Francisco Fernández-Carvajal 28 de marzo de 2021
@hablarcondios
— San Pedro niega conocer al Señor. Nuestras
negaciones.
— La mirada de Jesús y la contrición de Pedro.
— El verdadero arrepentimiento. Acto de contrición.
I. Mientras se
desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena más
triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a nuestro
Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de afecto,
ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado y niega hasta con juramento
conocer a Jesús.
Cuando Pedro estaba abajo en el atrio, llega una de la
criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro que se estaba calentando,
fijándose en él, le dice: También tú estabas con Jesús, ese Nazareno. Pero él
lo negó diciendo: Ni le conozco, ni sé de qué hablas. Y salió afuera, al
vestíbulo de la casa, y cantó un gallo. Y al verlo la criada empezó a decir
otra vez a los que estaban alrededor: éste es de los suyos. Pero él lo volvió a
negar. Y un poco después, los que estaban allí decían a Pedro: Desde luego eres
de ellos, porque también tú eres galileo. Pero él comenzó a decir imprecaciones
y a jurar: No conozco a ese hombre del que habláis1.
Ha negado conocer a su Señor, y con eso niega también
el sentido hondo de su existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo,
confesar que Jesús es el Hijo de Dios vivo. Su vida honrada, su vocación de
Apóstol, las esperanzas que Dios había depositado en él, su pasado, su futuro:
todo se ha venido abajo. ¿Cómo es posible que diga no conozco a ese
hombre?
Unos años antes, un milagro obrado por Jesús había
tenido para él un significado especial y profundo. Al ver la pesca milagrosa
(la primera de ellas) Pedro lo comprendió todo, se arrojó a los pies de
Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el
asombro se había apoderado de él2.
Parece como si en un momento lo hubiera visto todo claro: la santidad de Cristo
y su condición de hombre pecador. Lo negro se percibe en contraste con lo
blanco, la oscuridad con la luz, la suciedad con la limpieza, el pecado con la
santidad. Y entonces, mientras sus labios decían que por sus pecados se siente
indigno de estar junto al Señor, sus ojos y toda su actitud le pedían no
separarse jamás de Él. Aquel fue un día muy feliz. Allí comenzó realmente
todo: Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; desde ahora serán hombres
los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las
cosas, le siguieron3.
La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo
y ser pescador de hombres. Todo lo demás sería medio e instrumento
para este fin. Ahora, por fragilidad, por dejarse llevar del miedo y de los
respetos humanos, Pedro se ha derrumbado.
El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es
siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los
mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran
ruina del hombre. Por eso hemos de luchar con ahínco, ayudados por la gracia,
para evitar todo pecado grave –los de malicia, fragilidad o ignorancia
culpable– y todo pecado venial deliberado.
Pero incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de
cometerlo, hemos de sacar frutos, pues la contrición afianza más la amistad con
el Señor. Nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con
humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro
nuevo con el Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para
nuestra vida interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea
preciso, sin angustiarnos pero sí con dolor. «Pedro invirtió una hora para
caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de
su caída»4.
El Cielo está lleno de grandes pecadores que supieron
arrepentirse. Jesús nos recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el
camino que habíamos abandonado, quizá en cosas pequeñas.
II. El Señor,
maltratado, es llevado por uno de aquellos atrios. Entonces, se volvió
y miró a Pedro5.
«Sus miradas se cruzaron. Pedro hubiera querido bajar la cabeza, pero no pudo
apartar su mirada de Aquel que acababa de negar. Conoce muy bien las miradas
del Salvador. No pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que
suscitó su vocación; esa mirada tan cariñosa del Maestro aquel día en que,
mirando a sus discípulos, afirmó: He aquí a mis hermanos, hermanas y
madre. Y aquella mirada que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso apartar
la Cruz del camino del Señor. ¡Y la compasiva mirada con que acogió al joven
tan poco desprendido para seguirle! ¡Y la mirada anegada de lágrimas ante el
sepulcro de Lázaro...! Conoce las miradas del Salvador.
»Y, sin embargo, nunca jamás contempló en el rostro
del Señor la expresión que descubre en Él en aquel momento, aquellos ojos
impregnados de tristeza, pero sin severidad; mirada de reconvención, sin duda,
pero que al mismo tiempo quiere ser suplicante y parece decirle: Simón,
yo he rogado por ti.
