Por Hugo Prieto
Después de pasar un mes
escondido del cerco policial que le tendió el Gobierno en diciembre, Roberto
Patiño* ha regresado al trabajo comunitario. La gente demostró que estaba
resteada con proyectos que tienen que ver con la seguridad alimentaria de la
niñez, la reducción de la violencia y la promoción de oportunidades en el
trabajo productivo, sin pedir a cambio lealtad política o que lleves puesta una
franela roja, blanca o azul.
El fortalecimiento de la
organización popular y la creación de ciudadanía son los mejores antídotos para
desactivar un sistema político que se apoya en la represión y en el apetito
insaciable de poder.
Si de verdad vamos a
demostrar que somos seres humanos, éste es el momento en que la solidaridad
debería movernos. Y la pregunta es: ¿la solidaridad es una manifestación
espontánea o el producto de una discusión o un debate dentro de una
comunidad?
La solidaridad, quizás, parte
de una pregunta muy profunda. ¿Cuál es el sentido de la vida? Y para mí, el
sentido de la vida está en el otro. En la vinculación con el otro. Entonces, la
solidaridad tiene una dimensión espontánea. El que podamos prestarle, por
ejemplo, auxilio a una persona que en medio de esta conversación sufra un
percance. Creo que nuestra reacción no sería de indolencia o hacernos los
desentendidos —ése no es mi problema, a esa persona no la conozco— que sería
todo lo contrario a la solidaridad, sino más bien buscaríamos la forma de
prestar ayuda. Sería un gesto espontáneo. Está allí. Probablemente, en
Venezuela esos gestos se contabilizan a diario y por millares. Ahora, dada la
magnitud de la emergencia humanitaria compleja que se vive en Venezuela, de la
prolongada crisis que vivimos durante tantos años, pienso que hay que buscar
mecanismos, planificar acciones, para que la solidaridad sea persistente y
eficaz.
¿Cómo se llega a esa
conclusión?
Sólo puedo hablar por
nuestra experiencia. En 2016 arrancamos con el tema de la seguridad alimentaria
para los niños; lo hicimos —los fines de semana— con unos sancochos populares,
asociados a esa espontaneidad. Si bien nos pareció una buena iniciativa, pronto
advertimos que era insuficiente, con una sopa a la semana no vas a resolver el
problema de desnutrición de un niño. Se trataba entonces de planificar y
ejecutar proyectos que fueran consistentes en el tiempo.
Mi impresión es que se ha
instalado la idea de que «todos somos ilegítimos». Hasta ese punto, digamos,
escalamos la polarización en Venezuela. Todo se instrumentaliza, todo se
relativiza, media la ideologización y el cálculo político en cualquier
iniciativa. ¿Cómo involucrar a la gente en propósitos de solidaridad, cuyo
objetivo sean los más vulnerables?
Mi trabajo social empezó en La Vega (2007) y la pregunta que me hacía era ¿cómo un gobierno autoritario, cuyo interés principal era acumular poder mientras cercenaba la libertad de expresión, tenía tanto apoyo en los sectores populares? Lo primero que hice fue conocer a las personas para tratar de entenderlos. Para escucharlos y ponerme en sus zapatos. De lo contrario, uno actúa con base en sus prejuicios y la mirada puesta desde la distancia. Conocí a Gabriela, que me ayudó a comprender la realidad de lo que ha sido el chavismo y también las corrientes de fondo que trajeron al chavismo. Ella tenía una calcomanía pegada en la puerta de su casa que decía: «Quién no quiere a Chávez no quiere a su mamá». Eso me impactó. Porque ¿qué cosa es más sagrada para uno que su mamá? Lo que creo es que la gente sentía que el proyecto chavista los reconocía y los ponía en el centro de la acción política. Es lo que sentía la gente, más allá de si eso era verdad o no.
Lo cierto es que los
proyectos sociales del chavismo estaban cargados de ideología y orientados
—como luego se demostró— a garantizarse la lealtad política. ¿Hay forma de no
caer en esa trampa?
La respuesta para eso es que
los cambios tienen que venir desde la propia comunidad. Si revisas lo que ha
sido nuestra acción —en materia de reducción de violencia, el acompañamiento a
las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales y la seguridad alimentaria de
los niños—, el elemento en común, el eje conductor de todo, es el
empoderamiento comunitario. Entonces, son cambios culturales a los que estamos
apuntando. La manera como te relaciones con el otro y con lo público.
La gente puede ser dueña de
su propio destino. Esa idea es muy poderosa. Se politiza, se ideologiza, como
diría Mario Lobo Zagallo: «los rusos también juegan». Diría que hay una
confrontación, una disputa, no ya entre dos sistemas políticos, sino entre dos
formas de entender el trabajo comunitario.
