Francisco Fernández-Carvajal 30 de enero de 2021
@hablarcondios
— Cristo ha venido a librarnos del demonio y del
pecado.
— La malicia del pecado.
— El carácter liberador de la Confesión. La lucha para
evitar los pecados veniales.
I. El Evangelio de
la Misa de este domingo1 nos
habla de la curación de un endemoniado. La victoria sobre el espíritu inmundo
–eso significa Belial o Belcebú, nombre que se asigna en la Escritura al
demonio2– es una señal más de la llegada del Mesías, que viene a
liberar a los hombres de su más temible esclavitud: la del demonio y el pecado.
Este hombre atormentado de Cafarnaún decía a
gritos: ¿Qué hay entre nosotros y tú, Jesús Nazareno? ¿Has venido a
perdernos? ¡Sé quién eres tú, el Santo de Dios! Y Jesús le mandó con
imperio: Calla, y sal de él. Y se quedaron todos estupefactos.
No se excluye –enseña Juan Pablo II– que en ciertos
casos el espíritu maligno llegue incluso a ejercitar su influjo no solo sobre
las cosas materiales, sino también sobre el cuerpo del hombre, por
lo que se habla de «posesiones diabólicas»3.
No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos,
ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos
hechos o intervenciones directas al demonio; pero en principio no se puede
negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás pueda llegar a esta
extrema expresión de su superioridad4.
La posesión diabólica aparece en el Evangelio acompañada ordinariamente de
manifestaciones patológicas: epilepsia, mudez, sordera... Los posesos pierden
frecuentemente el dominio sobre sí mismos, sobre sus gestos y palabras; en
ocasiones son instrumentos del demonio. Por eso, estos milagros que realiza el
Señor manifiestan la llegada del reino de Dios y la expulsión del diablo fuera
de los dominios del reino: Ahora el príncipe de este mundo va a ser
arrojado fuera5.
Cuando vuelven los setenta y dos discípulos, llenos de alegría por los
resultados de su misión apostólica, le dicen a Jesús: Señor, hasta los
demonios se nos someten en tu nombre. Y el Maestro les contesta: Veía
yo a Satanás caer del cielo como un rayo6.
Desde la llegada de Cristo el demonio se bate en retirada, aunque es mucho su
poder y «su presencia se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad
se alejan de Dios»7;
mediante el pecado mortal muchos hombres quedan sujetos a la esclavitud del
demonio8, se alejan del reino de Dios para penetrar en el reino de las
tinieblas, del mal; en un grado u otro, se convierten en instrumento del mal en
el mundo, y quedan sometidos a la peor de las esclavitudes. En verdad
os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado9.
Y el dominio del diablo puede adoptar otras formas de apariencia más normal,
menos llamativa.
Debemos permanecer vigilantes, para discernir y
rechazar las insidias del tentador, que no se concede pausa en su afán de dañarnos,
ya que, tras el pecado original, hemos quedado sujetos a las pasiones y
expuestos al asalto de la concupiscencia y del demonio: fuimos vendidos
como esclavos al pecado10.
«Toda la vida humana, individual y colectiva, se presenta como lucha –lucha
dramática– entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Es más: el
hombre se siente incapaz de someter con eficacia por sí solo los ataques del
mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas»11.
Por eso, hemos de dar todo su sentido a la última de las peticiones que Cristo
nos enseñó en el Padrenuestro: líbranos del mal, manteniendo a raya
la concupiscencia y combatiendo, con la ayuda de Dios, la influencia del
demonio, siempre al acecho, que inclina al pecado.
Además del hecho histórico concreto que nos muestra el
Evangelio, con la luz de la fe podemos ver en este poseso a todo pecador que
quiere convertirse a Dios, librándose de Satanás y del pecado, pues Jesús no ha
venido a liberarnos «de los pueblos dominadores, sino del demonio; no de la
cautividad del cuerpo, sino de la malicia del alma»12.
«Líbranos, oh Señor, del Mal, del Maligno; no nos
dejes caer en la tentación. Haz, por tu infinita misericordia, que no cedamos
ante la infidelidad a la cual nos seduce aquel que ha sido infiel desde el
comienzo»13.
II. La experiencia
de la ofensa a Dios es una realidad. Y con facilidad el cristiano descubre esa
huella profunda de mal y ve un mundo esclavizado por el pecado14.
La Iglesia nos enseña que existen pecados mortales por
naturaleza –que causan la muerte espiritual, la pérdida de la vida
sobrenatural–, mientras otros son veniales, los cuales, aunque no
se oponen radicalmente a Dios, obstaculizan el ejercicio de las virtudes
sobrenaturales y disponen para caer en pecados graves.
San Pablo nos recuerda que fuimos rescatados a un
precio muy alto15 y
nos exhorta con firmeza a no volver de nuevo a la esclavitud; hemos de ser
sinceros con nosotros mismos, para evitar reincidir, avivando en nuestras almas
el afán de santidad. «El primer requisito para desterrar ese mal (...), es
procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al
pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la
cabeza– horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud,
hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas
claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces
por los que nos llega»16.
