Tulio Ramírez 26 de mayo de 2021
Después
de más de 40 años que obtuve el título de Bachiller de la República, recuerdo
aún cosas con meridiana claridad. Debo agradecer a los recursos y mañas que
desarrolló esa generación de estudiantes de los años 60 y 70. La gran mayoría
pudo superar las exigencias académicas y continuar rumbo a la universidad
gracias a esas estrategias.
Por
ejemplo, para poder aprobar las temibles tres Marías, vale decir:
Matemática, Química y Física de tercer año, no solo tuvimos que dedicar muchas
horas al estudio —y menos a la chapita o al béisbol—, también a desarrollar
habilidades personales para entrarle a esas horcas caudinas.
En esa
época no había aprobación automática —como ahora— ni se hacían tantos exámenes
de reparación como fuesen necesarios hasta que el muchacho apruebe, «no vaya a
ser que sufra un daño psicológico que repercuta en su futuro desarrollo», ¡qué
riñones!
Las
reparaciones eran en septiembre y diciembre. Si salías raspado, no había otra:
o ibas diferido o directo a inscribirte en un liceo privado, lo cual, por
cierto, era una raya. Te quedaba el estigma de que te habían coleteado o
expulsado de un liceo público.
Volviendo
a las tres Marías. En el caso de la Química, nunca olvidaré la
fórmula de la ley especial de los gases. No porque tenía habilidades en esa
área del conocimiento ni mucho menos. Solo usaba trucos nemotécnicos que me
sacaban la pata del barro en los exámenes.
Recuerdo
que tenía que aprender la fórmula para poder despejar la incógnita que me
preguntarían en uno de los exámenes. La bendita fórmula era volumen inicial (V1)
por presión inicial (P1) por temperatura final (T2) igual a volumen
final (V2) por presión final (P2) por temperatura inicial
(T1.). ¿Qué cómo me lo aprendí?, memorizando como una avemaría que
la fórmula era ViPiTo igual a VoPoTi. Santo remedio, más nunca se me olvidó.
En el
caso de Matemática, nunca olvidaré las operaciones básicas; pero confieso que
la multiplicación me la aprendí primero de memoria (como todos). Dospordoscuatro, dosportresseis, dosporcuatroocho….
Esa era mi letanía cuando iba camino a la escuelita del barrio.
En el
liceo no me fue tan mal, pero pasé mucho trabajo. Creo que fui pionero en eso
de la Misión Robinson porque, para pasar matemática de tercer año, mis padres
tuvieron que contratar a un estudiante de Ingeniería de la Simón,
para que me enseñara eso de la radicación, la racionalización y demás yerbas
matemáticas.
Uno de
esos mantras matemáticos que quedó grabado en mi mente fue la expresión «el
orden de los factores no altera el producto», enunciado conocido como la ley de
la propiedad conmutativa.
Memoricé
esa ley usando la estrategia que sugirió mi compañero de clases, Hans Manfred,
un alemán recién llegado a Venezuela que vivía en el barrio Baloa en Petare. Me
dijo algo así como «Herr Tulio, eso ser muy fácil, debes
recitarr, el orden de tractores no alterar camino«. Listo, bastó y
sobró hasta para comprender su significado.
Esa
ley opera para la suma y la multiplicación. Sin embargo, cuando me dicen que la
historia es una suma de sucesos, utilizo la ley de conmutatividad como
retruécano o como recurso para probar lo impertinente que es matematizar la
historia.
Por
ejemplo, cuando en una emisora chavista escucho: «El país se vino a menos
gracias a las sanciones aplicadas a solicitud del corrupto Guaidó», pienso que
el locutor lo que está haciendo es alterando intencionalmente la secuencia del
orden de los factores para alterar el producto. El orden correcto es: «El país
se vino a menos gracias a los corruptos y por ello fueron sancionados a
solicitud de Guaidó».
Tulio
Ramírez
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