Tulio Hernández 30 de enero de 2021
Una prueba fehaciente de cómo la democracia entró en
desgracia en Venezuela la encontramos en el hecho de que el pasado sábado ni la
Asamblea Nacional espuria de los chavistas ni la legítima —en la que los
sectores democráticos son mayoría— hicieron el más mínimo gesto para conmemorar
el 63 aniversario del 23 de enero. Tampoco, que me haya enterado, ninguna
embajada, gobernación o concejo municipal del gobierno usurpador o de la
resistencia democrática.
Hay que recordarlo. Así como el 4 de febrero de 1992
es el día más triste e infame de nuestra vida política del siglo XX, el 23 de
enero de 1958 —lo deberíamos saber todos— es, probablemente, el día más importante
y feliz del siglo que se fue.
No solo porque, sin grandes derramamientos de sangre,
Venezuela logró salir de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez sino porque desde
entonces, por primera vez en toda su historia republicana, comenzó una saga de
gobiernos democráticos que no fueron interrumpidos, como ya era un asunto
normal en Venezuela, por asonadas militares.
Gracias al temple y astucia de Rómulo Betancourt —el
primer presidente civil electo democráticamente que logró terminar el período
para el que había sido elegido sin ser derrocado por las Fuerzas Armadas— en
1958 comenzó una saga de gobiernos democráticos que, durante 40 años
ininterrumpidos, logró mantener a raya a los milicos del ejercicio de la
primera magistratura.
Claro que no fue nada fácil. Los militares golpistas
no se resignaban a perder el poder y a la naciente democracia le disparaban
desde la derecha y desde la izquierda. Pero Betancourt y los militares
constitucionalistas, que los había y los hubo por muchos años, resistieron y
derrotaron en el campo de batalla siete intentos de golpes de Estado, un
atentado con dinamita contra el jefe de gobierno, un movimiento guerrillero y
sucesivas huelgas generales convocadas con el propósito de desestabilizar el
país.
Desde Cuba comunista, Fidel Castro impulsaba la
guerrilla. Desde República Dominicana, el dictador Rafael Leonidas Trujillo
organizó el magnicidio con una bomba en la avenida Los Próceres de Caracas del
cual Betancourt salió vivo por puro milagro. El perezjimenismo atacó en 1960
con un fallido golpe de Estado conducido desde el Táchira por el general Castro
León. Luego, otros golpes de Estado fueron sucediéndose uno tras otro, pero
ahora organizados por militares de izquierda apoyados por civiles del Partido
Comunista de Venezuela (PCV).
El ciclo terminó en 1962 con dos asonadas, el
Carupanazo y El Porteñazo, ambas cruentas, ambas aplastadas sin titubeos por
las fuerzas militares leales a la Constitución. El Porteñazo dejó la terrible
cifra de 400 muertos y más de 1.000 heridos y constancia de la crueldad de la
que eran capaces los militares insurgentes en su afán de hacerse del poder. Y
así, peleando contra el enemigo de siempre, los políticos armados –militares y
guerrilleros–, la democracia triunfó y Venezuela por primera vez en toda su
historia experimentó la vida libre y la convivencia pacífica que permite la
democracia.
El país se modernizó y, en el doble sentido del
término, se civilizó. Mientras en otras partes de América Latina se sucedían
guerrillas, guerras civiles y dictaduras militares, Venezuela se convirtió,
junto a Costa Rica, en el gran oasis en un continente donde los nombres de
Somoza, Pinochet, Stroessner, Bordaberry, la dictadura perfecta del PRI, las
guerrillas colombianas, las guerras civiles de Centroamérica, poblaban de
escenarios sangrientos el mapa desde el sur del Río Grande hasta la
Patagonia. Nuestro país conocía la paz.
Hasta que Hugo Chávez entró en escena en 1992 y en
1999 los militares regresaron a Miraflores. Primero, disfrazados de civiles,
por elecciones, no por balas. Y luego, sin antifaz, a medida que el felón
barinés consolidaba su poder, abiertamente vestido de militar presidiendo los
desfiles “patrios” de Los Próceres en el más puro estilo perezjimenista:
uniforme de gala, Cadillac descapotable, condecoraciones en el pecho hinchado,
comandante en jefe ordene.
