Tulio Hernández 18 de enero de 2021
@tulioehernandez
Es
muy difícil predecirlo. Porque el próximo 2 de febrero se cumplirán veintidós
años del ascenso del chavismo al poder y no hay en el horizonte señales
suficientes para pensar que su mandato tenga pronta fecha de caducidad.
Lo que sí queda claro es que veintidós es demasiado
tiempo. La suma en años transcurridos, por ejemplo, entre las presidencias de
Betancourt, Leoni, Caldera, Pérez y los dos primeros años de Herrera Campins.
Casi cinco periodos .
En el contexto de nuestra historia republicana son
solo seis años menos de los veintiocho que permaneció Juan Vicente Gómez. Lo
que quiere decir que ya, para este momento, enero de 2021, el chavista es el
segundo régimen venezolano que más tiempo ha permanecido sin alternancia en el
poder.
Significa también que si nada cambia, dentro de seis
años, en el 2027, el llamado “socialismo del siglo XXI” superará al gomecismo y
pasará a ocupar el primer lugar en el top ten de las más
extensas tiranías que han azotado a Venezuela.
Claro, en el escenario internacional la cifra se hace
relativa. Porque estará todavía muy por debajo del castro comunismo, que para
ese 2027 habrá cumplido 68 años ininterrumpidos dominando la isla; pero, en
cambio, a punto de igualar a la dictadura de Trujillo en República Dominicana,
que logró arribar a 31 años.
Siendo prudentes y calculándolo a la tasa de
crecimiento migratorio del 2020, para entonces Venezuela tendrá unos diez
millones de emigrantes. El bolívar habrá desaparecido como moneda oficial
diluido entre el dólar, el peso colombiano y los riales iraníes. Los partidos
de la resistencia habrán sido sustituidos dentro del territorio nacional por
los de la oposición a sueldo hecha a la medida del gobierno. Eduardo Fernández
y Claudio Fermín, presidirán los CAN (los Consejos de Ancianos Notables) del
nuevo Estado Comunal. Y, Roy Chaderton, el cheerleader mayor
del servilismo oficialista, ya habrá pronunciado su discurso de orden el día
del traslado de los restos mortales de José Vicente Rangel al Panteón Nacional.
Entiendo que el panorama descrito puede parecer una
aterrorizante pieza de anticipación científica escrita por Stephen King. Pero
estoy seguro que no exagero. Recordemos que a la mayoría de los venezolanos nos
pareció un exabrupto cuando, empezando su mandato, Chávez anunció que
permanecería como mínimo veinte años en Miraflores. Y mírenlo: ya lleva
veintidós. Catorce presenciales, en vida, y ocho a distancia, a través de su
ectoplasma canoro, Nicolás Maduro.
Lo que el chavismo devenido en madurismo-padrinismo
comprobó es que, siempre que se cuente con el sustento de una potencia mundial
–en este caso de dos: Rusia e Irán– y de unas fuerzas armadas pretorianas, se
puede continuar gobernando cualquier país aún sin apoyo popular, con sesenta
gobiernos democráticos en contra, la economía en quiebra absoluta y los
organismos de derechos humanos de la ONU acusándo a la cúpula de gobierno
de crímenes de lesa humanidad.
El Partido Comunista cubano lo había comprobado
también. Por más de medio siglo, con el sustento de la URSS, primero, y del
petróleo venezolano, después, a pesar del bloqueo y las sanciones, ha logrado
seguir gobernando una isla convertida en base militar extranjera en las narices
del país más poderoso del planeta.
Y si a alguien le queda todavía alguna duda, le
recomiendo recordar que –aquí mismo en la isla del frente, en Dominicana–
Rafael Leonidas Trujillo, mejor conocido como “Chapita”, se mantuvo en el poder
largo rato a pesar de tener a Estados Unidos y el Vaticano en contra, la OEA
sancionándolo, y los gobiernos de Betancourt y Figueres apoyando a sus
opositores. Hasta que una noche una brigada de valientes interceptó la caravana
presidencial en la avenida costanera de la capital y cosió al dictador bananero
a plomo de metralla. Fue la única manera como los demócratas dominicanos lograron
desalojarlo del Palacio Nacional.
Con este relato, aclaro, no estoy sugiriendo que la
única manera de salir de nuestro tirano particular, antes de que cumpla tantos
años en el poder como Chapita, sea con otra brigada de valientes bien armados y
de buena puntería. ¡Hasta allá no llego! Por elemental humanismo cristiano
nunca le he deseado mal a nadie, ni siquiera al más miserable, cruel,
arrogante, militarista y despreciable –como es el caso– de los seres humanos.
