Por Tomás Straka
“Eso lo leí en Herrera
Luque”. La frase, repetida con mucha frecuencia, generaba espanto entre los
historiadores. Algunos tramontaban en furia, otros apenas dejaban asomar un
gesto de displicencia, pero a todos, o a casi todos, disgustaba. Y no eran los
únicos. Otro tanto pasaba con los escritores, críticos y académicos del mundo
de la literatura. Si lo del escritor muy popular menospreciado por el establishment
cultural es casi un cliché, el caso de Francisco Herrera Luque (1927-1991) se
muestra especialmente certero. No obstante, como suele suceder, a treinta años
de la muerte de quien fue considerado una especie de intruso en la literatura y
la historiografía, es tan venerado y leído más que nunca. Incluso la academia
poco a poco empieza a hacer las paces con él. Es, por lo tanto, propicio el
momento para revisitar su obra. ¿Qué dijo, o cómo lo dijo, para entusiasmar a
tantos venezolanos? ¿Por qué eso generó tantas prevenciones en los
especialistas? Como en la trama de una biopic, ¿carecieron de razones
quienes daban un paso atrás de susto cuando oían aquello de “lo leí en Herrera
Luque”?
El presente ensayo
espera ofrecer algunas hipótesis al respecto. La idea de base es que el
impacto, a favor y en contra, que generó Herrera Luque fue un síntoma del
universo de las ideas venezolanas en el último tercio del siglo pasado. A la
larga, como indica el título, el intruso parece haber ganado la
batalla, pero eso no significa que los motivos de quienes lo rechazaron siempre
estuvieron desencaminados, sobre todo de cara a las formas de ver las cosas en
la época; ni que la victoria represente un aval a todas sus ideas vistas el día
de hoy. El texto tiene tres partes. En la primera trataremos de entender de qué
era un outsider, de fuera de qué fronteras estaba y, por lo tanto, a
cuáles penetró, tal vez sin proponérselo, para conquistar un pedazo muy
importante del territorio que otros consideraban su coto. Es decir, el contexto.
La segunda ya se refiere a lo específicamente historiográfico (una de las
fronteras que traspasó), donde el problema adquiere una complejidad que
probablemente la mayor parte de los no especialistas, e incluso alguno de
ellos, no se imaginan. La tercera se centra en las ideas específicas que
sostuvo sobre la historia venezolana. En alguna medida, esto fue lo más
importante para la mayor parte de sus lectores, después del placer en sí mismo
que hallaron leyéndolo. Cuando alguien señala como fuente de un dato o de una
interpretación que “lo leí en Herrera Luque”, generalmente lo hace en
referencia a la historia de Venezuela.
¿Outsider de qué?
Un outsider es un
extraño, un forastero, incluso, sí, un intruso. Y, por lo general, uno que
no sólo llega para quedarse, sino también para hacerse notar. La definición de
ese territorio en el que incursionó Herrera Luque en 1972, cuando
apareció Boves, el urogallo, la hallamos en el panorama de
la lectura en Venezuela durante las décadas de 1970 y 1980. Decimos
la lectura, que no la literatura y la historiografía, porque no todo lo
que se leía en el país estaba definido por estas dos disciplinas. Más
bien al contrario. Se leía bastante más de lo que suele pensarse y, de hecho,
era un momento dorado de la industria editorial. Pero no era dominado por los
escritores ni por los historiadores (aunque en Venezuela siempre le ha ido
mejor a la historia que a la literatura en las ventas). Es esa combinación de
un mercado ansioso de lectores, de escritores que no escribían lo que ellos
buscaban y de editores dispuestos a invertir en un outsider, lo que
explica una parte muy grande del fenómeno de Herrera Luque.
Cuando salió a luz
el Boves… nada auguraba que Herrera Luque se convertiría en un
novelista exitoso. No había publicado relatos ni ganado algún concurso
importante o participado en alguna tertulia o grupo literario. Se le conocía
como un importante psiquiatra, profesor de la Escuela de Medicina de la
Universidad Central de Venezuela, así como autor de trabajos de su especialidad,
como Viajeros de Indias (1961) o La huella perenne (1969).
