacia esas zonas en caso de que fuera
necesario, pero lo que se logró fue una inclusión de las personas de esos
lugares lejanos, quienes con mayor facilidad pudieron viajar a Caracas y al
centro del país.
Ese proceso de
inclusión territorial estuvo acompañado por el cambio en la economía de
exportación del país que pasó de la agricultura al petróleo. Para 1900 el café
(43%) y el cacao (20%) representaban los principales productos exportables del
país. Dos décadas más tarde, en 1920, se mantenía casi igual, pero apenas 10
años después el petróleo pasó a representar el 80% de las exportaciones (11).
La exploración
petrolera requería de abundante mano de obra para abrir caminos y poder asentar
los campamentos que darían inicio a la explotación y exportación. En ese
proceso de contratación de mano de obra se encontraron venezolanos que venían
desde distintas regiones del país, y en la fusión de las diferencias se fue
definiendo ese nosotros nacional.
En las décadas
siguientes se continuaron construyendo carreteras y luego pomposas autopistas,
pero la integración nacional y el poblamiento del territorio siguieron
incompletos. En los años setenta se formuló un ambicioso proyecto de expansión
territorial que se llamó la «Conquista del sur», sin embargo, para fines del
siglo apenas un 5% de la población nacional vivía en el sur del Orinoco.
La inclusión en la
ciudad
Para 1950 el petróleo
representaba el 94% de las exportaciones del país y el segundo producto en
relevancia era el café que había caído a un minúsculo 1%. La población nacional
se había duplicado y pasaba de los 5.000.000 de habitantes, la mitad de los
cuales ya estaba viviendo en ciudades. El país comenzaba a ser mayoritariamente
urbano (12).
Lo que se llamó el
«éxodo rural-urbano» fue un proceso de inclusión social que iba a su vez a
generar la demanda de otras inclusiones sociales y políticas. A fines de los
años sesenta mantuve reuniones con los nuevos pobladores de los barrios de
Caracas y Cumaná, donde hacía mi trabajo, y en sus casas no tenían agua o
electricidad. La pregunta que repetía era: «¿Por qué se vinieron a la ciudad?».
Y la respuesta era siempre la misma: por la cercanía de la escuela, del
hospital y las posibilidades de un mejor trabajo. No importaban las carencias,
la ciudad representaba una esperanza de inclusión en una vida mejor y en la
mayoría de los casos ese sueño se hizo realidad.
La inclusión en este
espacio ha sido una aspiración desde la edad media. En esos siglos se requería
un permiso del emperador para tener el derecho de vivir en la ciudad. Como el
que se exigió en Cuba o en China en el siglo XX. En Venezuela no había que
pedirle permiso a nadie para viajar a Caracas, y los campesinos se mudaron a
las ciudades. En el curso de un siglo el país pasó de ser uno de los que
presentaba la mayor urbanización de América Latina, con un 87,2% de la
población viviendo en las urbes (13).
Entre los recién
llegados, unos pudieron acceder a la ciudad formal y otros no. La propiedad de
la tierra y las normativas urbanas se lo impidieron. Las orillas urbanas, que
históricamente habían acogido a los nuevos pobladores, y pautado el crecimiento
de las cuadrículas citadinas, se vieron desbordadas por los estos habitantes
que deseaban ser incluidos. Eran tantos, que las orillas no se dieron abasto y
fue necesario que ellos mismos construyeran su urbe. Y lo lograron. Fueron
incluidos en la ciudad, pero su ciudad no fue reconocida.
La sociedad y el poder
mantuvieron una relación ambigua con los nuevos habitantes urbanos; por un lado
los aceptaban e incluían, pues representaban mano de obra para los nuevos
servicios y la construcción, pero por otro lado los denigraban y querían excluirlos
como ilegales o peligrosos. Por décadas hubo repetidas políticas de
«erradicación» de los barrios de ranchos, algunos soñaban con expulsarlos de la
ciudad y regresarlos al campo.
Las primeras barriadas
de ranchos en Caracas aparecieron cerca de 1910 y durante casi todo el siglo no
fueron aceptadas ni reconocidas por el poder. Estaban incluidas en la realidad
de la ciudad, pero excluidas en la formalidad. Las autoridades las veían, pues
las tenían frente a sus ojos, pero simulaban no verlas, fingían ignorarlas. Por
décadas, los planos urbanos pintaban las extensas zonas de barrios de color
verde, con lo que pretendían señalar que se trataba de bosques o parques (14).
En el Censo de Barrios
realizado en 1978 se contaron 1.795 barriadas con 4.200.000 personas, el 35% de
los habitantes del país (15). Sin embargo, la exclusión simbólica se mantuvo
hasta 1987, cuando se aprobó una ley de ordenación urbana que reconoció
cartográficamente su existencia. A partir de allí, la gente de los barrios fue
incluida formalmente en la vida urbana y el 40% de la población de Caracas, el
64% de Maracaibo y el 69% de Maracay obtuvieron un reconocimiento de su derecho
a la ciudad (16).
Trabajadores de empresa empacadora de enlatados, circa 1930. Luis Felipe Toro. ©Archivo Fotografía Urbana
La inclusión en el
trabajo libre
A comienzos del siglo
XX aquellos campesinos que tenían deudas con los dueños de las tierras en las
cuales estaban asentados, no podían desplazarse a otras tierras ni trabajarle a
otro patrón. Y era muy fácil adquirir esas deudas, pues casi inevitablemente
ellos debían pedir prestado para afrontar los gastos extraordinarios.
La relación entre los
dueños de la tierra y los campesinos podía tener dos formas: o el patrón le
pagaba con fichas o el campesino le restribuía al propietario con el producto
de su cosecha. En cualquiera de las dos, el dinero era escaso o inexistente.
Cuando el propietario
le pagaba al campesino o jornalero, lo hacía con unas fichas que al ser monedas
locales, solo se podían cambiar por bienes en la tienda establecida dentro de
la misma unidad productiva. Y cuando a este se le agotaban las fichas, pues
podía pedir prestado para sus necesidades en ese comercio. Y así todo quedaba
en casa.
Cuando era el campesino
quien al final de la cosecha le pagaba al dueño de la tierra con la mitad o la
tercera parte de lo cosechado, debía esperar a que se pudieran recoger los
frutos de la siembra para abonar su renta, y vender lo restante y recibir su
plata. Mientras tanto, podía alimentarse con las vituallas de su conuco o de
los animalitos del corral, pero si necesitaba de algo más, requería dinero para
comprarlo. Como no lo tenía, se dirigía a la tienda de la hacienda donde le
proporcionaban un crédito cuyo saldo anotaban haciendo «rayas» en un cuaderno.