»Su mirada solo se detuvo un instante sobre él: Jesús
fue empujado violentamente por los soldados, pero Pedro la sigue viendo»6.
Ve la mirada indulgente sobre la llaga profunda de su culpa. Comprendió
entonces la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor
respecto a su traición. Y recordó Pedro las palabras del Señor: Antes
que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró
amargamente7.
El salir fuera «era confesar su culpa. Lloró amargamente porque sabía amar, y
bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él a las amarguras del dolor»8.
Saberse mirado por el Señor impidió que Pedro llegara
a la desesperanza. Fue una mirada alentadora en la que Pedro se sintió
comprendido y perdonado. ¡Cómo recordaría entonces la parábola del Buen Pastor,
del hijo pródigo, de la oveja perdida!
Pedro salió fuera.
Se separó de aquella situación, en la que imprudentemente se había metido, para
evitar posibles recaídas. Comprendió que aquel no era su sitio. Se acordó de su
Señor, y lloró amargamente. En la vida de Pedro vemos nuestra
propia vida. «Dolor de Amor. —Porque Él es bueno. —Porque es tu Amigo, que dio
por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que tienes es suyo. —Porque le has
ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!!
»—Llora, hijo mío, de dolor de Amor»9.
La contrición da al alma una especial fortaleza,
devuelve la esperanza, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque
de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición aquilata la
calidad de la vida interior y atrae siempre la misericordia divina. Mis
miradas se posan sobre los humildes y sobre los de corazón contrito10.
Cristo no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia
sobre un hombre que puede caer y ha caído. Dios cuenta también con los
instrumentos débiles para realizar, si se arrepienten, sus empresas grandes: la
salvación de los hombres.
Muy probablemente Pedro, después de las negaciones y
de su arrepentimiento, iría a buscar a la Virgen. También nosotros lo hacemos
ahora que recordamos con más viveza nuestras faltas y negaciones.
III.
Además de una gran fortaleza, la verdadera contrición da al alma una particular
alegría, y dispone para ser eficaces entre los demás. «El Maestro pasa, una y
otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si
no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus
acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y
paz y alegría»11.
Sobre Judas también recayó la mirada del Señor, que le
incita a cambiar cuando, en el momento de su traición, se sintió llamado con el
título de amigo. ¡Amigo! ¿A qué has venido aquí? No se
arrepintió en ese momento, pero más tarde sí: viendo a Jesús
sentenciado, arrepentido de lo hecho, restituyó las treinta monedas de plata12.
¡Qué diferencia entre Pedro y Judas! Los dos
traicionaron (de distinta manera) la fidelidad a su Maestro. Los dos se
arrepintieron. Pedro sería –a pesar de sus negaciones– la roca sobre la que se
asentará la Iglesia de Cristo hasta el final de los tiempos. Judas fue
y se ahorcó. El simple arrepentimiento humano no basta; produce angustia,
amargura y desesperación.
Junto a Cristo el arrepentimiento se transforma en un
dolor gozoso, porque se recobra la amistad perdida. En unos instantes, Pedro se
unió al Señor –a través del dolor de sus negaciones– mucho más fuertemente de
lo que había estado nunca. De sus negaciones arranca una fidelidad que le
llevará hasta el martirio.
Judas fue todo lo contrario, se queda solo: A
nosotros ¿qué nos importa?, allá tú, le dicen los príncipes de los
sacerdotes. Judas, en el aislamiento que produce el pecado, no supo ir a
Cristo; le faltó la esperanza.
Debemos despertar con frecuencia en nuestro corazón el
dolor de Amor por nuestros pecados. Sobre todo al hacer el examen de conciencia
al acabar el día, y al preparar la Confesión.
«A ti que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy
consoladora: al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro
Señor es Padre, y si un hijo le dice en la quietud de su corazón: Padre mío del
Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si acude a la Madre de Dios, que es Madre
nuestra, sale adelante»13.
1 Mc 14,
66-67. —
2 Cfr. Lc 5,
8-9. —
3 Lc 5,
10-11. —
4 G. Chevrot, Simón Pedro,
p. 261. —
5 Lc 22,
61. —
6 G. Chevrot, loc. cit.,
pp. 265-266. —
7 Lc 22,
61-62. —
8 San
Agustín, Sermón 295. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 436. —
10 Is 66,
2. —
11 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VIII, 4. —
12 Cfr. Mt 27,
3-10. —
13 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, X, 3.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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