Francisco Fernández-Carvajal 18 de enero de 2021
@hablarcondios
— La unión con Cristo fundamenta la unidad de los
hermanos entre sí.
— Fomentar lo que une, evitar lo que separa.
— El orden de la caridad.
I. El Señor quiso
asociarnos a su Persona con los más apretados lazos, con nudos tan fuertes como
aquellos que atan las diversas partes de un cuerpo vivo. Para expresar la
relación que han de mantener sus discípulos con Él, fundamento de toda otra
unidad, el Señor nos habló de la vid y de los sarmientos: Yo soy la vid
verdadera1. En el vestíbulo del Templo de Jerusalén se encontraba una
inmensa vid dorada, símbolo de Israel. Al afirmar Jesús que Él es la vid
verdadera, nos dice cómo era de provisional y figurativa la que entonces
simbolizaba al pueblo de Dios. Permaneced en Mí y Yo en vosotros. Como
el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros si no permanecéis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque sin
Mí no podéis hacer nada2.
«Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: solo
así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la
vista y el corazón de la gente (cfr. Sal 103, 15), aquellos
minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos
palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos,
agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad»3.
La unión con Cristo fundamenta la unidad viva de los
hermanos entre sí; una misma savia recorre y fortalece a todos los miembros del
Cuerpo místico de Cristo. En los Hechos de los Apóstoles leemos
cómo los primeros cristianos, animados de un mismo espíritu,
perseveraban juntos en oración4,
y los creyentes vivían unidos entre sí... vendían sus posesiones y
demás bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno5.
La fe en Cristo llevaba –y lleva– consigo unas consecuencias prácticas respecto
a los demás: una misma comunión de sentimientos y una disposición de desprendimiento
que se manifiesta, en su momento, en la renuncia generosa de los propios bienes
en beneficio de aquellos que se encuentran más necesitados. La fe en Jesucristo
nos mueve –como a los primeros cristianos– a tratarnos fraternalmente, a
tener cor unum et anima una6,
un solo corazón y una sola alma.
En otra ocasión escribe San Lucas: perseveraban
asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción
del pan y en las oraciones7.
Nuestra diaria oración y, sobre todo, la unión con Cristo en la Eucaristía
–la fracción del pan– «debe manifestarse en nuestra existencia
cotidiana: acciones, conducta, estilo de vida, y en las relaciones con los
demás. Para cada uno de nosotros, la Eucaristía es llamada al esfuerzo
creciente para llegar a ser auténticos seguidores de Jesús: verdaderos en las
palabras, generosos en las obras, con interés y respeto por la dignidad y
derechos de todas las personas, sea cual sea su rango o sus posesiones,
sacrificados, honrados y justos, amables, considerados, misericordiosos (...).
La verdad de nuestra unión con Jesucristo en la Eucaristía queda patente en si
amamos o no amamos de verdad a nuestros compañeros (...), en cómo tratamos a
los demás y en especial a nuestra familia (...), en la voluntad de
reconciliarnos con nuestros enemigos, en el perdón a quienes nos hieren u
ofenden»8, en el ejercicio de la corrección fraterna cuando sea
necesaria, en la disponibilidad para ayudar a otros, en el empeño amable por
acercarlos más al Señor, en el interés verdadero por su salud, por su
formación...
La intimidad con Cristo crea un alma grande, capaz de
fomentar la unión con todos aquellos que vamos encontrando en el camino de la
vida y, de modo muy particular, con quienes estamos ligados con vínculos más
fuertes.
II. Una garantía
cierta del espíritu ecuménico es ese amor con obras por la unidad interna de la
Iglesia, porque, «¿cómo se puede pretender que quienes no poseen nuestra fe
vengan a la Iglesia Santa, si contemplan el desairado trato mutuo de los que se
dicen seguidores de Cristo?»9.
Este espíritu se manifestará en la caridad con que
tratamos a los demás católicos, en el esmero que ponemos en guardar la fe, en
la delicada obediencia al Romano Pontífice y a los Obispos, en evitar todo
aquello que separa y aleja. «No basta llamarse católicos: es necesario estar
efectivamente unidos. Los hijos fieles de la Iglesia deben ser los
constructores de la unidad concreta, de su trabazón social (...). Hoy se habla
mucho de rehacer la unidad con los hermanos separados, y está bien; esta es una
empresa muy meritoria, a cuyo progreso debemos colaborar todos con humildad,
con tenacidad y con confianza. Pero no debemos olvidar -alertaba Pablo VI el
deber de trabajar aún más por la unidad interna de la Iglesia, tan necesaria
para su vitalidad espiritual y apostólica»10.
El Señor nos dejó un distintivo por el que el mundo
había de distinguir a sus seguidores, la mutua caridad: en esto
conocerán que sois mis discípulos11.
Y este amor constituye como la argamasa que une fuertemente las piedras
vivas del edificio de la Iglesia12,
en expresión de San Agustín. Y San Pablo exhortaba así a los cristianos de la
Iglesia de Galacia: mientras tenemos tiempo, hagamos el bien a todos,
pero especialmente a los hermanos en la fe13.
San Pedro escribe en términos muy parecidos: Honrad a todos, amad a los
hermanos14, y el Príncipe de los Apóstoles utiliza aquí un término que
abarca a todos los que pertenecen a la Iglesia.