Era la tienda de las rayas. Cuando lograba vender la cosecha, pagaba su deuda.
A veces no le alcanzaba, y lo que debía se trasladaba hasta la próxima
temporada de la recogida de lo sembrado.
Para la población rural
que laboraba en la producción del café, el cacao, la caña de azúcar o en las
haciendas ganaderas, no existía propiamente un trabajo libre.
Estas condiciones del
trabajo mudaron a partir del impacto que la crisis capitalista mundial tuvo en
las exportaciones de Venezuela, por una reducción de la demanda internacional
primero, y luego por la pérdida de competitividad que tuvieron los productos
nacionales, debido a la revaluación de la moneda que realizó el gobierno de
Juan Vicente Gómez, al mismo tiempo que otros países de la región devaluaban
sus monedas para hacer competitivo el precio de sus exportaciones.
Los peones o jornaleros
que eran pagados con fichas, dejaron de recibir su paga, y los acuerdos que
tenían con los dueños de la tierra para la remuneración en especies, fueron
alterados. En medio de la crisis de las exportaciones agrícolas, los campesinos
habían cumplido con su parte y abonado la renta con la cosecha, pero el
propietario no había podido venderla, entonces comenzó a exigir el pago de la
renta en dinero.
Paralelamente, surgía
el papel transformador de la industria petrolera y del ingreso del crudo en la
liberalización del trabajo. Esta actividad impulsó el pago de salarios a los
obreros en condiciones propiamente capitalistas, y el gobierno central empezó a
disponer de mucho más dinero con el cual contratar obras y remunerar con
salarios o emplear más personal público para las oficinas del aparato del
Estado que se estaba formando, o garantizar la paga a soldados y policías en
los cuarteles.
La inclusión en el
trabajo libre significó la inserción en un sentido diferente del tiempo y en un
dominio de su temporalidad humana, de su capacidad de vender libremente y al
detal su horario de trabajo. La limitación de las nueve horas de jornada
implicó incorporar la noción de tiempo de trabajo y tiempo de ocio. La reforma
de la Ley del Trabajo de 1947 introdujo la separación entre días laborables y
asueto, que no existía para el campesino más allá de las eventuales misas
dominicales. De igual modo, cuando se aprobaron los 15 días de asueto pagado,
apareció el concepto de «vacaciones», con el que tampoco se contaba en la vida
de campesina, acostumbrada a que las horas libres las pautaran las lluvias y
las cosechas.
El trabajo libre
significó también una inclusión en la economía monetaria. El trabajador tenía
su dinero y podía disponer dónde comprar los bienes o a dónde ir para vender su
producción. La vida en la ciudad y el trabajo libre abrieron las puertas para
muchas otras demandas de inclusión social y política.
La inclusión política
La inclusión política
en el siglo XX fue un proceso de habilitar a los pobladores de estas tierras en
su capacidad de participar e incidir en la forma de gobernar y de ejercer el
poder. Esta facultad de tener derecho a participar y elegir es un componente
central de la democracia (17).
La Revolución francesa
proclamó que todos los hombres eran iguales. Sin embargo, cuando se pasó a
establecer quiénes podían ejercer el derecho a votar para escoger las
autoridades en la Constitución de 1791, se excluyó a las mujeres. Y también a
muchos hombres, pues había unos a quienes se les consideraba «activos», y que
podían votar, y otros que eran «pasivos» y se les negaba tal derecho. Esas
exclusiones en la interpretación de la ciudadanía política fueron trasladadas a
Venezuela después de la Independencia y hasta el siglo XX.
La Constitución de 1819
establecía que solo podían votar los ciudadanos activos, casados o mayores de
21 años, que supieran leer y escribir y con propiedades de 500 pesos o un
oficio o grado militar o científico reconocido con una renta de 300 pesos
anuales (18). Para 1846 se consideraba que la liberalidad del sufragio en
Venezuela era mayor que la de otros países latinoamericanos (19), pero se
mantuvieron las restricciones y a principios del siglo XX la gran mayoría de la
población venezolana estaba excluida del derecho a escoger a sus representantes
y, en consecuencia, a sus gobernantes, pues se exigía ser varones, mayores de
21 años y alfabetizados. Y la mitad del país eran mujeres y el 72,2% no sabía
leer ni escribir (20). En las ciudades, que era donde mayormente se podía
ejercer el derecho al voto, solo un 25% estaba alfabetizado (21).
Esto cambió de manera
radical en el siglo XX, cuando la idea de la igualdad política que había
surgido más de una centuria antes se hizo realidad en Venezuela y todos los
hombres y mujeres disfrutaron de una inclusión política.
Comenzando el siglo ya
se había eliminado la necesidad de ser propietario, pero las grandes
inclusiones políticas ocurrieron sobre los años cincuenta en la sociedad urbana
y de trabajo libre. En 1945 se incluyen a las mujeres en el sufragio para las
elecciones municipales y en 1946 se les permitió votar en los comicios
nacionales. En ese mismo año se incorporan a los analfabetos a los procesos de
votación y se disponen las tarjetas de colores para permitirles el ejercicio de
su derecho a sufragar.
Es relevante destacar
que unos años antes se había aprobado la Ley de Impuesto sobre la Renta para
los individuos, pues antes pagaban solo las empresas y comercios, con lo cual
la idea presente era que las personas contribuyeran con el mantenimiento del
Estado y por ello tenían el derecho a decidir sobre su conducción.
En este siglo también
se derrumbaron las barreras de exclusión ideológica para la participación en
política. El «inciso sexto» que había establecido Juan Vicente Gómez en 1928
como prohibición de la propaganda comunista, y que se mantuvo en la
Constitución de 1936, de Eleazar López Contreras, el cual permitió la exclusión
de las elecciones o la persecución de los comunistas, fue desapareciendo y
reapareciendo a lo largo del siglo, pero cada vez con menos fuerza y
legitimidad. Y al finalizar la centuria, ningún partido u orientación
ideológica estaba excluido de participar en los comicios nacionales (22).
