Francisco Fernández-Carvajal 21 de enero de 2021
@hablarcondios
— En la Iglesia encontrarnos a Cristo.
— Imágenes y figuras de la Iglesia. Cuerpo
místico de Cristo.
— La Iglesia es una comunión de fe, de sacramentos y
de régimen. La Comunión de los Santos.
I. La misión de
Cristo no terminó con su Ascensión a los Cielos. Jesús no es solo un personaje
histórico que nació, vivió, murió y resucitó para ser exaltado a la
diestra de Dios Padre, sino que vive actualmente entre nosotros de un modo
real, aunque misterioso.
Ante el peligro de que los primeros cristianos
viviesen del solo recuerdo histórico de aquel Jesús que muchos de ellos «habían
visto», y ante la situación de otros que parecían vivir solamente pendientes de
la nueva venida de Cristo, que ellos juzgaban inminente, el autor de la Carta
a los Hebreos escribió: Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y
por los siglos1.
Aunque los Apóstoles y los primeros guías de la fe mueran y no puedan dar
testimonio directo de su fe, queda a los fieles un Maestro y un Guía que no
morirá nunca, que vive para siempre coronado de gloria. Los hombres
desaparecen; Cristo queda eternamente con nosotros. Él existió ayer con
los hombres, en un pasado histórico concreto; vive hoy en los
Cielos, a la diestra del Padre, y está hoy a nuestro lado, dándonos
continuamente la Vida a través de los sacramentos, acompañándonos de modo real
en las vicisitudes de nuestro caminar. La Humanidad Santísima de Cristo fue
asumida solo por un tiempo determinado; la Encarnación fue decretada desde la
eternidad, y el Hijo de Dios, nacido de María Virgen en el tiempo y en la
historia, en los días de César Augusto, permanece hombre para siempre, con un
cuerpo glorioso en el cual resplandecen las señales de la Pasión2.
Cristo vive resucitado y glorioso en el Cielo y, de
forma misteriosa pero real, en su Iglesia, que no es un movimiento religioso
inaugurado por su predicación, sino que dice relación a la propia Persona de
Jesús. La Iglesia nos hace presente a Cristo; es en Ella donde lo encontramos.
La grandeza de la Iglesia está precisamente en esa
íntima relación con Jesús; por eso, es un misterio no abarcable con palabras.
Ningún lenguaje humano es capaz de expresar su insondable riqueza, que toma
origen en la misma Persona de Jesús y tiene como finalidad perpetuar su
presencia salvadora entre nosotros. Más aún, la misión única de la Iglesia
consiste en hacer presente a Cristo, que se fue a los Cielos, pero anunció
que estaría con nosotros todos los días hasta la consumación de los
siglos3, y conducirnos hasta Él. Afirma el Concilio Vaticano II que Él
es el autor de la salvación y el principio de paz y de unión, y constituyó a la
Iglesia «a fin de que fuera para todos y para cada uno el sacramento visible de
esta unidad salvadora»4.
II. Señalaba Pablo
VI que es decisivo para quienes seguimos a Cristo conocer la naturaleza de la
Iglesia. «Y este conocimiento es tanto más importante, especialmente para
nosotros católicos, cuanto que tantos errores, tantas ideas inexactas, tantas
opiniones particulares circulan en las discusiones de nuestro tiempo». ¡Cuánta
ignorancia, cuánto error! Muchos olvidan o desconocen que «la Iglesia es un
misterio, no solo en el sentido de la profundidad de su vida, sino en el
sentido también de que es una realidad no tanto humana e histórica y visible,
cuanto divina y superior a nuestra natural capacidad de conocer»5.
