Elías Pino Iturrieta 21 de marzo de 2021
@eliaspino
Redactó
el Acta de la Independencia con cautela y entendimiento. De su aporte a la
Constitución que entonces se estrenaba, destacó la búsqueda de un equilibrio
capaz de contener las pasiones que pugnaban por su aparición. Supo interpretar
su entorno y actuar en consecuencia con una pericia excepcional. Su paso por la
Gaceta de Caracas y el Correo del Orinoco dieron luces para aportar a la
realidad de su tiempo y a la historia del presente. Lo esencial de su legado
mana de una producción intelectual que se debe considerar como iniciación del
republicanismo venezolano. Juan Germán Roscio, un ejemplo de héroe civil
venezolano.
Para conmemorar el bicentenario de la muerte de Juan
Germán Roscio, la dictadura hizo un mitin en el Panteón Nacional. Después
del discurso apropiado de un historiador guariqueño, el dictador se solazó en
un furibundo ataque del imperialismo, en un dicterio sobre cuya relación
con las ejecutorias del prócer se puede uno quebrar la cabeza sin topar con un
hallazgo mínimo. No contento con la disparatada arenga, anunció la creación de
un bono de ayuda económica con el nombre del homenajeado, que sería ofrecido a
la población para que aliviara su suerte.
Que el Panteón Nacional ahora se volviera gallera
roja-rojita no debe llamarnos la atención, debido a que el lugar fue convertido
por el comandante Chávez en uno de sus palenques estelares. La transformación del
sitio ceremonial en carpa de bravatas ha sido una de las creaciones del
socialismo del siglo XXI. Maduro es solo el continuador de un trabajo de
prostitución de los lugares que habían ocupado sitial de respeto en la
sensibilidad de los venezolanos desde el siglo XIX, cuando se empezó a crear la
memoria del republicanismo a cuyos valores la sociedad todavía
no se había apegado. Pero solo de respeto relativo, la verdad sea dicha.
Desde su fundación el lugar soportó el acartonamiento
de centenares de homilías y la impostura de los mandatarios que lo usaron para
meterse en el Olimpo de la historia, para parangonarse con los hombres
enterrados en sus sepulcros de mármol, pero no se había llegado a
la enormidad de hacer del templo una casa llana. Antonio Guzmán Blanco, movido
por su egolatría, lo utilizó para proclamarse como heredero de la obra de Simón
Bolívar y para seleccionar los espacios en los cuales se inhumarían
después los restos de su padre y los suyos propios, con todo y barbas. Para los
liberales fue camposanto de héroes liberales amarillos y, cuando tuvieron
oportunidad, los godos también se ocuparon de colonizarlo con sus difuntos
colorados. Pero jamás llegaron a los extremos del “comandante eterno”, cuando
escarbó en las cenizas del Libertador para fines esotéricos y
para que más tarde le fabricaran un retrato del héroe según los dictados
de su estética plebeya, y acorde con sus ganas de molestar a los prohombres
blancos que predominaban en las hornacinas. Es así como se llega a la
desvergüenza madurista que se ha exhibido sin contención en el homenaje a
Roscio.
Juan Germán Roscio fue
el pensador fundamental de la revolución de la Independencia. Sacó de su
cartapacio los argumentos del 19 de abril, para que por primera vez los
espacios públicos fueran copados por venezolanos. Se ocupó de los detalles del
Reglamento Electoral del Congreso fundacional, para que cupiera en su seno el
número suficiente de representantes que le concediera legitimidad al cuerpo
colegiado. Redactó el Acta de la Independencia con una cautela
gracias a la cual demostró su entendimiento de que empezaba un proceso tortuoso
y sangriento que no se debía adelantar en papeles solemnes. De su aporte a
la Constitución que entonces se estrenaba, destacó la búsqueda
de un equilibrio capaz de contener unas pasiones que pugnaban
por su aparición. Atemperó en la Cámara los pleitos comarcales de los
representantes del interior, interesados en la partición del mapa de la
República en ciernes para convertirlo en un rompecabezas desconectado de la realidad
y de la historia. Animador del futuro, pero, a la vez, convencido de la
necesidad de juzgar con inteligencia los intereses de la tradición, fue la
balanza orientada a sofocar las borrascas que advirtió desde su despacho de
hombre moderno que no debía entregarse del todo a su modernidad para evitar los
horrores de la guerra. ¿Algún otro llegó a esas escalas de entendimiento del
entorno, cuando apenas la patria ensayaba sus primeros pasos?
Pero en la atención de lo que consideró como el asunto
de mayor trascendencia para los hombres de su tiempo no
se amarró a ataduras antiguas, o las manejó con una pericia excepcional. Sintió
la inmediatez del choque entre las creencias religiosas y los planes
republicanos, o entre el poder de la Iglesia y los derechos políticos que
pregonaba la revolución, un conflicto que lo condujo a escribir la obra de
mayor envergadura entonces, la de mayor penetración en cuanto removía o
pretendía secar las raíces del vínculo entre el altar y la Corona que había
monopolizado el control de la vida. La Independencia no es pecado y están
equivocados el Papa y los obispos que quieren anatematizas o excomulgar a los
republicanos. Tal fue su tesis, nada menos, expuesta primero en un par de
textos incluidos en la Gaceta de Caracas y después en su obra
fundamental: Triunfo
de la libertad sobre el despotismo. El alcance del libro no solo radica en
el atrevimiento de criticar el maridaje de la monarquía y la Santa Sede, su
complicidad política, sino especialmente en fundamentar sus planteamientos en
la Biblia. El alegato no sale de las páginas de los filósofos ilustrados, sino
de una lectura autónoma de la Escritura. Examinada con ojos distintos, la
fuente de la ortodoxia y se transforma así en atrevimiento metodológico y en
soporte de una heterodoxia que, a pesar de la meta intrépida que procura, se
mantiene dentro de un cauce que nadie puede considerar como herético. Debe
recordarse que se presenta ante los lectores como “un pecador arrepentido”. Si
alguien observa ahora la luz de un sutil Lutero nacido en San José de
Tiznados no va descaminado.
Sufrió cárcel severa en Ceuta, figuró en la plana
mayor del Correo del Orinoco, ocupó la vicepresidencia de
Colombia y sus colegas de causa lo seleccionaron para la presidencia
del Congreso de Cúcuta, que no llegó a ejercer porque murió en la víspera
de la reunión. Posiciones de relevancia, desde luego, pero lo fundamental de su
legado mana de una producción intelectual que se debe considerar como
iniciación del republicanismo venezolano. Que la dictadura se haya atrevido a
recordarlo en la vulgaridad de un mitin, y con la obscena dádiva del “Bono
Roscio”, es lo más parecido a un delito de lesa patria.
Elías Pino Iturrieta
@eliaspino
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