Para fines del siglo,
la lucha por la inclusión política se concentró en dos demandas: la elección
directa de gobernadores y alcaldes, y la escogencia personalizada de los
representantes ante los cuerpos deliberativos. A fines de 1989 por primera vez
los habitantes de un estado o municipio entran en un proceso de inclusión al
lograr ejercer su derecho a escoger sus autoridades locales, las cuales hasta
ese momento habían sido designadas por los presidentes de la República y
servían al control partidista de las regiones. Los partidos también controlaban
los candidatos a diputados o concejales, pues las votaciones se hacían con
listas cerradas y bloqueadas, con lo cual los individuos estaban limitados, ya
que era necesario ser miembro o estar avalado por una tolda para poder ser un
aspirante al cargo (23). Esta oclusión generó un movimiento social,
esencialmente de clase media urbana, que exigía que se votara por personas y se
superara la democracia partidista (24). En 1992 se permitió la elección
uninominal de concejales y en 1993 la mitad de los diputados electos fue votada
de manera personalizada.
Estos dos actos
inclusivos significaron una ampliación de la pluralidad democrática, y solo son
comparables con los ocurridos en los años 1945-1947. Con la elección directa de
autoridades locales y representantes se completó un siglo de inclusión
política.
La inclusión en la
familia
La exclusión en la
formación de la familia se ha guiado por las reglas que regulan la endogamia y
exogamia. Hay pautas bastante universales como la prohibición del incesto, que
es una oclusión clara de la consanguinidad.
Pero hay otras
exclusiones sociales en las prácticas y costumbres. Existen endogamias de tipo
social, por el color de piel o la clase social o la nacionalidad. En el sector
de clase media y de propietarios, el modelo era endogámico en la formación de
la familia formal, con la esposa y del mismo estatus, pero exogámico con la
amante pobre. En el caso de muchos grupos de inmigrantes del siglo XX, la endogamia
estaba fundada en la nacionalidad; muchos españoles, libaneses o sirios,
viajaron a sus tierras de origen a buscar esposa, aunque luego podían
establecer una nueva pareja con una criolla.
La inclusión en la
familia durante el siglo XX fue una afirmación de la diversidad de formas
posibles de hacer pareja y de configurar el núcleo familiar; se reconocía a las
parejas no unidas formalmente y a los hijos en cualquiera de las condiciones
legales que se hubieran procreado (25).
La inclusión en el
derecho a constituir una nueva familia aparece con la legalización en 1904 de
la disolución legal del vínculo conyugal antes de «que la muerte nos separe».
Esta fue una medida muy relevante y temprana en Venezuela, pues otros países de
América Latina, como Argentina, Colombia y Chile, no tuvieron el divorcio sino
hasta fines del siglo XX, excepto Uruguay donde se estableció en 1907.
Esta dinámica social
fue mutando pues cambió desde el «divorcio castigo» del hombre hacia la mujer
de inicios de siglo hacia una concepción del «divorcio remedio», que en 1982 se
convirtió en separación de cuerpos y divorcio en consentimiento por el artículo
185A. Los padres divorciados guardaban los mismos derechos sobre los hijos,
pues la patria potestad era compartida y las obligaciones de manutención
también, solo se discutía la guarda de ellos.
La inclusión también
ocurrió con las familias que no querían legalizar su unión de manera legal. De
un modo progresivo se fueron aceptando socialmente las parejas que vivían en
concubinato, lo cual condujo a darles estatus jurídico a los que siempre fueron
matrimonios de hecho, y por esa inclusión se le otorgaba, por ejemplo, a la
concubina los mismos derechos económicos que a una esposa legal.
También hay que decir
que en el siglo se incrementaron las uniones legales. Para 1910 se contaban dos
matrimonios por cada 1.000 habitantes, para 1980 esa tasa se había triplicado y
eran seis matrimonios. Venezuela es una excepción en América Latina por el gran
número de uniones libres y divorcios, que son seis veces más que en el resto de
la región (26).
Una muy poderosa forma
de exclusión social era la que vivían los hijos llamados «naturales» o
ilegítimos, es decir, los habidos fuera del matrimonio. El registro en los
documentos de identidad con un solo apellido, el de la madre, era motivo de
exclusión en algunas escuelas y estigma en ciertos medios sociales. A comienzos
de siglo, en 1911, el 71% de los hijos eran ilegítimos; a fines de siglo, en
1979, este porcentaje había descendido al 52% para estabilizarse durante el
resto del siglo. Aunque la ilegitimidad era vivida como algo normal entre
campesinos y pobres urbanos, muchos padres querían reconocer a sus hijos aun
estando casados con otra mujer, pero había restricciones formales que lo
impedían.
La inclusión en la
igualdad de derechos a los hijos habidos fuera del matrimonio la ofreció la
reforma del Código Civil de 1982. A partir de allí, él tuvo derecho a que su
padre lo reconociera en cualquier circunstancia, y si este contradecía la
paternidad, era posible entablar una acción judicial conducente a verificar la
filiación biológica y el rechazo a las pruebas clínicas del supuesto padre
podían considerarse una prueba en la «presunción» de la paternidad del niño.
Al finalizar el siglo
la inclusión se amplió a la identidad. Por ley, el hijo podía recibir los dos
apellidos de uno de sus progenitores, y si este tenía un solo apellido, podía
repetirlo y así tener los dos, como los hijos de un matrimonio legal (27). El
estigma excluyente del único apellido había desaparecido.
La inclusión de los
extranjeros
A finales del siglo XIX
los políticos y la intelectualidad debatieron mucho sobre la necesidad de
fomentar la inmigración en el país. Era comprensible, pues se necesitaba
reponer la mano de obra en una geografía en la que las guerras de Independencia
y Federal habían devastado su fuerza de trabajo.
Venezuela no tenía
barreras para la inmigración. Más aún, estaba tan deseosa de recibirla que se
mantuvo dispuesta a pagarles el pasaje a los inmigrantes y a eximirles del pago
de impuestos a los bienes que trajeran consigo; así lo expresaban los planes
oficiales (28). La inmigración se consideraba como el fundamento sobre el cual
se podrían cubrir otras urgencias (29).
A comienzos de siglo XX
la actitud del poder cambió y, en 1903, el gobierno de Cipriano Castro decidió
controlar la inmigración como respuesta al bloqueo sufrido por las potencias
extranjeras. Pero esto duró poco y lo que puede caracterizar al siglo es todo
lo contrario: un proceso de apertura e inclusión de los inmigrantes. La
convocatoria a la inmigración que se había vociferado en el siglo XIX se
concretó en el siglo XX, y al país llegaron grandes contingentes que cambiaron
la composición demográfica.