Totalmente. Yo creo que el
chavismo ha desarrollado mecanismos comunitarios de control y de chantaje. Y
ahí es donde hemos insistido en hacer el contraste. Nosotros nunca le hemos
preguntado a nadie, a la hora de definir uno de nuestros programas, si son
opositores o si son chavistas; si el color de su camisa es roja, blanca o azul.
Nunca. Que un niño esté bien alimentado es algo que nos interesa a todos los
venezolanos y sobre todo a los miembros de esta comunidad. De igual forma nos
interesa que los jóvenes puedan invertir su tiempo en un espacio deportivo o
tengan acceso a programas para la formación en el trabajo. O que una madre que
perdió un hijo, muchas veces por culpa del Estado, pueda conseguir apoyo en un
tejido social que la respalde, pero también consiga asesoría legal para hacer
la denuncia y eso no quede en el olvido. Eso nos interesa a todos. No importa
si tú eres chavista o eres opositor. Hay proyectos que trascienden la
polarización y es en los hechos donde he visto que eso es posible.
¿Cómo se lo ha tomado el
poder? La consigna sigue siendo «comuna o nada» y cualquier otra forma de
organización representa (para la dirigencia chavista) una amenaza o un
peligro.
Te puedo contar muchas
anécdotas de comisarios políticos que vienen desde el poder a tratar de
sabotear una iniciativa nuestra. Eso va desde el intento de impedir el
funcionamiento de un comedor hasta dictar una orden de captura pasando por el
bloqueo de cuentas bancarias. Pero la reacción de la comunidad es lo que nos ha
protegido. Y lo digo en un sentido amplio, no son los militantes de un partido
político, sino las personas que saben que ese trabajo que se está haciendo ahí
no ha discriminado y busca fortalecer ese tejido comunitario.
Hay una dislocación social
entre las necesidades de los sectores populares y las urgencias de la clase
media. ¿Cómo los venezolanos de cualquier extracción social —la población en
general— nos convencemos de que el trabajo que busca construir ciudadanía es
necesario?
Dos cosas alrededor de lo
que planteas. Una, lo que llamas «las urgencias» del este de Caracas —y de sus
equivalentes en el resto del país— son totalmente legítimas. Si tienes más de
60 años y tu preocupación es que puedas infectarte de coronavirus, ¿por qué eso
no cuenta o no es válido? ¿Eso es menos importante? ¿Eso es una ridiculez? Para
mí eso es importantísimo. Ahora, yo no he basado ahí mi acción política y
social. Pero no lo demerito. Ni lo desprestigio. Dos, así como el chavismo
tiene una visión de control hacia los barrios, también hay visión de indolencia
o de crítica. Quizás a sectores radicalizados de la oposición, lo que hacemos
le parece populismo. Y no entiende, tal vez porque no se han organizado en sus
propias comunidades, que la construcción de ciudadanía es lo que produce los
cambios.
¿Cómo podría traducirse eso
en hechos concretos? ¿Podría referir algunas experiencias?
Te voy a mencionar un
ejemplo. Recientemente organizamos una asamblea comunitaria en Pinto Salinas
—se han realizado 30 (desde que inició el año) siguiendo los protocolos de
bioseguridad—, entre otras cosas porque he querido darle significado a lo que
nos pasó en diciembre y agradecer los gestos de solidaridad, lo resteados que
han estado con nosotros. Es cierto, hay muchas razones para tener miedo —el
hecho de que se hayan bloqueado las cuentas bancarias, de que se hayan librado
órdenes de captura—, me llevó a preguntarme, mientras estaba escondido del
Sebin, ¿cómo va a reaccionar la gente? Y cualquiera de ellas la hubiese
entendido, en medio de las penurias, del sufrimiento, por las que atraviesa la
gente. No se trata de hacer abstracción. O de citar estadísticas. El 45 por
ciento de los venezolanos no tiene agua. Hay que entender lo indigno que
significa que no puedas bajar el agua de la poceta en tres semanas o que tu
salario no te alcance ni para comprar un desodorante y que todo lo que ganas lo
inviertas en comida para poder mal comer. O la imposibilidad de conseguir gas.
Tienes que cocinar con leña. Inhalar humo. Debilitar el sistema respiratorio en
medio de la pandemia del covid-19. Es destruir el ambiente. En medio de esa
situación pudiera entender que la gente me dijera «no necesito un problema más.