Simplemente quiero alertar que no es cierto –como han
intentando convencernos algunos analistas y académicos plácidos–, que sea
siempre posible, luego de una experiencia totalitaria, regresar a las
democracias a través de transiciones pacíficas. Como la que lograron los
chilenos con Pinochet, los españoles luego del franquismo, y los polacos
con Walesa y Solidaridad.
Porque, ese es mi alerta, no se puede analizar una
maratón, tampoco los procesos políticos, mirando solo la foto final. Es
indispensable mirar la carrera completa o terminaremos engañándonos en torno a
las causas del resultado. Por eso hay que evaluar con cuidado las transiciones
entendiendo los procesos completos –más las condiciones históricas en los que
ocurrieron– y no solo el incidente que le puso fin.
Por ejemplo, la transición en España ocurrió solo una
vez que el caudillo estaba bajo tierra. Ya producidos los cuatrocientos mil
muertos de la Guerra Civil y sus secuelas. Después de cuatro décadas, no antes.
Igual el comunismo polaco. Había comenzado en 1944 y su caída solo ocurrió en
1979, treinta y cinco años después. No antes. Y, sin negar el papel protagónico
de Solidaridad, no se puede entender ese proceso si no se puntualiza la
existencia de un Papa polaco, hoy San Juan Pablo II, haciendo lobbying político
en un país donde el 90 por ciento de sus habitantes son católicos y cuando el
poderío soviético ya se hallaba absolutamente debilitado en la geopolítica
mundial.
Tampoco se puede entender la transición chilena si
obviamos que la cruel dictadura derechista se había quedado sola en el
escenario internacional: Estados Unidos le había quitado la alfombra. Pero
sobre todo, si no recordamos que el ejército chileno era y es una institución
disciplinadamente prusiana, con un alto mando único, en un país con una
tradición institucionalista, con el que se podía negociar. No esta comuna
de hordas de mercenarios malformados, indisciplinados, nuevos ricos, y
rateros sin escrúpulos perseguidos por la justicia internacional en que
se han convertido las Fuerzas Armadas venezolanas.
En Chile, los militares se manchaban las manos de
sangre, pero no usaban sus bases aéreas para traficar polvo blanco. En
Venezuela, los militares rojos con una mano matan y con la otra esnifan.
Así que tan útil como estudiar las transiciones es
evaluar las no-transiciones. Es decir, las experiencias autoritarias que
60 o 70 años después aún siguen en el poder sin transiciones posible (Cuba,
Corea, China); las que funcionaron hasta la muerte natural de sus caudillos
(Gómez, Franco, Tito); los movimientos populares exitosos que terminaron en
rotundos fracasos (la Primavera Árabe), y aquellas donde solo matando a sus
jefes, armando una guerra, una revuelta popular o un golpe de Estado
(Mussolini, Trujillo, Somoza, Pérez Jiménez, Gadafi, Fujimori, Mugabe, Amín)
pudieron poner fin a sus reinados.
El trabajo del analista responsable debe ser
evaluar cuáles casos se parecen más a nuestra situación actual. Pero en
Venezuela hay dos matrices explicativas que el chavismo logró construir con
técnica goebbelsiana –una mentira hecha verdad por ser dicha
mil veces– que nos impide comprender a plenitud lo que nos pasa. Primero, la
matriz permanentemente reciclada de que esto “todavía no es una dictadura”, que
parece pero que aún no es, y que siempre queda un margen de juego político al
que hay que apostar. Ir a elecciones amañadas si nos convocan, poner la otra
mejilla si nos lo piden.
“No hay tanques de guerra en las calles, ni caravana
de la muerte, hay partidos políticos y elecciones, y Chávez no tiene lentes
oscuros y una capa prusiana” me dijo una vez con arrogancia versallesca el ex
ministro y diputado socialista francés Jacques Lang, en el lobby del
oficialista Hotel Meliá de Caracas.
Y, segunda matriz, la idea de que la oposición es tan
responsable de lo que pasa, y en algunos casos actúa de modo tan ilegal, como
el gobierno. A pesar de sus divisiones internas, no recuerdo a nadie acusando a
los chilenos demócratas de ser cómplices de Pinochet, ni a quienes huían de
Cuba y la oposición en el exilio de ser culpables de que el castrismo subsista.