El porcentaje de
población que en los censos nacionales declaraba haber nacido fuera del país
subió del 1,2% en 1900 al 7,2% en 1961. En 1981, de los 14,5 millones de
habitantes que tenía el país, 1.000.000 eran extranjeros, la mitad de ellos
colombianos. Y otros tantos que nacidos en el exterior ya no se contaban allí,
pues se habían nacionalizado.
La exclusión de
forasteros es uno de los mecanismos de oclusión social más comunes en el mundo,
pero en Venezuela durante el siglo XX esas puertas estuvieron bastante abiertas
como procedimiento oficial y como actitud de apertura e inclusión de la
población.
Sin embargo, el ingreso
de foráneos no estuvo exento de otros mecanismos de oclusión social que han
rondado en la sociedad. Si bien el cerramiento de Castro tenía que ver con
motivos políticos inmediatos de los reclamos del pago de indemnizaciones por
las guerras que habían hecho los nacionales europeos, las negativas posteriores
tuvieron otras motivaciones raciales, ideológicas, religiosas.
Los llamados a la
inmigración estuvieron en algunos momentos marcados por la idea de la necesidad
de «blanquear» la sociedad, de quitarle peso al mestizaje que se había
generalizado y que definía a la gran mayoría de los venezolanos (30). La
intención de blanquear tenía un componente biológico, el color de la piel, pero
también uno cultural que había estado muy de moda en el cambio de siglo sobre
la superioridad cultural de los blancos europeos, y que se creía era la base
social sobre la que se habían logrado construir la industria y las ciudades
europeas.
Aunque la Ley de
Inmigración de 1936 excluía a cualquier persona que no fuera de raza blanca, en
los años previos habían ingresado para laborar en la industria petrolera, como
supervisores o traductores, muchos trabajadores de piel oscura proveniente de
las islas del Caribe. La legislación posterior de 1938, orientada al control de
la inmigración, establecía una forma de exclusión ideológica, pues excluía a
judíos y españoles, por la presunción de que podían ser comunistas (31).
La oclusión religiosa
que restringía la inmigración de otras creencias, también se fue derrumbando.
En el siglo XIX ya los anglicanos estaban admitidos y se había establecido el
cementerio inglés. En las propuestas para el fomento de la inmigración de
Guzmán Blanco, el matrimonio civil les garantizaba que pudieran casarse fuera
de la Iglesia católica. En el siglo XX la migración extranjera fue incluida en
la sociedad con sus credos y se permitió la edificación de sus lugares de
culto.
Al terminar la Segunda
Guerra Mundial, en un lado del Atlántico se encontraban los países europeos
destruidos y con una población en la miseria y, del otro, Venezuela que se
había convertido en el primer exportador mundial de petróleo, con ingentes
recursos y muchos requerimientos de fuerza de trabajo calificada para satisfacer
las demandas de la creciente población urbana (32). La tentación era grande.
Aunque muchos llegaron
al país en medio de la política de «puertas abiertas» con el propósito de
trabajar en el campo, su inclusión fue en las ciudades. Estos inmigrantes
desempeñaron un papel clave en la construcción de las urbes y de la vida
citadina a mitad del siglo XX.
En 1941 había 94.000
extranjeros, en 1951 sumaban 208.000, cuatro veces más, y en 1961 eran 541.000.
En 20 años habían llegado más de 500.000 (33).
Durante la gran bonanza
petrolera de los años setenta, el atractivo de la riqueza que desbordaba a
Venezuela volvió a traer nuevas corrientes migratorias. El país reactivó los
mecanismos de oclusión e impuso la exigencia de visa y controles férreos, los cuales
nunca fueron eficientes, y a la sociedad no le importaban, pues aceptaba a los
forasteros con generosidad. Llegaron inmigrantes del Cono Sur huyendo de las
dictaduras, de Colombia esquivando la guerra interna, y de Portugal los que
habían salido de las antiguas colonias de África empujados por la independencia
y las guerrillas.
A partir de los años
ochenta el flujo cambió y se inició un proceso sostenido de retorno de muchos
inmigrantes a sus países de origen o su mudanza a otras naciones. También se aceleró
la salida de sus hijos o nietos venezolanos, quienes habían heredado la
nacionalidad de sus ancestros. Entre 1981 y 1991 se redujo en varias decenas de
miles el número de españoles, italianos y de otros países europeos. Fueron
entonces las condiciones económicas del país las que forzaron sus salidas.
El siglo culminó con el
levantamiento de la oclusión política de los extranjeros en la participación
política local. La Constitución de 1999 les dio el derecho al voto en las
elecciones parroquiales, municipales y estadales, a quienes tenían más de 10
años viviendo en el país. Se culminaba así un ciclo de inclusión en la materia.
La inclusión del
mestizaje
Cuenta Augusto Mijares
una historia ubicada a comienzos del siglo XX según la cual una señora encopetada
y con muchas ínfulas, indagaba con su criada acerca de la «blanquitud» de unos
vecinos. La interpelaba preguntándole: ¿Y son blancos, blancos, blancos? A lo
que la criada respondía: Mire, doña, esos tres toques los soportan muy pocas
familias en Venezuela (34).
En el país, el
mestizaje es una realidad social y una ideología de la inclusión que se hizo
realidad en el siglo XX. El reconocimiento de esta realidad ha estado presente
desde los tiempos de la Independencia y fue una respuesta a la oclusión racial
que tenía la Corona española y que había llevado hasta los juicios de pureza de
sangre. El proceso de emancipación de los esclavos y las guerras internas, con
su consiguiente movilización de la población, habían empujado el mestizaje.
Pero en esta centuria la unión del país a través de las carreteras y el proceso
de migración interna, lo convirtieron en una realidad biológica y cultural, la
población se podía reconocer en su diversidad y se aceptaba. Ciertamente, al
inicio del siglo, todavía en muchos pueblos andinos las personas salían a la
calle a observar con curiosidad algún negro recién llegado de las tierras
bajas. Pero eso se fue disipando, y apareció en la cultura local el orgullo del
mestizaje como una poderosa herramienta ideológica capaz de contener las
embestidas del racismo. Ser mestizo era un orgullo, pues eso era ser venezolano
(35). Claro, no era del todo verdad, pero funcionaba como una contención
pública a la oclusión.