La Sagrada Escritura muestra su naturaleza mediante
diversas figuras que se complementan. Todas tienen como centro a Jesucristo y
giran en torno a la unidad: es como un redil, cuya puerta es Cristo; rebaño,
que tiene como Buen Pastor a Jesús, que nunca lo dejará en manos del enemigo o
sin pastos; campo y viña del Señor; edificio, cuya
piedra angular es Cristo, que tiene como cimiento a los Apóstoles y en el que
los fieles realizan la función de piedras vivas. La Iglesia,
llamada también Jerusalén de arriba y Madre nuestra,
es descrita igualmente como esposa inmaculada6.
Como explica San Pablo a los primeros cristianos de Corinto, la Iglesia es
el Cuerpo Místico de Cristo7.
A través de esta imagen se expresa con claridad cómo la Iglesia pertenece a
Cristo y está unida a Él. Entre Jesús y la Iglesia, entre Jesús y los
cristianos se establece una corriente de vida que los hace inseparables8.
Por la unión vital e íntima entre Cristo y la Iglesia se pueden afirmar
realidades que tomadas al pie de la letra solo pueden aplicarse a la Iglesia, y
viceversa. Así, puede decirse que Cristo es perseguido cuando la Iglesia es
perseguida9, que Cristo es amado cuando son amados los miembros de su
Cuerpo, que se niega a Cristo cuando no se quiere ayudar a los fieles10.
También podemos decir que «la pasión expiatoria de Cristo se renueva y en
cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la
Iglesia... Con razón, pues, Jesucristo, que padece todavía en su Cuerpo místico,
desea tenernos por socios en la expiación, y esto lo exige también nuestra
situación en Él; porque siendo como somos Cuerpo místico de Cristo, es
necesario que aquello que padece la cabeza lo padezcan con ella los miembros»11.
Se trata, pues, de una unión estrechísima y misteriosa.
Esta unión no impide que cada fiel tenga su propio
ser, su propia personalidad. El yo individual de cada hombre no queda anulado
al unirse a Cristo, ni tampoco el ser propio de la Iglesia, aunque sea
configurado y vivificado por Él. Los fieles creyentes reciben del Señor la
misma vida de la gracia; y esta participación de la vida divina configura la
unión entre ellos. La íntima comunión de los fieles abarca tanto el aspecto
interior, espiritual e invisible como el carácter externo y visible de la
Iglesia. «Si la Iglesia es un cuerpo –explicaba Pío XII–, necesariamente ha de
ser uno e indiviso; según aquello de San Pablo: Muchos formamos un solo
cuerpo (Rom 7, 5). Y no solamente debe ser uno e indiviso,
sino también algo concreto y claramente visible (...). Por lo cual se apartan
de la verdad divina aquellos que se forjan una imagen de la Iglesia de tal
manera, que no pueda ni tocarse ni verse, siendo solamente un ser “neumático”,
como dicen, en el que muchas comunidades de cristianos, aunque separadas
mutuamente en la fe, se junten, sin embargo, por un lazo invisible. Mas el
cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal manera estén trabados
entre sí, que mutuamente se auxilien»12.
III. La
unidad de los fieles que forman el Cuerpo místico de Cristo está constituida
por una comunión de fe, de sacramentos y de jerarquía, cuyo centro es el Papa.
La Iglesia es una comunión de fe, es
decir, está formada por todos los bautizados, que han recibido una misma
llamada de Dios y han correspondido con generosidad a esa llamada divina. Como
consecuencia, confiesan la misma doctrina y están unidos por la misma vida
divina que les comunica el Bautismo. Esta íntima unión, que brota de la fe,
abraza conjuntamente la doctrina y la vida. En la antigüedad, cuando un
bautizado se separaba de la doctrina o de la vida profesada y vivida por todos
en la Iglesia, se le consideraba como ex-comulgado, esto es, que
había roto la común-unión de todos. Después pasó a ser un acto
de la autoridad de la Iglesia por el que se consideraba a alguien fuera de la
Iglesia, en casos extremos y especialmente graves.