El pecado mortal es la peor desgracia que le puede
suceder a un cristiano. Cuando este se mueve por el amor, todo sirve a la
gloria de Dios y para servicio de sus hermanos los hombres, y las mismas
realidades terrenas son santificadas: el hogar, la profesión, el deporte, la
política... Por el contrario, cuando se deja seducir por el demonio, su pecado
introduce en el mundo un principio de desorden radical, que lo aleja de su
Creador y es causa de todos los horrores que en él se encuentran. Pidamos al
Señor esa pureza de conciencia que nos lleve a no cohonestar, a no
acostumbrarnos, a abominar de toda ofensa a Dios; hemos de hacer nuestro aquel
lamento –de fuerte sentido de desagravio– del profeta Jeremías: Pasmaos,
cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé. Un doble crimen ha
cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para excavarse cisternas
agrietadas incapaces de retener el agua17.
Aquí reside la maldad del pecado: en que los hombres, habiendo conocido
a Dios, no lo glorificaron como a Dios, sino que se envanecieron con sus
razonamientos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas..., dando culto y
sirviendo a las criaturas en lugar de adorar al Creador18.
El pecado, un solo pecado, ejerce, de una forma a
veces oculta y otras visible y palpable, una misteriosa influencia sobre la
familia, los amigos, la Iglesia y sobre la entera humanidad. Si un sarmiento
enferma, todo el organismo se resiente; si un sarmiento queda estéril, la vid
no produce ya el fruto que de ella se esperaba; es más, otros sarmientos pueden
también enfermar y morir.
Renovemos hoy el firme propósito de alejarnos de todo
aquello (espectáculos, lecturas inconvenientes, ambientes donde desentona la
presencia de un hombre, de una mujer que sigue a Cristo...) que pueda ser
ocasión de ofender a Dios. Amemos mucho el sacramento de la Penitencia y
enseñemos a amarlo con una profunda catequesis sobre este sacramento, y
meditemos con frecuencia la Pasión del Señor para entender más la malicia del
pecado. Pidamos al Señor que sea una realidad en nuestras vidas esa sentencia
popular llena de sentido: «antes morir que pecar».
III. Si
nos percatamos –nunca penetraremos bastante en la realidad del mysterium
iniquitatis que es el pecado– de la malicia de la ofensa a Dios, nunca
plantearemos la lucha en la frontera de lo grave y lo leve, pues el pecado
mayor está en «despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco
en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las
voces de Dios»19.
Los pecados veniales realizan este funesto efecto en las almas
que no luchan con firmeza para evitarlos, y constituyen un excelente aliado del
demonio, empeñado en dañar. Sin matar la vida de la gracia, la debilitan, hacen
más difícil el ejercicio de las virtudes y apenas se oyen las insinuaciones del
Espíritu Santo y, si no se reacciona con energía, disponen para faltas y
pecados graves. «¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados
veniales! —Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida
interior»20. Pidamos al Señor su luz, su amor, su fuego que nos
purifique, para no empequeñecer nunca la grandeza de nuestra vocación, para no
quedar atrapados en la mediocridad espiritual a la que lleva la lucha lánguida,
floja, ante las faltas veniales.
Para luchar contra los pecados veniales el cristiano
ha de darles la importancia que tienen: son los causantes de la mediocridad
espiritual, de la tibieza, y los que hacen realmente dificultoso el camino de
la vida interior. Los santos han recomendado siempre la Confesión frecuente,
sincera y contrita como medio eficaz contra estas faltas y pecados, y camino
seguro para ir adelante. «Ten siempre verdadero dolor de los pecados que
confiesas, por leves que sean –aconsejaba San Francisco de Sales–, y haz firme
propósito de la enmienda para en adelante. Muchos hay que pierden grandes
bienes y mucho aprovechamiento espiritual porque, confesándose de los pecados
veniales como por costumbre y cumplimiento, sin pensar enmendarse, permanecen
toda la vida cargados de ellos»21.
Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros
corazones22,
nos exhorta el Salmo responsorial de la Misa. Pidamos al
Espíritu Santo que nos ayude a tener un corazón cada vez más limpio y más
fuerte, capaz de rechazar todo lazo que oprima y de abrirse a Dios, como Él
espera de cada cristiano.
1 Mc 1,
21-28. —
2 Cfr. Mc 5,
2-9. —
3 Cfr. Juan
Pablo II, Audiencia general, 13-VIII-1986. —
4 Cfr. Juan
Pablo II, loc. cit. — 5 Jn 12,
31. —
6 Lc 10,
17-18. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 Cfr. Conc.
de Trento, Sesión XIV, cap. 1. —
9 Jn 8,
34. —
10 Cfr. Rom 8,
14. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
12 San
Agustín, Sermón 48. —
13 Juan
Pablo II, loc. cit. —
14 Cfr. Conc.
Vat. II, loc. cit., 2. —
15 Cfr. 1
Cor 7, 23. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 243. —
17 Jer 2,
12-13. —
18 Rom 1,
21-25. —
19 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 77. —
20 ídem, Camino,
n. 330. —
21 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, II, 19.
—
22 Salmo
responsorial, Sal 94, 1-2; 6-7; 8-9.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico