Francisco Fernández-Carvajal 23 de enero de 2021
@hablarcondios
— Los discípulos, dejadas todas las cosas,
siguen a Jesús. Necesidad de un desprendimiento completo para responder a las
llamadas que nos dirige el Señor.
— Algunos detalles de pobreza cristiana y de
desprendimiento.
— La limosna y el desprendimiento de los bienes
materiales.
I. El Evangelio de
la Misa nos narra la llamada de Cristo a cuatro de sus discípulos: Pedro,
Andrés, Santiago y Juan1.
Los cuatro eran pescadores y se encuentran trabajando, echando las redes o
arreglándolas, cuando Jesús pasa y les llama. Estos Apóstoles ya conocían al
Señor2 y se habían sentido profundamente atraídos por su Persona
y por su doctrina. El llamamiento que ahora reciben es el definitivo: Seguidme
y os haré pescadores de hombres. Jesús, que les ha buscado en medio de su
trabajo, emplea un símil sacado de su profesión, la pesca, para señalarles su
nueva misión.
Estos pescadores, al instante, lo dejaron
todo para seguir al Maestro. También de San Mateo se nos dice que, relictis
omnibus, dejadas todas las cosas, se levantó de la mesa donde
cobraba los tributos y se fue con Cristo. Y el resto de los Apóstoles,
cada uno en las peculiares circunstancias en que los encontró Jesús, debieron
de hacer lo mismo.
Para seguir a Cristo es necesario tener el alma libre
de todo apegamiento: del amor a sí mismo en primer lugar, de la excesiva
preocupación por la salud, del futuro..., de las riquezas y bienes materiales.
Porque cuando el corazón se llena de los bienes de la tierra, ya no queda lugar
para Dios. A unos les pedirá el Señor la renuncia absoluta para disponer de
ellos con más plenitud, como hizo con los Apóstoles, con el joven rico3,
con tantos, a lo largo de los siglos, que han encontrado en Él su tesoro y su
riqueza. Y a todo el que pretenda seguirle, le exige Cristo un desprendimiento
efectivo de sí mismo y de lo que tiene y usa. Si este desasimiento es
real, se manifestará en muchos hechos de la vida ordinaria, pues siendo bueno
el mundo creado, el corazón tiende a apegarse desordenadamente a las criaturas
y a las cosas. Por eso necesita el cristiano una vigilancia continua y un
examen frecuente, para que los bienes creados no impidan la unión con Dios,
sino que sean un medio para amarle y servirle. «Vigilen, pues, todos para
ordenar rectamente sus afectos –advierte el Concilio Vaticano II–, no sea que,
en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren
un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la
búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: Los que
usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo
pasan (Cfr. 1 Cor 7, 31)»4.
Estas palabras de San Pablo a los cristianos de Corinto, que recoge la Segunda
lectura de la Misa, son una invitación a poner nuestro corazón en lo
eterno, en Dios.
La renuncia que pide el Señor ha de ser efectiva y
concreta. Como dirá más tarde el mismo Jesús, es imposible servir a
Dios y a las riquezas5.
Si renunciamos a la propia vida por Cristo, con más motivo hemos de hacerlo con
los bienes pasajeros que, en definitiva, duran poco y valen poco.
II. El desasimiento
cristiano no es desprecio de los bienes materiales, si se adquieren y se
utilizan conforme a la voluntad de Dios, sino hacer realidad en la propia vida
aquel consejo del Señor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia,
y todo lo demás se os dará por añadidura6.
Cuanto mayor es el desprendimiento, se descubre que mayor es la capacidad de
querer a los demás y de apreciar la bondad y belleza de la creación.
Pero un corazón tibio y dividido, dado a compaginar el
amor a Dios con el amor a los bienes, a la comodidad y al aburguesamiento, muy
pronto desalojará a Cristo de su corazón y se encontrará prisionero de los
bienes, que entonces se han convertido para él en males. No debemos olvidar que
todos arrastramos como secuela del pecado original la tendencia a una vida más
fácil, al aburguesamiento, al afán de dominio, a la preocupación por el futuro.
A esta tendencia, que existe en todo corazón, se une la carrera desenfrenada
por la posesión y el disfrute de medios materiales, como si fuera lo más
importante de la vida, que parece extenderse cada vez más en la sociedad en que
vivimos. En todas partes se observa una clara tendencia, no al legítimo
confort, sino al lujo, a no privarse de nada placentero. Es una gran presión
que se hace sentir por todas partes y que no debemos olvidar, si queremos de
verdad mantenernos libres de estas ataduras para seguir a Cristo y ser ejemplos
vivos de templanza, en medio de esa sociedad que debemos conducir hasta el
Señor. La abundancia y el disfrute de bienes materiales nunca darán la
felicidad al mundo; el corazón humano solo encontrará en su Dios y Señor la
plenitud para la que fue creado. Cuando no se actúa con la necesaria fortaleza
para vivir ese desprendimiento, «el corazón queda entonces triste e
insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba
esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han
logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento»7.
La pobreza y el desasimiento cristianos no tienen nada
que ver con la suciedad y dejadez, con el desaliño o la falta de educación.