A mitad del siglo,
Andrés Eloy Blanco escribió su reclamo y pidió que en las iglesias se pintaran
angelitos negros comiendo mangos por los caminos del cielo. El éxito del poema
en la sociedad recogía un sentimiento generalizado de inclusión social, que
rechazaba en los discursos y los comportamientos públicos, cualquier conducta
que pudiera tener un tufo de racismo.
En el país el color de
la piel ha estado históricamente asociado a una condición de clase o de estrato
social. La representación mostraba que los blancos eran ricos y los de tez
oscura pobres. Eso no era exactamente así, pues no todos los blancos eran
educados, propietarios ni ricos. De hecho, la mayoría de ellos eran pobres.
Pero tampoco todos los morenos o negros eran obreros, pobres y sin educación.
El mestizaje y el ascenso social habían dado resultados positivos.
Dos procesos ocurrieron
a mediados del siglo XX que alterarían las dinámicas del mestizaje. El primero
fue el surgimiento de una amplia clase media. El impulso de la educación y del
crecimiento del empleo urbano provocó una movilidad social generalizada que
ubicó en un rol social más prestigioso a muchos mestizos. Y el segundo, la
llegada masiva de inmigrantes europeos, quienes si bien podían resistir los
tres toques de la señora con ínfulas, eran trabajadores, poco educados y, la
mayoría, ciertamente pobres. En la segunda mitad de la centuria esos dos
procesos contradictorios perturbaron la concomitancia que había existido entre
clase y color de piel, y favorecieron la inclusión en el país.
A fines de siglo pasado
realicé varias encuestas en las cuales pedía a los consultados que se
definieran a sí mismos en un gradiente de distintos tonos de piel. Los
resultados fueron que una cuarta parte declaró que se consideraba blanco (24%);
un 29% se reconocía como mestizo o trigueño; un 36% mulato o moreno y un 5%
negro. Fuera del gradiente, estaba la categoría de los indígenas, y un 2% la
asumió. Un 3% no quiso responder. Si sumamos los mestizos y mulatos, tenemos
que representan un poderoso 65% del país (36).
Al finalizar el siglo
otros dos procesos muy diferentes tendieron a frenar el valor del mestizaje
como mecanismo de inclusión social. Uno fue el ascenso social de los
descendientes de los migrantes, quienes se hicieron clase media o ricos, y
comenzaron a defender su «blanquitud». Y otro, el surgimiento del movimiento
afrovenezolano y su defensa de la negritud.
La ideología del
mestizaje se debilitó, y con ello la inclusión, pues así como el racismo es la
ideología de la exclusión sin fundamento, la del mestizaje es la inclusión con
algún fundamento, y muchas esperanzas.
La inclusión religiosa
Venezuela nació como
una república excluyente desde el punto de vista religioso. La Constitución de
1811 afirmaba categóricamente que «La Religión, Católica, Apostólica, Romana,
es también la del Estado y la única y exclusiva de los habitantes de
Venezuela», y subrayaba que no permitiría «jamás en todo el territorio de la
Confederación, ningún otro culto público, ni privado, ni doctrina contraria a
la de Jesucristo».
Esta situación fue
cambiando a lo largo del siglo hasta consentir la «libertad de cultos» y al
mismo tiempo restringir el poder de los grupos religiosos católicos, las más de
las veces por motivaciones políticas, derivadas de la asociación de los
catolicismos con la Corona española. Aunque desde 1834 se permitía operar a la
iglesia anglicana, en reconocimiento al apoyo recibido durante la Guerra de
Independencia, y su cementerio funcionaba desde 1834, hasta 1874 la única
religión aceptada oficialmente era la católica. Y no fue sino hasta la década
siguiente cuando se quebró la oclusión y se permitió a otros credos realizar el
culto fuera del templo, en las calles.
La inclusión religiosa
también tenía su inspiración en el espíritu laicista que se expandía por
Europa. Si bien la Ley del Patronato Eclesiástico de 1824 estuvo vigente por
140 años, hasta 1964, las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado
fueron cambiando durante esos años. La idea de la «república» como entidad
incluyente de todos los ciudadanos se fue propagando desde fines del siglo XIX
hasta el XX. La decisión de Guzmán Blanco de traspasar de la Iglesia católica
al Estado la protocolización de los tres actos vitales fundamentales, como el
nacimiento, el matrimonio y la defunción, representó un mecanismo de inclusión
impulsado por el laicismo republicano.
Sin embargo, ese mismo
laicismo había promovido la exclusión de los grupos religiosos católicos,
porque en el fondo no estaba inspirado en una idea de la inclusión por la vía
de la libertad de cultos, sino en un sentimiento antirreligioso, muchas veces
atribuido a la masonería. Por eso, al comienzo del siglo y recién instalado en
el poder en 1900, Cipriano Castro derogó el decreto de Guzmán Blanco que
prohibía los seminarios y se inició una apertura en el área. Retornaron al país
las congregaciones religiosas, entre ellas los jesuitas, quienes llegaron en
1916 a encargarse de un seminario, y otras se dedicaron a la educación: las
hermanas del Tarbes abrieron su colegio en El Paraíso en 1902, y los hermanos
de La Salle inauguraron su plantel en Tienda Honda en 1922. Ya en los años
cuarenta, cerca de la mitad de los estudiantes de bachillerato en el país
cursaba sus estudios en colegios católicos.
Esa apertura no
significaba un retroceso en la separación entre la Iglesia y el Estado, sino la
inclusión de otros cultos y la expansión del espacio no religioso de la
república. La ley del divorcio de 1904 lo confirmó de una manera importante y
progresista, pues aunque hubo protestas en el clero y la Primera Conferencia
Canónica de ese mismo año defendió el «matrimonio cristiano», se mantuvo la
decisión republicana que impulsaba la inclusión legal de las nuevas familias
recompuestas después de una separación.
Otra inclusión
importante se derivó de la modificación de la Ley de Patronato Eclesiástico de
octubre de 1911, la cual extendió su cobertura hacia los cultos no católicos.
Si bien sus consecuencias prácticas parecen haber sido pocas, significó un
reconocimiento de la diversidad religiosa en el país que estuvo vigente durante
casi toda la centuria.
El siglo XX fue un
tiempo de inclusión religiosa, al país llegaron y se establecieron diversas
creencias religiosas, sin restricciones de las autoridades ni rechazo por parte
de la población. Aunque los judíos tuvieron una dificultad de ingreso al país
entre 1934 y 1950, la norma no se cumplió estrictamente ni tampoco se molestó a
los que previamente se habían instalado en el estado Falcón o en Caracas.
Ashkenazis y sefardíes crecieron y pudieron construir sinagogas y fundar
escuelas. Durante los años cincuenta, junto con la gran inmigración europea, se
autorizó nuevamente la entrada de religiosos católicos extranjeros. Y con esa
apertura no solo llegaron más judíos, sino también ortodoxos rusos, serbios,
griegos. Los musulmanes se incrementaron con las migraciones de sirios,
libaneses y guyaneses que se instalaron en las ciudades del interior del país y
fundaron un Centro Islámico. Eran comerciantes minoristas y en su mayoría
sunitas. Luego, por las alianzas políticas derivadas de la presencia de
Venezuela en la OPEP y la riqueza de los años setenta, esa inmigración
musulmana aumentó y se diversificó, y se facilitó la construcción de la gran
mezquita de Caracas que abrió sus puertas en 1993.
Las distintas
denominaciones evangélicas o protestantes fueron, después del católico, los
grupos religiosos más grandes del país y su crecimiento ocurrió a expensas de
la feligresía católica, que se redujo en el último cuarto de siglo. Para fines
del XX, los católicos representaban el 87% de la población, las denominaciones protestantes
que estaban creciendo a expensas del catolicismo constituían el 6% y otro 6%
declaró que creía en Dios sin pertenecer a una religión (37).
La presencia de
cristianos no católicos en las zonas indígenas constituyó un motivo de
controversia desde mediados del siglo, pues misiones católicas y dirigentes
políticos exigieron su exclusión de estas áreas. Los argumentos eran muy
variados, desde la tutela que debía ejercer el Estado sobre ellos y las
autorizaciones previas a los capuchinos, hasta la protección de la soberanía
nacional de los agentes extranjeros. Sin embargo, la política de no exclusión
se mantuvo, y las Comisiones Indígenas autorizaron el ingreso de grupos
evangélicos a estos territorios. Incluso a los integrantes de las New Tribes Mission,
acusados de manipulación psicológica, espionaje militar y extracción de
minerales, nunca se les retiraron sus visas ni se les prohibió su presencia
durante el siglo XX.
A partir de 1967 otra
denominación religiosa cristiana no católica, los mormones, inició una nueva
labor misionera, pero orientada hacia la clase media urbana y profesional.
Ellos tuvieron una aceptación importante y lograron crear varias «estacas» en
el interior del país y al concluir el siglo, en 1999, construyeron su templo en
una urbanización de clase media de Caracas.
A pesar de todos esos
procesos de inclusión, a finales del siglo XX, muchos líderes religiosos
protestantes consideraban que no había una verdadera libertad de culto, sino
apenas una tolerancia religiosa, pues el poder siempre actuaba junto al
catolicismo (38).
La tendencia a la
inclusión religiosa se mantuvo a lo largo del siglo, esencialmente en la forma
de libertad, es decir, que la religión no fuera un motivo de exclusión social.
Aunque en diversos momentos, la identificación de la identidad nacional con el
catolicismo permitió que algunos conflictos de tipo social o político tomaran
una forma religiosa nacionalista y llevaran a la exclusión, unas veces contra
los sacerdotes por españoles, y otras contra los protestantes por gringos.
En el espíritu
republicano solo se mantuvo una exclusión, y no de fe religiosa, sino de
oficio. Desde 1947 se exigió ser seglar para poder optar por la Presidencia de
la República. Confirmando así el carácter no religioso del Estado.
A finales del siglo,
los colegios católicos, donde por años se había exigido la presentación de la
fe de bautismo para la inscripción de sus nuevos alumnos, eliminaron ese
mecanismo de exclusión. Y aunque las instituciones continuaban siendo
cristianas, podían asistir alumnos de cualquier religión o de ninguna. Con sus
bemoles e insatisfacciones, la inclusión religiosa se consolidó.
La inclusión en el
Ejército
La oficialidad militar
fue tradicionalmente una ocupación excluyente que solo era posible para la aristocracia
de un país que podía darse el lujo de formarse en las artes militares. En
Venezuela, después de Simón Bolívar, Carlos Soublette y Santiago Mariño, el
Ejército tuvo una composición social diferente. Y así fue desde José Antonio
Páez y sus llaneros hasta el fin de siglo, cuando las montoneras de Cipriano
Castro y Juan Vicente Gómez derrocaron al gobierno.
Aunque hubo algunos
militares con estudios, como Francisco Linares Alcántara, el hijo del
presidente homónimo, quien estudió en West Point y luego participó en la
invasión del Falke, la mayoría de los grados militares se ganaban en el campo
de batalla, sin estudios y con ejércitos privados que eran pagados con los
recursos de los propietarios de la tierra o de los banqueros.
En el siglo XX se integra
un Ejército Nacional, pues se requería un control más eficiente del territorio.
Con ese propósito se creó la Academia Militar, en 1910, para la formación de
los oficiales, con profesores de una misión militar chilena, y la Escuela de
Clases de La Grita con el fin de capacitar al personal militar de apoyo. Ambos
centros educativos recibieron principalmente hombres provenientes de la región
andina.
A diferencia de otros
países de América, en los que existía un proceso de exclusión social, pues
había que pagar por la formación en las escuelas militares, y por lo tanto solo
las familias con recursos podían financiar los estudios de sus hijos en esa
carrera, en Venezuela, en el siglo XX, las academias militares fueron gratuitas
y por lo tanto inclusivas.
A pesar de que esa
inclusión nunca fue completa, pues la preferencia regional hizo que por un
tiempo se excluyeran a los no andinos y, años después, las preferencias
políticas llevaron a que se relegaran a los de otras simpatías partidistas, la
tendencia del siglo fue a la inclusión y a la construcción de unas Fuerzas
Armadas profesionales.
Para combatir las
exclusiones previas, durante la «Revolución de Octubre» se suprimieron todos
los cargos por encima de mayor, muchos de ellos militares «chopo ‘e piedra» y a
quienes se presumía vinculados con el gomecismo. Para evitar el regionalismo,
durante el gobierno de Rómulo Gallegos se crearon cuotas por estados, para que
candidatos de otras regiones del país pudieran ingresar en la carrera militar
(39).