Ahora, es probable que justamente por haber sido un outsider, por llevar
años escribiendo al margen de los círculos literarios (sabemos que de
adolescente ya había redactado una novela que circuló entre sus compañeros del
colegio), pudo pensar sus trabajos con la libertad de quien no se sentía
comprometido con la comunidad literaria del país. Como a las claras lo
demuestran sus novelas, poco o nada lo había impresionado las grandes innovaciones
que desde la década de 1960 venían experimentándose en la literatura
venezolana. “Son narrativas donde no se narra nada”, dijo una vez. Y como lo
indica el éxito que obtuvo (y que le fue tan esquivo a los otros más apegados a
las tendencias de la hora), la mayoría de los lectores pensaban igual.
Naturalmente, en lo
inmediato la reacción del mundo literario fue adversa. Ser muy leído no es
garantía de calidad, como lo demuestra una larga lista de best sellers,
por lo que fue fácil descalificar a Herrera Luque: si gusta tanto, fue la
conclusión, es porque algo malo tendrá. Por otro lado, sin embargo, las buenas
ventas tampoco significan que un trabajo sea necesariamente malo. Los autores
referenciales del momento, los del Boom, vendían enormes cantidades de tirajes
y nadie ponía en duda por eso que Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa
fueran escritores de calidad. En la actualidad, como siempre pasa cuando los
años ponen distancia a las pasiones, vemos las cosas distintas. La
reconciliación con la academia la llevan adelante investigadores como Carlos
Sandoval y Carmen Verde, y en gran medida lo que en 1972 se veía como un
defecto en Herrera Luque, hoy es considerado un mérito. Entonces se produjeron
demasiados textos de estructuras audaces, algunos experimentos con verdaderos
logros, pero intraficables para quien no estuviera dispuesto a hacer un
análisis estructural. El resultado fue que a demasiados lectores los libros se
les escurrían de las manos, en medio de bostezos. Es algo que definitivamente
no ocurre con una novela de Herrera Luque y que cualquier autor del siglo XXI
aspira a alcanzar.
La dimensión del problema la podemos apreciar mejor si retomamos lo que en términos más amplios pasaba en la región. Eran, como se señaló, los días del Boom. Venezuela jugaba un papel de primera línea en todo lo referente al fenómeno, menos en lo de crear obras emblemáticas. En el país habían vivido un par de décadas antes Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier; muy pronto se establecerían Tomás Eloy Martínez e Isabel Allende; Arturo Uslar Pietri había sido el inventor de la categoría realismo mágico; el Estado otorgaba muy buenas subvenciones a los artistas a través del Instituto de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), y tenía editoriales de fama continental -como Monte Ávila Editores- que los publicaba; los académicos gozaban de sueldos y apoyos para la investigación cercanos a los del primer mundo; y el Premio Rómulo Gallegos otorgaba las aguas lustrales de la consagración, como hizo con Mario Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Fernando del Paso… Y, sin embargo, los venezolanos no lograban entrar al star system del Boom. Se puede hablar de casos, como el célebre de Adriano González León o el de Miguel Otero Silva cuando decidió montarse en la ola renovadora con su Cuando quiero llorar no lloro (1970) o el de Francisco Massiani, cuya entrañable Piedra de mar (1968) ha convencido tanto a los lectores, agotando muchísimos tirajes, como a la crítica. Lo mismo puede decirse de Eduardo Liendo con su El mago de la cara de vidrio (1973). Pero la verdad es que, en conjunto, al pináculo del star system no entró ninguno. Uslar Pietri seguía siendo por mucho el autor vivo más conocido en el exterior y en el país, pero era anterior al Boom y no mostraba intenciones de adaptarse a sus modelos. Por algo podía competir con Herrera Luque en lo que a receptor de encono se refería.