Jesús va bien vestido. Su túnica, confeccionada seguramente por su Madre, es en
el Calvario objeto de sorteo, porque era sin costura y de un solo
tejido de arriba abajo8;
era una vestidura orlada9.
También observamos cómo en casa de Simón nota la falta de las normas usuales de
educación y le echa en cara que no le haya ofrecido agua para lavarse los pies
ni le haya saludado con el beso de la paz y que no unja su cabeza con óleo...10.
La casa de la Sagrada Familia en Nazaret era modesta, limpia, sencilla,
ordenada, alegre, sin desperfectos no recompuestos por dejadez o desidia,
agradable, donde daba gusto estar. Frecuentemente no faltarían unas flores o
algún pequeño detalle de adorno colocado con gusto.
La pobreza del cristiano que se ha de santificar en
medio del mundo está muy ligada al trabajo del que vive y sostiene a su
familia; en el estudiante su pobreza se relaciona con un estudio serio y un
tiempo bien aprovechado, con la clara conciencia de que contrae con su
formación una deuda con la sociedad y con los suyos, y que debe prepararse con
competencia para ser útil; la pobreza de la madre de familia estará íntimamente
unida al cuidado de su hogar, de la ropa, de los muebles..., para que duren, al
prudente ahorro, que la llevará a evitar los caprichos personales, al examen de
calidades en lo que compra, lo que supondrá en ocasiones recorrer más de una
tienda, comparar precios... Y en relación a los hijos, ¡cómo agradecen luego el
haber sido educados con esa cierta austeridad, que entra por los sentidos y que
no necesita demasiadas explicaciones cuando se ve hecha vida en los padres! Y
esto aunque se trate de una familia de posición desahogada. Los padres les
dejan una gran herencia cuando descubren que el trabajo es el mejor y más
sólido capital, cuando muestran el valor de las cosas y enseñan a gastar
teniendo en cuenta las necesidades que padecen muchos en la tierra, cuando les
educan para ser generosos.
III. El
desprendimiento efectivo de los bienes supone sacrificio. Un desprendimiento
que no cuesta es poco real. El estilo de vida cristiana supone un cambio
radical de actitud frente a los bienes terrenos: se procuran y se usan no como
si fueran un fin, sino como medio para servir a Dios, a la familia, a la
sociedad. El fin de un cristiano no es tener cada vez más,
sino amar más y más a Cristo, a través de su trabajo, de su
familia, también a través de los bienes. La generosa preocupación por las
necesidades ajenas que vivían los primeros cristianos11 y
que San Pablo enseñó a vivir también a los fieles de las comunidades que iba
fundando, será siempre un ejemplo de permanente vigencia: un cristiano jamás
podrá contemplar con indiferencia las necesidades espirituales o materiales de
los demás, y debe poner los medios para contribuir generosamente a solucionar
esas necesidades. Unas veces con su aportación económica, otras cediendo su
tiempo para obras buenas, sabiendo que entonces no solo se remedian las
necesidades de los santos (de otros hermanos en la fe), sino
que también se contribuye mucho a la gloria del Señor12.
La generosidad en la limosna a
personas necesitadas o a obras buenas ha sido siempre una manifestación, no
única, del desprendimiento real de los bienes y del espíritu de pobreza
evangélica. Limosna, no solo de lo superfluo, sino aquella que se compone
principalmente a base de sacrificios personales, de pasar necesidad en algún campo.
Esta ofrenda, hecha con sacrificio de aquello que nos parecía quizá necesario,
es gratísima al Señor. La limosna brota de un corazón misericordioso, y «es más
útil para quien la ejerce que para aquel que la recibe. Porque quien la ejerce
saca de allí un provecho espiritual, mientras quien la recibe solo temporal»13.
El Señor, como a los Apóstoles, nos ha invitado a
seguirle, cada uno en unas peculiares condiciones, y para responder a esa
llamada debemos vigilar si también nosotros hemos dejado todas las cosas,
aunque de hecho tengamos que usar de ellas. Examinemos si somos generosos con
lo que tenemos y usamos, si estamos desprendidos del tiempo, de la salud, si nuestros
amigos nos conocen por ser personas que habitualmente viven con sobriedad, si
somos generosos en la limosna, si evitamos gastos que son en el fondo capricho,
vanidad, aburguesamiento, si cuidamos aquello que usamos: libros, instrumentos
de trabajo, ropa; veamos, en definitiva, si nuestro deseo de seguir al Señor va
acompañado del necesario desprendimiento de las cosas, y si este
desprendimiento es real, si se expresa en hechos concretos. También Jesús pasa
a nuestro lado; no dejemos que por cuatro cosas –basura las llama
San Pablo14–, estemos retrasando esa unión más honda con Cristo.
1 Mc 1, 14-20. —
2 Jn 1, 35-42. —
3 Mc 10, 21. —
4 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium,
42. —
5 Lc 16,
13. —
6 Mt 6,
33. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 118. —
8 Jn 19,
23. —
9 Mt 9,
20; 14, 36. —
10 Lc 7,
36-50. —
11 Cfr. Hech 2,
44-47. —
12 2
Cor 9, 12. —
13 Santo
Tomás, Comentario a la 2ª Epístola a los Corintios, 8, 10.
—
14 Flp 3,
8.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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