Nadie dudaba de que eran dos naciones sometidas por la fuerza. Estaba
claro que los Pinochet y los Castro eran los victimarios
Pero en Venezuela, no es así. Incluso en las cabezas
de algunos líderes políticos de la oposición, se ha generalizado la costumbre
analítica de equiparar a las víctimas con los victimarios, a los presos con el
carcelero, a los estafados con los estafadores, al régimen con la resistencia.
El economista Michael Penfold, desde Estados Unidos,
acusa por igual de “continuistas”, sin matiz alguno, a Maduro y a Guaidó.
Henrique Capriles, desde Caracas, sugiere que la oposición al mantener a su
Asamblea Nacional da mal ejemplo para que los chavistas cometan ilegalidades,
¡como si nunca antes las hubiesen cometido! El País de Madrid, abre en primera
diciendo que “la oposición boicoteó” las elecciones legislativas, pero no dice
que son inconstitucionales.
Y de esa ambigüedad esencial se alimenta la dificultad
para aceptar de una vez por todas que apenas muerto Hugo Chávez terminó el
simulacro democrático y se fueron cerrando todas las puertas para la lucha
política atenida a reglas. No se termina de entender que ya no se puede seguir
haciendo política como en la época de Chávez porque después de la elección de
una Asamblea Nacional Constituyente para sustituir a la Asamblea Nacional
democráticamente electa, luego de la intervención judicial de los partidos y el
encarcelamiento y asesinato sistemático de activistas políticos, la democracia
terminó.
Seguir haciendo lo contrario es como pedirle a AD en
los tiempos de la dictadura pérezjimenista, que después del fraude de 1952, el
asesinato de Leonardo Ruiz Pineda, la ilegalización del PCV y URD, el exilio de
los grandes lideres, siguieran atendiendo los llamados al diálogo de Pérez
Jiménez.
Hay que aceptar que otra época comenzó. Que una parte
del país adversario al régimen entró en el estado depresivo de la rendición;
otra –incluyendo profesionales de las clases medias y cierto sector del
empresariado– tratará de sobrevivir y acomodarse en la apertura económica
capitalista de partido único que se avecina; la oposición colaboracionista ya
tiene sus nombres y apellidos claros; así que las dos formas de oposición
organizada que aún quedan –aunque perseguida, disminuida, expoliada– la del G4
y la del bando “opositor a la oposición” no les queda otra que dar ejemplo,
sentarse a conversar y hacer un esfuerzo de imaginación política para que la
desconfianza y el desencanto no se los terminé de llevar a ambos por delante.
Tienen a mi juicio tres tareas inmediatas. Una,
defender las conquistas del gobierno interino presidido por Juan Guaidó (junto
a la Consulta Popular de diciembre, el único logro opositor concreto desde que
intervinieron el parlamento); dos, convocar un gran encuentro, cónclave, o como
se llame, de la dirigencia opositora, no solo partidos sino organizaciones y
líderes sociales relevantes, como testimonio de la voluntad de trabajar juntos
de nuevo contra el Leviatán; y tres, acordar una estrategia de mediano y largo
plazo que sin abandonar el proyecto de deshacerse de la tiranía acompañe a los
ciudadanos en sus problemas cotidianos y sus protestas concretas.
Dos vías. Una, silente y meticulosa, que construya una
organización nacional de base a partir de células locales, como la resistencia
anti pérezjimenista, que conduzca la actividad de resistencia a partir de
denuncias y protestas focalizadas, sin poner en riesgo la integridad y libertad
de los activistas, siguiendo el modelo de las Madres de la Plaza Mayo en Buenos
Aires o las Damas de blanco de La Habana.
Y, otra, ruidosa e impactante, que avive de manera
permanente a escala nacional e internacional, la memoria de los abusos de poder
y los crímenes de lesa humanidad que ha perpetrado la camarilla cívico militar
en el poder
Quizás de esa manera, tomando aire nuevo; dándole a la
población orientaciones y explicaciones concretas; trazando un camino, una meta
a la que podamos aspirar juntos todos los demócratas opositores – de derecha y
de izquierda democráticas, de centro o no alineados, socialdemócratas,
democratacristianos, liberales y neoliberales –, podamos volver a la
democracia, impedir que la sangre siga llegando al río, y quizás hasta nos
liberemos de la baba verde y pestilente que rodará sobre los mármoles del
Panteón Nacional la mañana del discurso de Chaderton el día del traslado
los restos de Rangel.
Tulio
Hernández
@tulioehernandez
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