Pero ésta es sólo una
de las caras del asunto. La otra es que esos libros que no se leían estaban
apareciendo justo cuando en el país se vivía un momento de oro de la industria
editorial, se publicaban libros de grandes tirajes para los estándares
venezolanos y había autores que se hicieron francamente populares. Pero todos
eran más o menos outsiders como Herrera Luque. De hecho, sin esta variable,
él es imposible de comprender, porque fue justo esa industria editorial, al
margen de las grandes instituciones públicas y privadas, la que apostó a su
manuscrito de Boves, el urogallo. Textos como Cuatro crímenes, cuatro
poderes, de Fermín Mármol León (1979), los libros periodísticos e históricos de
Alfredo Tarre Murzi -que firmaba con el seudónimo de Sanín-, trabajos de
políticos como Domingo Alberto Rangel, Pedro Duno, Juan Pablo Pérez Alfonzo y
José Vicente Rangel, las novelas históricas de José León Tapia, textos a medio
camino entre la historia y el reportaje -como La caída del Liberalismo
amarillo (1973) y Confidencias imaginarias de Juan Vicente
Gómez (1980) de Ramón J. Velásquez- demuestran que había un público ávido
de leer libros, que tenía dinero para comprarlos (¡era la Gran Venezuela!),
pero que era atendido por editores sagaces como José Agustín Catalá, Manuel
Vadell, Jorge Barros, José Luis García y Domingo Fuentes, y no por Monte Ávila
Editores.
Esta industria parecía
sufrir lo que todas las industrias venezolanas en la época: una enorme
dificultad para exportar. Ninguna pudo convertirse en algo como la Editorial
Losada o las editoriales españolas, probablemente por los enormes costos que el
fortísimo (y ya, en realidad, algo sobrevaluado) bolívar le imponía a cualquier
cosa. Por ejemplo, era muy común que para ahorrar costos las impresiones se
hicieran en España. También es probable que la seguridad y abundancia del
mercado venezolano no incentivaron el riesgo de colocar a un autor en el
exterior, lo cual requiere de inversión. Pero sí tomaban algunos más acotados.
Por ejemplo, un psiquiatra que casi a los cincuenta años decidiera escribir su
primera novela parece la combinación perfecta para el fracaso. Cualquier editor
sabe que la segunda cosa que da más miedo después del poemario de un novato de
mediana edad es el anuncio de su novela.
Pero todo editor
también sabe que hay que, al menos, echarle un vistazo, porque uno de cada
tantos resulta ser un tesoro oculto. Eso fue lo que debió pensar Domingo
Fuentes cuando Herrera Luque le entregó las cuartillas de su manuscrito, o le
advirtió que su próximo libro sería una novela. Pero también hay muchos casos
en los que se encuentran sorpresas o se descubren a autores que, no por carecer
de publicaciones, carezcan de oficio. Fuentes conocía, y bien, su negocio.
Desconocemos cómo fue su contacto con Herrera Luque, pero de algo no debe caber
duda: desde la primera cuartilla, Fuentes, quien sabía reconocer un éxito
cuando lo veía, debió convencerse de que tenía un tiquete ganador. En un año
vendió cinco ediciones de Boves, el urogallo. Y ya en 1974 fue llevada a
la pantalla en una miniserie producida por Radio Caracas Televisión, con guión
de José Ignacio Cabrujas. Los casos anteriores, como Los días de Cipriano
Castro -de Mariano Picón-Salas (1953)-, que probablemente tiene el récord
de ser el único libro de historia en el mundo que ha vendido todo su tiraje en
un solo día, y Mensaje sin destino -de Mario Briceño-Iragorry (1951)-
respondieron en buena medida a coyunturas políticas específicas (y demuestran
la preferencia de los lectores venezolanos con la historia y la
política). Y ninguno tuvo algo que se le pareciera a una exitosa serie en
la televisión.
El triunfo
del outsider había sido completo, por nocaut, y uno que se repetiría
casi anualmente: En la casa del pez que escupe agua (1975), Los
amos del Valle (1979), La historia fabulada (1981), La luna
de Fausto (1983), Manuel Piar, el caudillo de dos colores (1987)
y Los cuatros reyes de la baraja (1991). Los lectores no sólo habían
ovacionado al recién llegado, y le habían dado carta de ciudad en la República
de las Letras, sino que parecía con intenciones de ponerlo a su cabeza.
El outsider pudo incluso más: vendió tanto que logró el prodigio de
dedicarse por entero a la escritura. Con sus novelas también habría pintado el
arco de la historia venezolana desde la conquista hasta la segunda mitad del
siglo XX. Y los lectores, fascinados, comenzaron a llenar las lagunas que la
escuela había dejado en su memoria histórica con estos libros. Fue entonces
cuando comenzó la frase temible entre los historiadores: “eso lo leí en Herrera
Luque”.
27-05-21
https://prodavinci.com/francisco-herrera-luque-y-su-tiempo-el-triunfo-del-outsider-i/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico