Por Simón García
Hemos chocado con una
derrota de envergadura. Sin embargo, algunos cierran los ojos, esperando que la
realidad cambie por sí misma. Se niegan a iniciar una rectificación.
El primer bloqueo a la
verdad se erige tachando de pesimismo al intento de salir de los deseos
confortables. Nos aferramos al riesgo mayor: basar la política en el manejo de
falsas expectativas y en el desconocimiento de la actual correlación de
fuerzas. Hoy vale menos que nada, el desmentido recurso al falta poco.
De una situación de ofensiva
sorpresiva, en la que Guaidó plantó un esperanzador desafío al régimen, pasamos
a un empate inestable y aterrizamos en una derrota catastrófica.
Jugamos muy mal, con una
política que se propuso derrocar a Maduro sin el cómo ni el con qué.
Las victorias moralizan, dan
fuerza, abren las puertas al control, dominio o exterminio del adversario. Es
en ese ring donde el gobierno comienza a pensarse a sus anchas y a levantar las
manos, aunque las piernas le flaquean. Es un ganador exhausto, que reduce su
base social de apoyo, con todo el país pitándolo y asediado por un aglomerado
de crisis que pueden llevarlo a la lona, solo si sus adversarios muestran la
inteligencia que ha faltado.
Los resultados comprueban
que la única protección eficaz al liderazgo de Guaidó y la legitimidad de la
Asamblea Nacional era votar y ganar. Pero los actores políticos de primera
línea y un sector mayoritario de la sociedad se dejaron sacar del juego por el
gobierno y compraron las fantasías de la abstención.
El 6 y el 12 de diciembre la
oposición quedó desnuda en dos actos. Ninguna encarna una alternativa ni está
conectada al país ni tiene opciones distintas a regresar a reconquistar la
conciencia y la organización de la gente dentro de las restricciones
autocráticas que impone un régimen que se comporta, según su naturaleza,
autoritariamente.
Para contener el
afianzamiento de un partido único y la perpetuación de Maduro, la oposición
debe deslastrarse de los elementos de cultura autoritaria que la han invadido:
el hegemonismo, la indiferencia ante la Constitución, la renuencia a rendir
cuentas, la persecución de la disidencia o la política sin debate, conexión
social y consistencia ética.
Este giro no puede ser una
puesta en escena. La nueva ruta requiere un debate con los ciudadanos para
forjar, desde abajo, una estrategia que sustituya la vía insurreccional por la
electoral; la invocación a una invasión por el apoyo a las luchas de la
población en defensa de sus derechos.
Un proceso laborioso que
debe protegerse de los atajos, ahora electorales, que conduzcan a derrotas
también en ese terreno. Esto implica resolver la división impuesta por visiones
monolíticas, el doble rasero y la exclusión de diferencias políticamente
válidas.
El epicentro de este viraje
no es un cambio de dirigentes sino la constitución de una dirección colectiva
capaz de articular las fuerzas sociales democráticas. Su eje no puede ser solo
partidista.
No necesitamos caudillos,
sino dirigentes con el sentido común bien puesto, sensibles a las demandas de
otros, comprometidos con un país por rehacer y abiertos ellos mismos al cambio.
Las elecciones regionales son una oportunidad para abrirle campo a la irrupción
de esos nuevos actores, si no queremos rendirnos y quedarnos donde estamos.
Simón García es Analista
Político. Cofundador del MAS.
17-01-21
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