No me voy a vincular con un tipo que me puede meter en un rollo». Que, por
cierto, me pasa con gente conocida, con amigos de infancia. «Mosca. Roberto
está en el radar de la policía. ¡No visites la casa!» Pero en el barrio,
en la comunidad, la reacción ha sido la contraria y yo necesitaba agradecer
eso. La comunidad quiso que todos nuestros aliados se movilizaran para decir:
respeten nuestro trabajo.
Privilegias la cultura
política, la construcción de ciudadanía, la capacidad que tengas de tomar una
decisión propia o privilegias la militancia política y adscritas a una visión
partidista.
Ni siquiera se trata de esas
opciones. Hay una visión más trágica. La perspectiva que maneja una dictadura,
bajo la cual yo no soy un sujeto, yo no soy un ciudadano, me limito a esperar a
lo que ellos decidan, me limito a obedecer. Otros manejan la cosa pública y yo
simplemente estoy aquí, esperando. Yo no creo en eso. El cambio real en
Venezuela es de abajo hacia arriba. Nos va a tomar tiempo. El principal
obstáculo es que hay una gente que se cogió el poder para ellos. Expropian
partidos políticos. Colonizan las instituciones. Atropellan a las comunidades y
matan gente para meter miedo. Persiguen a la disidencia política. Ése es un
gran obstáculo que tiene Venezuela. Pero eso no significa que nos quedemos de
brazos cruzados, que no hagamos nada en estos momentos. Para nosotros, salir de
la dictadura significa que tenemos que construir lo que viene después. Y eso es
ya. Pero quiero precisar algo. Mucha gente personaliza el problema. Nicolás
Maduro. Los altos jerarcas. Y para mí, ése no es el problema. El problema es un
sistema político, un régimen, donde la paranoia y el apetito por el poder
justifican todo tipo de atropellos.
Hemos llegado al punto donde
hacer política significa correr riesgos, donde vincularse a una comunidad puede
tipificarse como un delito. ¿Qué significado le encuentra a ese planteamiento?
Para mí, como para cualquier
ser humano, lo más importante es mi familia. Que el Sebin haya entrado con
armas largas a la casa de mi mamá, ¿ah? Eso es un atropello a lo más sagrado.
Ahora, ¿eso me genera un odio contra la gente que está en el poder? No. No
siento odio contra ellos, no siento odio contra nadie. Yo sé que ése es el
producto de un sistema y yo estoy luchando contra un sistema. Trato de
construir, entonces, en cosas que desactivan ese sistema.
Tiene 13 años en el trabajo
comunitario. Y uno puede decir que Roberto Patiño no es diputado, no está en la
primera fila de un partido político. No sé si se reúne con la gente que toma
las decisiones. ¿El trabajo comunitario te convierte en dirigente político?
Esa pregunta me permite
decir algo que para mí es central. El trabajo comunitario es un fin en sí
mismo. Independientemente de que yo tenga posibilidades de incidir o no en la
política. Para mí, tanto en el trabajo comunitario como en las relaciones
humanas, es el centro de la construcción de confianza. Yo no me guardo cartas
bajo la manga. Soy muy directo cuando le digo a la gente en lo que creo y en lo
que pienso. Yo también tengo vocación de servicio en la política y por eso
estoy en un partido político desde hace muchos años. ¿Tú crees que yo he
perdido el tiempo en el trabajo comunitario? No, nosotros —en 13 años— hemos
servido más de 10 millones de platos de comida a niños, en medio de una
emergencia humanitaria compleja. Yo me cuestiono y no sé si voy a hacer algo
más importante en mi vida. ¿Tiene más valor hacerlo sin los recursos políticos
del Estado? No lo sé. Lo que yo estoy haciendo es lo más importante para mí,
que es estar vinculado a la gente. Es lo que le da sentido a mi vida. Yo sé que
mi trabajo —a diario— tiene resultados concretos.
No sé si la historiadora
Margarita López Maya hizo de profeta cuando dijo que el Gobierno —una vez que
había reducido o doblegado a los partidos políticos—, iba por las
organizaciones de la sociedad civil. Lo cierto es que eso se ha venido
cumpliendo sin demoras. Los ataques, las descalificaciones, el seguimiento, las
amenazas son parte del día a día. ¿Cómo lidiar con este sistema de control, de
represión y de humillación?