El mecanismo de
exclusión que fue tomando relevancia en el Ejército fue el nivel educativo de
los candidatos. Los oficiales graduados en las academias fueron colocados en
posiciones de mando. Se crearon las academias de la Aviación en Maracay y de la
Marina en Puerto Cabello. Y con el tiempo se aumentaron los requisitos para el
ingreso: de tener estudios de primaria, se pasó a exigir el tercer año aprobado
y luego el bachillerato. Esta capacitación académica tuvo mayor relevancia que
la destreza física.
La difusión de la
educación pública gratuita a lo largo del siglo permitió a una mayor cantidad
de población tener acceso a esos niveles educativos, y así ampliar sus
posibilidades de inclusión en el Ejército. Más adelante, a los cadetes
admitidos se les daba una beca modesta que les permitía cubrir sus gastos
personales, pero de cualquier modo las diferencias sociales de sus familias de
origen se hacían sentir, y no solo por los bienes adicionales que podían
consumir, sino también por las habilidades y cultura que habían adquirido en la
mesa familiar.
Eso dio una composición
social diferenciada de los distintos cuerpos de las Fuerzas Armadas. Un amplio
grupo de individuos originarios de sectores de menos ingresos pertenecía a la
Guardia Nacional, una composición mixta se encontraba en el Ejército, y un
mayor número de clase media estaba en la Aviación y en la Armada. La razón de
esta distinción en la inclusión fue educativa y cultural, pues para los
estudios de la Marina y la Aviación se requería una capacitación en matemáticas
y otras materias científicas que solo se obtenía en los mejores liceos y
colegios privados, a los cuales accedían sobre todo los sectores medianamente
pudientes de las ciudades grandes.
La estructura militar
no obstruía, sino que más bien permitía el ascenso en la jerarquía militar por
la vía de los estudios y los méritos. La Escuela de Clases de La Grita formó
sargentos que luego pasaron a ser oficiales y llegaron a los rangos más altos.
A lo largo del siglo fue posible que un soldado adiestrado se convirtiera en
clase, y de allí fuera suboficial y oficial. Generales de División comenzaron
su vida militar como soldados y oficiales vicealmirantes la iniciaron como
marineros (40).
Los mecanismos de
inclusión y exclusión hacia finales de siglo fueron más de tipo político y
familiar. Las comisiones de Defensa de las cámaras de diputados o de senadores
empezaron a responder a criterios políticos, pero luego derivaron hacia
intereses de los partidos políticos y después a las camarillas comerciales o
familiares de esos partidos.
Al final del siglo, en
la Constitución de 1999 se restableció el fuero militar que había sido
eliminado en 1830; se convirtió así a los militares en un sector de ciudadanía
distinta, que solo puede ser juzgada en los tribunales militares, y se crearon
unos privilegios para la oficialidad que esta no había disfrutado durante toda
la centuria.
Isla Zapara, estado Zulia. De la serie: Venezuela cotidiana, 2002. Aaron Sosa. ©Archivo Fotografía Urbana
La inclusión en el
futuro
La suma de estas
inclusiones, y otras más, ofreció a la población venezolana una gran inclusión
en el futuro. Las personas fueron experimentando y creyendo que podían tener un
mañana siempre mejor. Un futuro prometedor con mejor educación, salud y
bienestar. Era un mañana que se proyectaba como eternamente mejor.
La inclusión en el
futuro significó unas circunstancias materiales que les permitieron a los
individuos tener mayores posibilidades de ejercer sus capacidades y ampliar sus
libertades. Y también, la actitud abierta y optimista de que el mañana se
encontraba lleno de oportunidades que eran accesibles; tal vez podían
presentarse obstáculos, pero eran franqueables con el esfuerzo o la maña.
Las mejoras en la salud
de la población significaron una inclusión en el futuro, pues ampliaban el
derecho a la vida y a la larga vida. La mortalidad infantil se redujo de una
manera abismal, a los recién nacidos se les había incluido en el futuro. La
tasa de mortalidad general bajó de 13,38 óbitos por cada 1.000 habitantes en
1950 a 4,86 a fines del siglo. La esperanza de vida se había alargado, los
hombres fueron incluidos en 29 años más de vida y las mujeres en 34 años. La
probabilidad de alcanzar la vejez había aumentado, a los venezolanos se les
había incluido en la ancianidad.
La salud estuvo
acompañada de la educación, de la inclusión en el saber y en las destrezas para
manejarse con el lenguaje escrito. A comienzos de siglo, 70 de cada 100
venezolanos no sabía leer ni escribir, al final del siglo solo nueve de cada
100 eran analfabetos. La inclusión en la educación daba pericia, pero también
proporcionaba identidad, no era solo un hacer, sino un modo de ser, era el
orgullo de no sentirse excluido, ni tener la vergüenza de firmar con la huella
o simular y pedirle a la señorita, «por favor, léame el documento, pues se me
quedaron los lentes».
El siglo ofreció
también la inclusión en el consumo de los beneficios materiales de la
modernidad. La dotación de electricidad doméstica, que todavía en 1940 estaba
restringida a unas partes de las ciudades, se expandió por todo el territorio.
Y eso fue posible porque la oferta de 155 kilovatios hora por persona (kW.h) de
1950, se incrementó a 3.441 kW.h en 1993, duplicando el promedio de América
Latina que era de 1.418 kW.h por persona (41). Venezuela era el país con
mayor producción y consumo eléctrico, y la inclusión eléctrica llegó a la casi
totalidad de viviendas en los barrios pobres del país.
Con la electricidad fue
posible acceder a la radio y la televisión. Para 1997 existían 653 emisoras de
radio; el estado con menos radiodifusoras era Delta Amacuro y tenía cuatro
estaciones. La radio ofrecía una inclusión en la modernidad y apoyaba el
sentido del nosotros nacional, era el vínculo para expresar las demandas y
soñar con las respuestas. Y después se multiplicaron las estaciones y los
receptores de televisión. Para 1997 funcionaban 214 canales de televisión
ubicados en todos los estados del país. De ellos, 114 eran VHF, 32 UHF y 38 por
suscripción (42). La inclusión en la vida urbana la simbolizaban la nevera y el
televisor, y a veces primero la pequeña pantalla.
Para 1913 se tenía una
tasa de dos líneas telefónicas por cada 1.000 habitantes, que representaba la
mitad del promedio de América Latina. Para 1970 eran 38 líneas y a finales de
siglo se llegó a 92, cuando la media regional era de 89 por cada 1.000
habitantes. Pero esas conexiones solo incluían a la ciudad formal. Los barrios
informales estaban excluidos del servicio telefónico.
