Por Simón García
La crisis política en
Venezuela tiene inexplicables vueltas. Es un laberinto cuyas paredes se adornan
con elementos que se mueven al revés o componentes que se reproducen
incongruentemente. Una enrevesada caricatura de egos y pequeñas ambiciones.
Un primer ejemplo de ello
son las inversiones en la misión de los partidos y las deformaciones en la
conciencia democrática de la sociedad. Cuando se requiere defender el voto como
conquista (la elección directa de gobernadores y alcaldes se logró en Venezuela
en 1989 y el voto femenino y de los analfabetas se estableció en 1947) lo que
se produce es una lluvia de argumentos para desacreditar y rodear de dudas el
voto.
El dilema de votar sin
democracia es viejo y se dilucidó, en el siglo pasado, a favor de la
participación, aún con dirigentes presos, partidos ilegalizados y el conteo de
votos en manos de la trampa.
En Venezuela se resolvió ese
debate en 1952, pero en este tiempo los partidos decretaron recurrentemente el
abandono del escenario electoral y, en el 2020, la clase media, desesperada por
el plan gubernamental para liquidarla, se adentró en la ciénaga de la
abstención. La dignidad se confundió con la renuncia a un derecho.
Es sorprendente que frente a
un Estado autocrático, cuya misión es desmantelar la democracia formal, acabar
con los procesos electorales competitivos e instaurar un régimen de partido
único, se responda con la abstención y se renuncie a traducir el descomunal
descontento en voto castigo a los responsables de la destrucción del país.
En vez de promover el valor
del voto, le quitan esa herramienta de lucha a los ciudadanos; en vez de
movilizar y organizarlos se llama a la cuarentena comicial; lejos
de exigir garantías democráticas y pelear por la vigencia de la
Constitución se entrega la Asamblea Nacional y se le saca la silla al gobierno
interino. La comunidad internacional mantiene su compromiso con la causa democrática,
aunque se atragantó con la tesis inconstitucional de la continuidad
administrativa.
Jorge Luis Borges, en uno de
sus prólogos a la Historia Universal de la infamia, se refiere al barroco
como “la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus
medios”.
No hay duda de que, en vez
de incrementar las energías de cambio, las hemos dilapidado. El inmenso capital
que en el 2015 la sociedad depositó con esperanza y determinación, lo hemos
malgastado. Una estrategia equivocada llega a su etapa final.
La oposición debe dejar el
regodeo sobre sí misma y reconectarse con la gente. Sacudirse la derrota,
admitirla, analizar sus causas y acordar su retorno a la vía electoral. Salir
de la reticencia a los medios democráticos, de la justificación del mantra fracasado,
de fantasear con invasiones y entrompes insurreccionales, de recaer en
polémicas viciadas y conductas insidiosas. Debe abrir un nuevo capítulo para
eludir el marasmo.
Hay que conformar una
alianza, a partir de las regiones, con participación activa y
autónoma de actores no directamente políticos, instituciones y liderazgos
partidistas capaces de construir coincidencias políticas. Pensar en la gente y
formular una oferta de reconstrucción de la sociedad, la economía y el
bienestar desde cada Estado.
Las fuerzas cívicas deben
ir, una y otra vez, a la contienda por la democracia y organizar una
resistencia firme al propósito de cerrar la sociedad libre.
Hay que asumir los costos
del cambio de estrategia y dedicarse a recomponer las fuerzas opositoras para
volver a la cancha dominada por el contrario. Mañana puede ser tarde.
Simón García es Analista Político. Cofundador del
MAS.
31-01-21
https://talcualdigital.com/la-politica-barroca-por-simon-garcia/
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