Por Willy McKey
Mientras en la memoria
global de la pandemia se recordará que los balcones servían para aplaudir a los
trabajadores de la salud durante los primeros meses de aislamiento, en un lugar
de Caracas las ventanas sirven para grabar el desespero de un médico encañonado
por criminales.
Un hombre ruega que no
lo maten, mientras dos hombres armados lo despojan de su moto. A metros de ahí,
en el túnel de El Paraíso, el enfrentamiento entre las bandas de la Cota 905 no
deja pasar a los vehículos que pretenden acceder a ese lado de la autopista.
La voz del hombre que
ruega tiene el volumen suficiente para ser registrado por la cámara de un
teléfono desde un apartamento vecino:
“Yo soy médico. Soy
médico, hermano. No… yo no… hermano, es que yo soy médico. Te lo juro. Mira mi
carnet. Yo trabajo en el Clínico, hermano. Hermano, te lo juro. Soy médico, te
lo juro. No tengo nada”.
Cada una de esas
palabras es dicha mientras un arma apunta hacia su cuerpo, amenazando con
asesinarlo por circular en su moto por un lugar que en ese momento era campo de
batalla, territorio en disputa, punto de honor entre las bandas criminales de
la Cota 905.
Grita que es un
médico. Ni siquiera en la más cruel de las guerras se apunta con
indolencia a un médico. Aún así, lo grita presa del miedo a la amenaza
legítima de la muerte. Y lo repite, sumando que no tiene nada, porque sabe de
qué es capaz quien lo encañona. Ha atendido a sus víctimas, ha atendido a
sus victimarios y ha atendido a sus iguales.
Y su voz llega hasta
las ventanas de quienes oyen su oración repetirse: ¨Soy médico, te lo juro. No
tengo nada”.
Nada.
No tiene certeza
alguna. No tiene quien lo proteja. No tiene aliento.
No tiene sueldo. No
tiene vacunas. No tiene manera de saber si tiene futuro.
No tiene sino esa moto
y su carnet, convertidos en botín y escapulario.
“Soy médico, te lo
juro” y repetirlo como quien se ancla a una oración pagana y colectiva.
“Soy médico, te lo
juro. No tengo nada”.
Nada.
Excepto el miedo y todo
cuanto pueda hacer en ese momento.
¿Sabríamos cómo se
salvó de un disparo si no pudiéramos oír sus gritos, gracias a alguien que
documenta el instante en que ruega por su vida?
Solo.
Sin que alguien sepa
cómo ni qué gritar.
Sin que se asome un “¡Déjalo!”
que pueda cambiar el objetivo de quien apunta hacia los balcones.
Sin más ánimo posible que el del espectador de una guerra ajena, en la que todos menos quienes pelean somos la víctima.
Y aquella frase como
argumento final, una verdad que de tan rotunda duele y sirve de resumen: “Soy
médico, te lo juro. No tengo nada”.
Nuestros médicos no
tienen nada.
Nadie tiene nada cuando
se tienen los pies y la vida puestos en una tierra donde mandan los
delincuentes.
Nadie. Nada. Nunca.
“La moto, la moto… ¡Dame
acá la moto!” y oímos un disparo.
“Pira pa’ allá… ¡pira
pa’ allá! ¡Pira! ¡Pira!” mientras uno se roba el bolso y el otro lo mantiene en
la mira.
“Cuidado… ¡cuidado que
vio pa acá!” desde el miedo de las casas en silencio y esas ventanas que no
aplauden, porque son el escenario de una guerra.
En 1948, después de la
Segunda Guerra Mundial, la Convención de Ginebra decidió actualizar y unificar
las múltiples versiones que existían del juramento hipocrático, ese compromiso
que hacen los médicos desde que los discípulos de Hipócrates entendieron como
leitmotiv de la medicina dedicar su saber al servicio de la humanidad.
Aquella versión
terminaba con la frase “Hago estas promesas solemnemente, libremente, por mi
honor”. Y el honor, en los griegos, estaba muy vinculado con la noción
del areté: una noción casi inaprehensible de la virtud que se convirtió en
el eje principal de la formación de los jóvenes y el ideal de Isócrates, mediante
la educación y la experiencia política de comprender la existencia
de el-otro.
Esa voz que grita para
salvarse intenta explicar que trabaja en el Clínico Universitario, un lugar
donde se juntan la medicina y la educación universitaria, en un país donde ambas
disciplinas del intercambio humano se sostienen tan solo por una
cosa: areté, la virtud.
Esa voz que grita para
salvarse pone en evidencia la crisis, nuestra crisis.
En medicina, el
término crisis sirve para resumir un momento en el curso de una enfermedad
en el que se hace más grave y el paciente corre el riesgo de sucumbir, pero
también nombra el proceso contrario, cuando algunas decisiones y reacciones
derivan en la recuperación del paciente.
Y esa noción de crisis
también proviene de la medicina hipocrática.
Habrá una escena, en la
memoria pandémica, protagonizada por médicos y balcones que miran hacia una
guerra que pone en evidencia nuestras crisis.
Sin Estado. Sin “voz
del Pueblo”. Sin los cursis clichés de las crónicas pandémicas.
En cada “Soy médico. No
tengo nada” está un umbral de crisis, de nuestra crisis.
La crisis de quienes no
pueden tener nada más que la vida puesta en la mira de otros, de los violentos,
de los sin ley.
Un territorio en
disputa donde ser médico es saber que no tienes nada.
Ni tú. Ni nadie. Nada.
20-03-21
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