Las líneas fijas de
teléfono y las televisoras por cable tenían una marca de exclusión social, pues
en la mitad pobre de las ciudades nunca se instalaron las redes de conexión.
Pero la llegada del teléfono celular y de la televisión satelital cambió el
panorama. La tecnología más sofisticada, y que podía haber sido la más
excluyente, se convirtió en el mecanismo de inclusión en el consumo tecnológico
más notable. Los habitantes de las zonas rurales y los barrios más pobres y
aislados, fueron incluidos en el mundo a través de la televisión por satélite,
y el celular se convirtió en el teléfono de los pobres. Al cerrar el siglo,
había en el país 2,5 millones de líneas telefónicas fijas y 5,4 millones de
teléfonos móviles (43).
Los venezolanos que
habían comenzado el siglo usando alpargatas, lo terminaron con zapatos y un
teléfono móvil en el bolsillo. Las evidencias los habían convencido de que el
futuro siempre tenía que ser mejor y que ellos se lo merecían. La actitud hacia
la vida era de un optimismo avasallante.
De la exclusión
injustificada a la inclusión inmerecida
El siglo XX fue un
quiebre continuo de las exclusiones injustas. Una a una se fueron derrumbando
las barreras, aunque no todas, ni de manera absoluta. La acción política
adecuada, el esfuerzo colectivo, la renta petrolera y un sistema populista de
conciliación lo permitieron (44).
También, esas mismas
políticas y esa riqueza petrolera propiciaron muchas inclusiones inmerecidas.
Inmerecidas porque no se basaron en un esfuerzo individual o colectivo, sino en
azares externos, en los regalos del político de turno o en los conflictos
internacionales. La industria petrolera llegó a ser el producto de un esfuerzo
colectivo, pero la gran fortuna de los años setenta fue el resultado de un
factor externo, no atribuible a los venezolanos, sino a las guerras del Medio
Oriente. La movilidad social y el nivel de vida que se alcanzaron no tenían una
base sólida.
A finales de siglo, la
sensación de pérdida de bienestar y la insatisfacción se instalaron, y los
conflictos sociales se acentuaron. Había una explicación: el crecimiento
sostenido del salario real que se había experimentado desde los años cincuenta,
no solo se había detenido, sino que presentó una caída sostenida durante las
últimas dos décadas del siglo. Y fue así porque el producto interno bruto per
cápita de Venezuela, que desde los años cincuenta (974 dólares) y hasta los
años ochenta (1.533 dólares) había sido el más alto de América Latina, se
redujo, y en 1995 (1.248 dólares) se ubicaba por debajo del de Argentina (1.402
dólares) y Chile (1.248 dólares). Igual a como lo había sido a comienzos de
siglo (45).
Las expectativas de un
mañana futuro mejor se estaban derrumbando y las personas lo reclamaban. No
protestaban porque estuvieran contra la inclusión que habían vivido, sino
porque querían estar más incluidos. La gente no quería bajarse del tren de la
inclusión y la modernidad, deseaba mantenerse allí, que no se le abandonara
afuera.
Una enseñanza que deja
el siglo es que las inclusiones sociales deben ser sostenibles, y por eso las
materiales deben fundarse en el esfuerzo individual y en la producción
colectiva de riqueza. Y las inmateriales, en las transformaciones culturales
participativas. Esa es una tarea pendiente.
Con sus falencias, el
balance del siglo muestra que la inclusión convirtió a Venezuela en una
sociedad más democrática social y políticamente, mucho más abierta, libre e
igualitaria.
En las primeras décadas
del siglo XXI, nuevas y peores exclusiones lacerarían al país. Tantas y tan
aciagas, que se añoran los problemas y las bondades inclusivas del siglo XX.
***
1 Profesor Titular de
Sociología de la Universidad Central de Venezuela. Director del Laboratorio de
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Humberto HERNÁNDEZ CALIMAN, Los de afuera: un estudio analítico del
proceso migratorio en Venezuela 1936-1985, Caracas, Cepam, 1985.
32 Catalina BANKO, «Un
refugio en Venezuela: los inmigrantes de Hungría, Croacia, Eslovenia, Rumania y
Bulgaria», Tiempo y Espacio, 2016, 26(65), 63-75.
33 Miguel BOLÍVAR
CHOLLET, Sociopolítica y censos de población en Venezuela, del
censo «Guzmán Blanco» al censo «Bolivariano», Caracas, Academia
Nacional de la Historia, 2008.
34 Augusto
MIJARES, «Sobre estructuración social en Venezuela», Lo afirmativo venezolano, Caracas,
Editorial Dimensiones, 1960: 143-149.
35 Winthrop WRIGHT, Café
con leche: race, class and national image in Venezuela, Austin, University of
Texas Press, 1993.
36 Roberto
BRICEÑO-LEÓN, «Raza y racismo», La modernidad mestiza. Estudios de
sociología venezolana, Caracas, Editorial Alfa, 2018: 253-285.
37 Lacso, Estudio
de condiciones sociales y violencia, 1997.
38 David SMILDE,
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Latin America. The challenge of religious pluralism, Maryknoll, Orbis Book,
1999: 277.
39 Domingo IRWING e
Ingrid MICETT, Caudillos, militares y poder. Una historia del
pretorianismo en Venezuela, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2008.
40 Fueron los casos del
VA Lanz Castellanos, quien se inició como marinero, y del GD (Ej.) Prato Navas,
quien comenzó su vida militar como soldado.
41 Pablo ASTORGA y
Valpy FITZGERALD, «Statistical Appendix», op. cit., 364.
42 Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo, Informe sobre Desarrollo Humano 2000,
Caracas, OCEI-UNDP, 2000.
43 UIT, Informe
sobre desarrollo mundial de telecomunicaciones 2002, Ginebra, IUT, 2002.
44 Juan Carlos REY, «La
democracia venezolana y la crisis del sistema populista de
conciliación», Revista de Estudios Políticos, 1991: 74 (533-578).
45 Shane HUNT, «América
Latina en el siglo XX. ¿Se estrecharon las brechas o se ampliaron
más?», Desarrollo económico y bienestar. Homenaje a Máximo Vega Centeno,
Lima, Libros PUCP, 2009: 20-53.
24-01-21
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