Francisco Fernández-Carvajal 21 de marzo de 2021
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— Es Cristo quien perdona en el sacramento de la
Penitencia.
— Gratitud por la absolución: el apostolado de la
Confesión.
— Necesidad de la satisfacción que impone el confesor.
Ser generosos en la reparación.
I. Mujer,
¿ninguno te ha condenado? —Ninguno, Señor. —Tampoco yo te condeno. Anda y en
adelante no peques más1.
Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. La pusieron en
medio, dice el Evangelio2.
La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor consideración.
Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la
lapidación: ¿Tú qué dices?, le preguntan con mala fe, para tener
de qué acusarle. Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada: inclinándose,
escribía con el dedo en tierra.
La mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas
y fariseos insistían con sus preguntas. Entonces, Jesús se incorporó y
les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. E
inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la tierra.
Se marcharon todos, uno tras otro, comenzando
por los más viejos. No tenían la conciencia limpia, y lo que buscaban era
tender una trampa al Señor. Todos se fueron: y quedó solo Jesús y la
mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están?
¿Ninguno te ha condenado?
Las palabras de Jesús están llenas de ternura y de
indulgencia, manifestación del perdón y la misericordia infinita del Señor. Y
contestó enseguida: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco
yo te condeno; vete y desde ahora no peques más. Podemos imaginar la enorme
alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a
Cristo.
En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por
su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que solo podemos
entreverlo a la luz de la fe. Se cumplen las palabras del profeta Isaías: No
recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo, mirad que realizo algo
nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo...; para apagar la
sed de mi pueblo escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi
alabanza3.
Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a
través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: «Yo te absuelvo de tus
pecados...», vete y no peques más. Es el mismo Cristo quien perdona. «La
fórmula sacramental “Yo te absuelvo...”, y la imposición de la mano y la señal
de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel
momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el
poder y la misericordia de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al
penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y
devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y
Resurrección de Jesús es comunicada al penitente (...). Dios es siempre el
principal ofendido por el pecado –tibi soli peccavi–, y solo Dios puede
perdonar»4.
Las palabras que pronuncia el sacerdote no son solo
una oración de súplica para pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni una
mera certificación de que Dios se ha dignado concedernos su perdón, sino que,
en ese mismo instante, causan y comunican verdaderamente el perdón: «en
aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa
intervención del Salvador»5.
Pocas palabras han producido más alegría en el mundo
que estas de la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados...». San Agustín
afirma que el prodigio que obran supera a la misma creación del mundo6.
¿Con qué alegría las recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del
Perdón? ¿Con qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por
tener tan a mano este sacramento? En nuestra oración de hoy podemos mostrar
nuestra gratitud al Señor por este don tan grande.
II. Por la
absolución, el hombre se une a Cristo Redentor, que quiso cargar con nuestros
pecados. Por esta unión, el pecador participa de nuevo de esa fuente de gracias
que mana sin cesar del costado abierto de Jesús.
En el momento de la absolución intensificaremos el
dolor de nuestros pecados, diciendo quizá alguna de las oraciones previstas en
el ritual, como las palabras de San Pedro: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes
que te amo»; renovaremos el propósito de la enmienda, y escucharemos con
atención las palabras del sacerdote que nos conceden el perdón de Dios.
Es el momento de traer a la memoria la alegría que
supone recuperar la gracia (si la hubiésemos perdido) o su aumento y nuestra
mayor unión con el Señor. Dice San Ambrosio: «He aquí que (el Padre) viene a tu
encuentro; se inclinará sobre tu hombro, te dará un beso, prenda de amor y de
ternura; hará que te entreguen un vestido, calzado... Tú temes todavía una
reprensión...; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un
banquete»7. Nuestro Amén se convierte entonces en un
deseo grande de recomenzar de nuevo, aunque solo nos hayamos confesado de
faltas veniales.
Después de cada Confesión debemos dar gracias
a Dios por la misericordia que ha tenido con nosotros y detenernos,
aunque sea brevemente, para concretar cómo poner en práctica los
consejos o indicaciones recibidas o cómo hacer más eficaz nuestro propósito de
enmienda y de mejora. También una manifestación de esa gratitud es procurar que
nuestros amigos acudan a esa fuente de gracias, acercarlos a Cristo, como hizo
la samaritana: transformada por la gracia, corrió a anunciarlo a sus paisanos
para que también ellos se beneficiaran de la singular oportunidad que suponía
el paso de Jesús por su ciudad8.
Difícilmente encontraremos una obra de caridad mejor
que la de anunciar a aquellos que están cubiertos de barro y sin fuerzas, la
fuente de salvación que hemos encontrado, y donde somos purificados y
reconciliados con Dios.
¿Ponemos los medios para hacer un apostolado eficaz de
la confesión sacramental? ¿Acercamos a nuestros amigos a ese Tribunal de la
misericordia divina? ¿Fomentamos el deseo de purificarnos acudiendo con
frecuencia al sacramento de la Penitencia? ¿Retrasamos ese encuentro con la
Misericordia de Dios?
III.
«La satisfacción es el acto final, que corona el signo
sacramental de la Penitencia. En algunos países lo que el penitente perdonado y
absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama
precisamente penitencia»9.
Nuestros pecados, aun después de ser perdonados,
merecen una pena temporal que se ha de satisfacer en esta vida o, después de la
muerte, en el Purgatorio, al que van las almas de los que mueren en gracia,
pero sin haber satisfecho por sus pecados plenamente10.
Además, después de la reconciliación con Dios quedan
todavía en el alma las reliquias del pecado: debilidad de la voluntad para
adherirse al bien, cierta facilidad para equivocarse en el juicio, desorden en
el apetito sensible... Son las heridas del pecado y las tendencias desordenadas
que dejó en el hombre el pecado de origen, que se enconan con los pecados
personales. «No basta sacar la saeta del cuerpo –dice San Juan Crisóstomo–,
sino que también es preciso curar la llaga producida por la saeta; del mismo
modo en el alma, después de haber recibido el perdón del pecado, hay que curar,
por medio de la penitencia, la llaga que quedó»11.
Después de recibida la absolución –enseña Juan Pablo
II–, «queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del
pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de
las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que
siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el
significado de la humilde, pero sincera, satisfacción»12.
Por todos estos motivos, debemos poner mucho amor en
el cumplimiento de la penitencia que el sacerdote nos impone antes de impartir
la absolución. Suele ser fácil de cumplir y, si amamos mucho al Señor, nos
daremos cuenta de la gran desproporción entre nuestros pecados y la
satisfacción. Es un motivo más para aumentar nuestro espíritu de penitencia en
este tiempo de Cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a ello de una manera
particular.
«“Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!” —invoca al
corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en
reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.
»—Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente
en nosotros la aversión al pecado y que sepamos amar, como expiación, las
contrariedades físicas o morales de cada jornada»13.
1 Jn 8,
10-11. —
2 Cfr. Jn 8,
1-11. —
3 Is 43,
16-21. —
4 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et paenitentia,
2-XII-1984, n. 31, III. —
5 Ibídem.
—
6 Cfr. San
Agustín, Coment. sobre el Evang. de San Juan, 72.—
7 San
Ambrosio, Coment. sobre el Evang. de San Lucas, 7. —
8 Cfr. Jn 4,
28. —
9 Juan
Pablo II, loc. cit. —
10 Cfr. Conc.
de Florencia, Decreto para los griegos, Dz 673. —
11 San
Juan Crisóstomo, Hom. sobre San Mateo, 3, 5. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit.; Cfr. también Audiencia general,
7-III-1984. —
13 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 258.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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