En el Cuerpo místico de Cristo existe también
una comunión de bienes espirituales, en los que se participa
principalmente a través de los sacramentos. Por ellos se da a los fieles la
vida divina, se les alimenta y fortalece. La Sagrada Eucaristía es la cima de
la vida de la Iglesia, pues en ella se da la Comunión en el Cuerpo y en la
Sangre de Cristo, se alcanza la unión más íntima entre Cristo y sus discípulos
y, al mismo tiempo, se refuerza la unión entre todos los que componen la
Iglesia. La Sagrada Eucaristía es «la fuente y el culmen de la vida cristiana»13.
La Iglesia es también una comunión de mutuas
ayudas sobrenaturales. En ella se da una gran variedad y pluralidad de
carismas y vocaciones, ordenadas a la unidad y bajo una misma jerarquía, cuyo
centro es el Papa, sin el cual no puede subsistir la unión de una misma fe.
La unidad de la Iglesia tiene su concreción en
la Comunión de los Santos. Este dogma expresa la unión de los
cristianos entre sí, pues si padece un miembro, todos los miembros
padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan14.
«La interdependencia de los cristianos unidos a Cristo por la caridad
sacramental se organiza a distancia. Da a cada uno los tesoros de todos los
demás, y a los demás los tesoros de cada uno»15.
Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de hecho, nos estamos
beneficiando continuamente de los bienes espirituales de la Iglesia. Nuestra
oración, el ofrecimiento del trabajo, de las pequeñas incomodidades que traerá
el día de hoy, pueden ayudar eficazmente a tantos hermanos que están en camino
de la fe y a quienes, estando cerca, no tienen aún la plena comunión. La
consideración de esta eficaz ayuda que prestamos a otros nos debe alentar a
cumplir acabadamente los deberes más pequeños y a darles un sentido
sobrenatural, presentándolos al Señor como una ofrenda, pues «de la misma
manera que en un cuerpo natural la actividad de cada miembro repercute en
beneficio de todo el conjunto, así también ocurre con el cuerpo espiritual que
es la Iglesia: como todos los fieles forman un solo cuerpo, el bien producido
por uno se comunica a los demás»16.
Esto nos debe animar a prestar ayuda a otros a través de la oración y del
cumplimiento fiel del trabajo profesional. Un día, admirados, podremos
contemplar en Dios el bien tan grande que hicimos a muchos cristianos y a la
Iglesia entera desde nuestro despacho, la cocina, el quirófano o la besana. No
dejemos que se pierda una sola hora de labor, una contrariedad o una larga
espera. Todo lo podemos convertir en gracia y vivificar así, unidos a Cristo,
todo su Cuerpo místico.
Señor, mira complacido a tu pueblo y derrama sobre él
los dones de tu Espíritu, para que crezca sin cesar en el amor a la verdad y
busque, en la doctrina y en la práctica, la perfecta unidad de los cristianos17.
1 Heb 13,
8. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Epístola a los Hebreos, EUNSA, Pamplona 1987, nota a Heb 13,
8. —
3 Mt 28,
20. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 9. —
5 Pablo
VI, Alocución 27-IV-1966. —
6 Cfr. Conc.
Vat. II, loc. cit., 6. —
7 Cfr. 1
Cor 12, 12-17. —
8 Cfr. Conc.
Vat. II, loc. cit., 7. —
9 Cfr. Hech 9,
5. —
10 Cfr. Mt 25,
35-45. —
11 Pío
XI, Enc. Miserentissimus
Redemptor, 8-V-1928. —
12 Pío XII, Enc. Mystici
Corporis, 29-VI-1943, 7. —
13 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 11; Decr. Presbyterorum ordinis,
5. —
14 1
Cor 12, 26. —
15 Ch.
Journet, Teología de la Iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao
1960, p. 252. —
16 Santo
Tomás, Sobre el Credo, en Escritos de catequesis,
Rialp, Madrid 1975, p. 99. —
17 Misal
Romano, Misa por la unidad de los cristianos, Cielo C.
Oración colecta.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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