Américo Martín 22 de marzo de 2021
Las deformaciones de la democracia no son, como para
desconsuelo nuestro, defectos fácilmente reparables aunque una mirada inocente
al problema así pareciera sugerirlo. Miradas inocentes son, por desgracia,
errores que no podemos permitirnos porque ya no hay inocencia en el mundo.
Tomemos uno de esos casos que resisten propósitos de
enmienda o reformas inútiles y que me llaman la atención porque los caminos que
usan se repiten con abrumadora regularidad. Me refiero a las reelecciones
presidenciales, sin distinguir si se trata de países oficialmente democráticos
o desenfadadas autocracias.
Cuando en 1892, el presidente Andueza Palacio, vencido
su período, quiso reformar la Constitución para ganar apenas dos años
más, el gran caudillo liberal sucesor de Guzmán Blanco, Joaquín Crespo, arrojó
contra él una revolución que llamó Legalista, cuyo resultado fue el
derrocamiento del presidente. Crespo no solo era un estupendo guerrero sino que
dispuso, además, de un ejército de 10.000 experimentados hombres que hicieron
seresere del inocente abogado Andueza.
Crespo asumió la bandera de la legalidad, indignado
por la tentativa continuista que él abortó. Pero inmediatamente se le pasaron
esos arrestos e hizo aprobar una Constitución que extendía el período
presidencial a cuatro años ¡tal como lo había postulado el derrocado Andueza!
La feroz inconsecuencia del general Crespo fue como un
abrir y cerrar los ojos, empuñó las armas contra la reelección y de seguidas a
favor de su reelección.
En 1910, habiendo triunfado los liberales en México,
Porfirio Díaz se presentó como candidato por octava vez. En forma parecida a la
del general venezolano Joaquín Crespo, se había pronunciado contra la reelección.
Pero, en la octava vez le salió al paso Francisco Madero al frente de una
enorme oleada humana. Para resaltar la inconsecuencia reeleccionista de
Porfirio Díaz, Madero esgrimió el emblema de «Sufragio Efectivo. No
Reelección».
Tan castigada quedó la reelección de Díaz que la del
presidente desapareció, no así la del movimiento político que, con el nombre de
PRI, se mantuvo en el poder nacional y regional por 70 largos años. Con más
ingenio que acierto, según creo, nuestro Mario Vargas Llosa la llamó «dictadura
perfecta. Lo cierto es que tras los primeros cambios siguieron otros.
No había desaparecido de Venezuela el trienio de AD
cuando el presidente Betancourt y demás miembros de la Junta Revolucionaria de
Gobierno prohibieron por decreto presentar el nombre de cualquiera de ellos a
las primeras elecciones universales directas y secretas —vale decir
democráticas— que se celebraron en 1948.
El regreso de la perpetuidad, junto con otros
profundos retrocesos muy costosos, vinieron de la mano del presidente Chávez,
quien se las aplicó para su beneficio exclusivo, práctica que hasta el presente
ha seguido fielmente el gobierno de Maduro, aunque haya crecido —según se dice
y repite— el deseo de romper con las presidencias vitalicias y retornar a la
merecida normalidad democrática, en el marco de la alternabilidad posible, la
pureza del sufragio y la rigurosa observación internacional además de la
nacional.
Será harto difícil vivir en un país envuelto en
vapores tóxicos, malformaciones políticas y «ética, pelética, peluda y
peletancuda» para decirlo con el gran Billo Frómeta.
La historiadora venezolana, Elena Plaza, distingue
varias corrientes que se formaron en la república a propósito del separatismo
venezolano en 1830. La primera, sostenida por el Libertador y emanada de la
crisis del orden público y la inestabilidad social. Para contenerlos, Bolívar
consideraba vital un presidente vitalicio y un vicepresidente nombrado por el
presidente. La segunda, monarquía constitucional o limitada, posiblemente con
un príncipe extranjero, en forma análoga a la de México con Maximiliano I. La
tercera, seguir el modelo de EE. UU. Lo que permite entrever el desconcierto
del mando patriota y la creciente suspicacia con el Libertador, quien nunca
dejó de ser un republicano liberal, aunque prevenido por los posibles efectos
de la crisis y el retroceso.
He tomado la perversa reelección indefinida como
emblema porque el tema es popular, pero el mal que nos invade —el
malestar de la democracia—, está en la raíz.
La democracia moderna es revisada por sociólogos,
politólogos e historiadores. La democracia se inmoviliza y retrocede si no gana
espacios y los consolida institucional, legal o normativamente, sin perjuicio
de que pueda incluso morir, si no revierte la tendencia. Por eso se habla tanto
de “democratización”.
La democracia pierde si es reducida a mínima acción,
se desacredita y convierte en objeto de befa, pelear por ella es acrecentarla y
acreditarla.
Américo
Martín
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