Cuando comenzaron las persecuciones, el término hermano adquirió
una fuerza conmovedora y entrañable, y la petición por quienes estaban más
atribulados se hizo una necesidad urgente; ante las dificultades externas, la
unión se hizo más fuerte. También en nuestros días nosotros debemos sentir
necesidad de «alimentar aquel sentido de solidaridad, de amistad, de mutua
comprensión, de respeto al patrimonio común de doctrina y de costumbres, de
obediencia y de univocidad en la fe que debe distinguir al catolicismo; eso es
lo que constituye su fuerza y su belleza, lo que demuestra su autenticidad»15.
Si hemos de amar a quienes aún no están plenamente incorporados a la lglesia,
¿cómo no vamos a querer a quienes están dentro, a los que estamos ligados por
tantos lazos sobrenaturales?
El amor a Cristo nos debe llevar a evitar radicalmente
todo lo que, aun de lejos, puedan parecer juicios o críticas negativas sobre
los hermanos en la fe, y especialmente sobre aquellas personas que por su
misión o su condición en la Iglesia están constituidos en autoridad o tienen el
deber de vivir con una ejemplaridad específica. Si alguna vez nos encontramos
con un mal ejemplo o con una conducta que nos parece equivocada, procuraremos
comprender las razones que han llevado a esa persona a una desacertada
actuación y la disculparemos, rezaremos por ella y, cuando sea oportuno, le
haremos, con delicadeza que no hiere, la corrección fraterna, como nos mandó el
Señor. Hemos de pedir a Santa María que jamás se pueda decir de nosotros que,
por la murmuración o la crítica, hemos contribuido a dañar esa unidad profunda
del Cuerpo Místico de Cristo. «Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de
todos; en particular, de cuantos trabajan en el servicio de Dios.
»Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los
comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la
difamación»16.
III. Ante
el peligro, existe en el hombre como un instinto de proteger la cabeza; y esa
misma actitud debemos tener también como cristianos. Amparar, en el ámbito en
que nos movemos, al Romano Pontífice y a los Obispos cuando surgen críticas y
calumnias, cuando son menospreciados... El Señor se alegra y nos bendice
siempre que, en la medida en que está a nuestro alcance, salimos en defensa de
su Vicario en la tierra y de quienes, como los Obispos, comparten la tarea
pastoral. Y, porque la unidad es algo positivo que se construye día a día,
rezaremos todos los días por el Papa y los Pastores, con amor y piedad: Dominus
conservet eum et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra... Que
el Señor lo conserve y lo vivifique y lo haga dichoso en la tierra...
El amor a la unidad nos ayudará a mantener la
concordia fraterna, a evitar lo que separa y fomentar aquello que une: la
oración, la cordialidad, la corrección fraterna, la petición por aquellos
hermanos que en ese día pueden estar más necesitados de ayuda, por quienes
viven en países donde la fe es perseguida o impedida.
El orden de la caridad –que mira a los que están más
cerca de Dios– nos lleva también a amar con obras a quienes el Señor ha querido
que estén más próximos a nuestras vidas. Los vínculos de la fe, el parentesco,
la afinidad, el trabajo, la vecindad..., originan deberes de caridad que hemos
de atender particularmente. Difícilmente sería auténtica una caridad que se
preocupara por los más lejanos y olvidara a quienes el Señor nos ha puesto cerca
para que nuestro cuidado y oración los proteja y ayude. San Agustín afirmaba
que, sin excluir a nadie, se entregaba con mayor facilidad a los que eran más
íntimos y familiares. Y añadía: «en esta caridad descanso sin preocupación
alguna, porque allí siento que está Dios, a quien me entrego seguro y en quien
descanso seguro...»17.
Y San Bernardo pedía al Señor que le ayudara a cuidar bien de la parcela que le
había sido encomendada18.
La unidad interna de la Iglesia, fundamentada en la
caridad, es el mejor medio para atraer a los que aún se encuentran lejos y a
los que ya, muchas veces sin darse cuenta ellos mismos, se encuentran en camino
hacia la casa paterna. Debe ser tal nuestra manera de vivir que los demás, al
ver la alegría, el cariño mutuo, el afán de servicio, se enciendan en deseos de
pertenecer a la misma familia. La oración y el empeño por la unidad han de ir
acompañados por el ejemplo vivo en medio de nuestra vida cotidiana. Ese mismo
ejemplo atraerá con fuerza también a quienes, siendo miembros de la Iglesia
Católica, se encuentran muertos en la caridad o dormidos, al estar alejados de
los sacramentos, del trato íntimo con Jesucristo.
1 Jn 15,
1. —
2 Jn 15,
4-6. —
3 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed., Madrid
1987, 254. —
4 Hech 1,
14. —
5 Hech 2,
44-45. —
6 Hech 4,
32. —
7 Hech 2,
42. —
8 Juan
Pablo II, Homilía en Phoenix Park, 29-IX-1979. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, Rialp, 3ª ed., Madrid 1986, n.
751. —
10 Pablo
VI, Alocución 31-III-1965. —
11 Cfr. Jn 13,
35. —
12 Cfr. San
Agustín, Comentario sobre el Salmo 44. —
13 Gal 6,
l0. —
14 1
Pdr 2, 17. —
15 Pablo
VI, loc cit. —
16 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 902. —
17 San
Agustín, Carta 73. —
18 San
Bernardo, Sermón 49 sobre el Cantar de los Cantares.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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