EFE 27 de enero de 2021
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El cierre de fronteras por el Covid-19 en los países
andinos no impide que miles de venezolanos sigan cruzando por trochas de un
país en otro movidos por el “virus del hambre”, todo un desafío para
los Gobiernos que tratan de impedir la propagación del coronavirus.
Se cuentan por miles los migrantes venezolanos que
cada mes siguen cruzando de Colombia a Ecuador, y de Ecuador a Perú, en busca
de un futuro por decenas de pasos ilegales que las autoridades no alcanzan a
controlar: cuando destruyen uno, se abre otro.
“Cruzamos por trochas, nos toca pasar un río, caminar
el monte con muchos riesgos”,
cuenta a Efe Arturo, un joven migrante que este martes se adentraba en el
territorio ecuatoriano desde Colombia, tras 21 días “mochileando”.
Para cruzar cada frontera desde su lejana Venezuela,
este valenciano paga el equivalente de entre 5 y 10 dólares, una suma nada
despreciable para quien no tiene nada.
“No
es un secreto que Venezuela ahora está muy difícil. Gracias a dios nos ayudaron
de ACNUR, los organismos mundiales nos han prestado apoyo para refugio, comida
y aquí estamos”, dice con un tono conformista
impuesto por la ineludible realidad.
Otro joven venezolano relata que por las carreteras
que han transitado hay “gentío, una multitud”, y no son pocos los peligros que
les acechan en su camino a los países del sur del continente, principalmente
Perú y Chile, como también al entregar su suerte a las mafias para poder
atravesar las trochas.
PERÚ PONE FRENO
Durante el último año y medio Ecuador ha destruido
algunas de estos pasos en su frontera con Colombia, por las que acceden los
venezolanos y el contrabando, pero se trata de una gota en un vaso de agua.
El martes, Perú lanzó una operación con más de 1.200
hombres y 50 vehículos militares, incluidos blindados, para vigilar unos 30
pasos ilegales en su frontera con Ecuador.
El despliegue militar ha dado lugar a algunas
situaciones de tensión cuando soldados han efectuado disparos al aire en señal
de advertencia, lo que ha propiciado que la Defensoría del Pueblo de ese país
recordara “el interés superior del niño, los derechos a la reunificación
familiar y a solicitar asilo”.
HAMBRE E INSULTOS
Como tantos migrantes de la República Bolivariana,
Edison Aguilar se ve obligado a mendigar para subsistir durante su largo viaje
por el continente.
“Hemos pasado hambre, ha sido fuerte la cosa. Algunas
personas nos ayudan, otras nos tratan mal, nos ofenden, nos insultan pero, unas
que otras, nos ayudan con la mano en el corazón”, explica en la ciudad ecuatoriana de Tulcán.
Alrededor de ella, entre sus pastorales paisajes, el
drama de la migración venezolana fluye en silencio junto al cauce del río
Carchi, frontera natural entre Ecuador y Colombia.
Por ese límite han pasado en los últimos cuatro años
más de un millón y medio de venezolanos, unos solos, otros con familia. Niños,
jóvenes, adultos, ancianos…
Unos 400.000 han encontrado refugio en Ecuador, el
resto han seguido camino a Perú y Chile, países mucho más apetecibles antes de
la pandemia para labrarse un porvenir y poder mantener a los que quedaron
atrás.
CENTRO OFICIOSO DE MIGRACIÓN
Aguilar, natural de Caracas, va acompañado de su mujer
y llevan un mes mochileando para llegar hasta Guayaquil, cruzando trochas en
manos de coyoteros y evitar “el riesgo de que uno se vaya por un río de esos y
llegue como sea”.
“Cerca” ya de su destino, unos 660 kilómetros de una
larga travesía, Aguilar habló con Efe mientras trataba de conseguir pasajes de
autobús para él y su mujer: “para que no se me vuelva a caer de una mula
porque, aunque es fuerte, está embarazada”.
Sin datos sobre el tránsito ilegal entre fronteras,
Fernando Villarroel, administrador de la terminal de autobuses de Tulcán, se
convierte para los periodistas en una especie de “departamento oficioso de
migración”.
“Desde el jueves 14 hasta el lunes 18, tuvimos una
gran, gran, afluencia de pasajeros extranjeros, un 8 5% de nacionalidad
venezolana”, comenta.
En esos cuatro días, pasaron por la terminal “más
usuarios que en las últimas tres semanas de diciembre”, el período de mayor
movimiento por las Navidades.
“Hemos hecho un cálculo de que en esos cuatro días se
movilizaron más de 6.500 personas”,
asegura sobre el fuerte incremento, que se ha normalizado desde entonces a
“unos 300 extranjeros diarios que se desplazan hasta Perú y Chile”.
Un agotador viaje de más de 800 kilómetros y de 14 a
15 horas, por las sinuosas curvas del corredor andino.
LOS RIESGOS DEL COVID-19
Para las autoridades, el paso de estos migrantes se ha
convertido en una amenaza sanitaria, dado que no hay control sobre posibles
contagiados y el virus se desplaza con ellos a lo largo de su recorrido.
“No todos colaboran con el distanciamiento o el uso de
mascarilla y tuvimos que recurrir a megáfonos constantemente para separarlos”, recuerda Villarroel.
Pero frente a la covid-19, para el migrante venezolano
pesa más el hambre, la falta de trabajo, la escasez de servicios médicos, la
persecución política, como el caso de Rubén Gallardo, un ingeniero que, pese a
una discapacidad en la columna, lleva un mes caminando.
Cruzar trochas es para él una quimera, por lo que,
cuenta, sus compañeros de viaje lo “cargan” y ayudan “arrastrándole”.
Del operativo fronterizo en la zona de
Huanquillas-Tumbe, en el norte de Perú, ni siquiera ha escuchado, pero su
determinación es llegar a ese territorio para reunirse con un familiar.
Y si no hay una trocha, habrá otra. Más difícil es
conseguir los 5-10 dólares para cruzarla, y mayores aún los riesgos.
“Nos roban en las trochas, nos quitan dinero, nos
amenazan, pero seguimos la lucha y seguiremos hasta el destino que queremos
llegar”, concluye.
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