Y la democracia se acabó. Chávez la mantuvo por años
en terapia intensiva. Agonizante. Luego el bachiller Maduro, su heredero, se
encargó de la muerte. Hizo de enterrador. Pero el bachiller y sus aliados no
despacharon a la democracia con un tiro de gracia como hacían en el siglo XX
las dictaduras militares latinoamericanas clásicas. Tampoco la ametralló en un
paredón, como las revoluciones comunistas a la cubana. El sucesor del teniente
coronel le cerró el ataúd al joven modelo político venezolano de un modo más
sofisticado.
Como en las corridas de toros, donde se sacrifica al
animal en el centro del ruedo y a la vista de todos, Nicolás Maduro Moros le
clavó en el cuello una puntilla al astado agónico eliminando el parlamento
libremente electo, mientras los banderilleros, casi todos militares de uniforme
verde oliva y escudos antimotines, lo distraían con sus capotes.
Al final el toro daba embestidas cortas como última
defensa. Pero igual terminó desplomado en la arena hecho restos mortales. El
cuerpo sin vida de la democracia lo pasearon arrastrado por el ruedo mientras
las barras de venezolanos vestidos de rojos con boinas aplaudían a rabiar. Y
los gobiernos aliados –la teocracia iraní, el neoautoritarismo ruso de Putin,
la dictadura de Erdogan en Turquía, el estatismo capitalista salvaje chino
junto al dinosaurio del comunismo cubano– aplaudieron igual. Y el Grupo de Puebla
–el último refugio de la izquierda marxista que intentó hacerse democrática,
pero no pudo– también.
Todos juntos, en el palco presidencial –Samper,
Zapatero, el juez Garzón, Evo Morales, Pepe Mujica, Dilma Ruseff, Daniel
Ortega– de pie sacaban sus pañuelitos rojos y gritaban: “¡Torero, torero!”,
mientras el matador de poblados bigotes que caminaba de puntillas mostrando la
montera en una mano y en la otra la espada aún humedecida de rojo –su color
favorito– recibía los vítores de la multitud enfebrecida por el olor
sacrificial de la sangre.
Y así llegamos al 23 de enero de 2021, sin nadie
–salvo algunos artistas o escritores– que recuerde la épica colectiva de un
país que logró derrocar una dictadura, no a través de un golpe de Estado
clásico sino de un movimiento de arraigo popular donde participaron por igual
los militares que querían democracia; los partidos políticos de izquierda,
derecha y centro; los sindicatos organizados; la jerarquía eclesiástica;
sectores empresariales y movimiento estudiantil, todos juntos en una misma
causa que, pareciera, ya nadie quiere recordar.
Una épica que se ha ido esfumando en el tiempo.
Porque, incluso cuando la democracia estaba viva, los dos grandes partidos que
la conducían jamás tuvieron el cuidado de dedicarse a crear una memoria y poner
en valor a unos líderes forjadores que, a fuerza de sufrimiento, exilios y
cárceles, pero también de pensamiento, capacidad organizativa y reflexión,
crearon un modelo político que le dio derecho al voto, participación y una
buena dosis de bienestar a todos los pobladores antes excluidos, incluyendo las
mujeres y los analfabetas.
Tal vez nunca supimos explicar que la democracia no
era gratis y que tampoco era eterna. Que había que cuidarla y protegerla como a
los amores y las plantas.
Ahora, tarde ya, es muy probable que haya muchos
venezolanos que crean que el 23 de enero es solo una barriada populosa de
Caracas. Ruiz Pineda una vecindad de Caricuao. Rómulo Betancourt el nombre ya
eliminado del antiguo Parque del Este. Y democracia, una cosa que existió, pero
ya no se sabe ni donde, ni cuándo.
Ahora nos toca comenzar de nuevo y recuperar la
memoria.
Tulio
Hernández
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