Creo que el único antídoto
que tenemos contra la represión es más organización. Que las iniciativas, que
los proyectos de la sociedad civil, sean descentralizadas y no dependan de
individuos. Y eso, para mí, es una de las grandes satisfacciones dentro de las
amarguras que vivimos en diciembre. Nosotros nunca paramos a pesar de que yo
tuve que esconderme durante un mes. A pesar de las cuentas bloqueadas el proyecto
siguió andando. Creo que hay que saber leer la dinámica interna dentro de ese
sistema político al que hice referencia. Creo que hay una facción a lo interno
del régimen que tomó consciencia de que los graves problemas económicos —que es
lo que más los mortifica— no tienen una solución si no hay una reinserción del
país en la órbita de Occidente. Vamos a lo concreto. Los chinos no meten un
dólar en Venezuela desde hace cuatro años. Muchos de los proyectos han quedado
en nada. El presidente Xi Jinping basa su legitimidad en la lucha contra la
corrupción y por lo que ya sabemos, en Venezuela ha habido muchísima
corrupción. Rusia es una potencia militar, pero no tiene la capacidad económica
para echarse al hombro a Venezuela. Irán puede ayudar a resolver el problema de
la gasolina, pero hasta ahí. No hay posibilidad de una normalización con
Occidente si se reprime a la sociedad civil, si se aprieta el cerco político
que ellos tienen. Y ahí hay un incentivo.
Sería un punto en la agenda
de una facción del régimen. ¿Pero esa facción tiene capacidad para imponer una
decisión de esa índole? Desactivar la presencia del petróleo venezolano en el
mercado mundial es algo que el chavismo nunca debió hacer. Sin embargo, lo
hicieron. Pudieron tomar conciencia de ese error. Pero no sabemos, y esto es
una sorprendente paradoja, si la oposición ve esto como una oportunidad.
Desembocamos en la hipótesis
del cambio. Yo no creo en soluciones violentas al conflicto venezolano. No son
—y en esto quiero ser muy claro— soluciones sostenibles en el tiempo. ¿Cuál es
la alternativa? Una negociación, que pasa por discutir la posibilidad de
reinsertar el país en Occidente, siempre y cuando se tracen reglas claras como
parte de una transición democrática y en Venezuela podamos tener mecanismos
para la convivencia política. Ésa es la solución. Veamos cómo se podría ver
desde la oposición. ¿Luego de 20 años existe la posibilidad de que pase lo que
ocurrió en Argentina, donde el Kirchnerismo regresó al poder? Sí. Si los tipos
compiten por el poder, cumplen con las reglas y la mayoría del país les da la
confianza a ellos, sí. Pero no pueden hacer lo que les da la gana. No pueden
hacer operativos como los del FAES, que asesinan gente a mansalva con
impunidad. No puedes perseguir opositores o cooptar instituciones para ti. No
puedes romper la Constitución y atropellar al sector privado y a la sociedad
civil. De eso se trata, de establecer unas reglas. ¿Cómo podría verse desde el
chavismo? ¿Después de 20 años de revolución vamos a aceptar que esos tipos
puedan llegar al poder? ¿Si no qué? Es la cubanización de esto. Y ése es mi
gran temor. Por donde vamos es un camino en el cual perdemos todos.
Creo que después de 20 años
podemos tomar consciencia de que mañana podemos vivir peor. Es algo que debemos
entender.
Sin duda. Ésa es,
precisamente, la cubanización. Lo curioso es que Cuba quiere salir de eso. La
gran pregunta, el espanto en el cuarto, es el tema de la impunidad. ¿Qué va a
pasar con los crímenes que se cometieron? ¿Con el sufrimiento que se ha
infringido? Ahí tenemos que sentarnos y evaluar los mecanismos que se han
implementado en otras sociedades, la llamada justicia transicional. ¿Cómo nos
ponemos de acuerdo en un mecanismo que haga viable la solución política pero
que también atienda el sufrimiento de las víctimas? Los venezolanos a veces
sentimos que lo que nos ha pasado es excepcional; que a nadie le ha pasado lo
que hemos vivido. Somos el ombligo del mundo. ¿Qué dirían los sudafricanos
donde el 90 por ciento de la población era excluida de la vida política y
económica de su país por el color de su piel? ¿Te imaginas el nivel de
criminalidad que significa eso? Y consiguieron una solución. ¿Y no significó
que el 10 por ciento de la población se tuviera que ir del país o los lanzaran
al mar? Tenemos la experiencia de nuestro vecino (Colombia), que luego de 50
años de guerra interna, implementó mecanismos de justicia transicional que,
pese a todos los problemas, a todos los desafíos, se ha fortalecido y ha dado
resultados positivos.
***
*Ingeniero de
Producción (Universidad Simón Bolívar), Maestría en Políticas Públicas
(Universidad de Harvard), Cofundador del Movimiento Caracas Mi Convive y del
programa Alimenta la Solidaridad.
21-03-21
https://prodavinci.com/roberto-patino-el-antidoto-contra-la-represion-es-la-organizacion-popular/
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