Francisco Fernández-Carvajal 28 de mayo de 2021
@hablarcondios
—
Maldición de la higuera que solo tenía hojas. Todo tiempo, toda circunstancia,
deben ser buenos para dar frutos de santidad y de apostolado.
— Obras
son amores y no buenas razones. La vida interior se expresa en
realidades concretas.
— El
amor a Dios se manifiesta en un apostolado alegre y lleno de iniciativas.
I.
Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros,
y sintió hambre, según nos dice San Marcos en el Evangelio de la
Misa1. Es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la Santísima
Humanidad de Cristo, que quiso estar muy próximo a nosotros y participar de las
limitaciones y necesidades de la naturaleza humana para que aprendamos nosotros
a santificarlas. El Evangelista nos indica que vio Jesús una higuera alejada
del camino y se acercó a ella por si encontraba algo que comer, pero no
halló más que hojas, pues no era tiempo de higos. La maldijo el
Señor: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Volvieron de nuevo aquel
día, ya tarde, de Jerusalén a Betania; probablemente Jesús se hospedaba en casa
de aquella familia amiga donde era siempre bien recibido: la casa de Lázaro, de
Marta y de María. Y a la mañana siguiente, cuando se dirigían a la ciudad
santa, todos vieron que la higuera se había secado de raíz.
Jesús
sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso
enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había
venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas
obras, pero no halló más que prácticas exteriores sin vida, hojarasca sin
valor. También aprendieron los Apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo
debe ser bueno para dar frutos. No podemos esperar circunstancias especiales
para santificarnos. Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la
enfermedad, en el trabajo normal, igual en situaciones en que se nos acumulan
muchos quehaceres como cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos
de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica
si el Señor la permite y en la abundancia... Son precisamente esas
circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero
inmejorable y espléndido. En todas las circunstancias debemos
encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. «También tú
–comenta San Beda– debes guardarte de ser árbol estéril, para poder ofrecer a
Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad»2.
Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo
lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida. ¿Procuramos
dar fruto ahora, en el momento, edad y circunstancias en los que nos
encontramos? ¿Esperamos situaciones más favorables para llevar a nuestros
amigos a Dios?
II. Las
palabras de Jesús son fuertes: Nunca jamás coma nadie fruto de ti.
Jesús maldice esta higuera porque solamente encontró en ella hojas, apariencia
de fecundidad, follaje. Realiza un gesto llamativo para que quede bien grabada
la enseñanza en el alma de sus discípulos y en la nuestra. La vida interior del
cristiano, si es verdadera, va acompañada de frutos: obras externas que
aprovechan a los demás. «Se ha puesto de relieve muchas veces –recuerda San
Josemaría Escrivá– el peligro de las obras sin vida interior que las anime,
pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que
puede existir– sin obras.
»Obras
son amores y no buenas razones: no puedo recordar sin
emoción este cariñoso reproche –locuela divina– que el Señor grabó con claridad
y a fuego en el alma de un pobre sacerdote mientras distribuía la Sagrada
Comunión, hace años, a unas religiosas y decía sin ruido de palabras a Jesús
con el corazón: te amo más que estas.
»¡Hay
que moverse, hijos míos, hay que hacer! Con valor, con energía, y con alegría
de vivir, porque el amor echa lejos de sí el temor (cfr. 1
Jn 4, 18), con audacia, sin timideces...
»No
olvidéis que, si se quiere, todo sale: Deus non denegat gratiam; Dios
no niega su ayuda, al que hace lo que puede»3.
Es cuestión de vivir de fe y de poner los medios que estén a nuestro alcance en
cada circunstancia; no esperar con los brazos cruzados situaciones ideales, que
es posible que nunca se presenten, para hacer apostolado; no aguardar a tener
todos los medios humanos para ponerse a actuar cara a Dios, sino manifestar con
hechos el amor que llevamos en el corazón. Veremos con agradecimiento y con
admiración cómo el Señor multiplica y hace fructificar nuestras siempre escasas
fuerzas en relación a lo que Él nos pide.
Si es
auténtica, nuestra vida interior –el trato con Dios en la oración y en los
sacramentos– se traduce necesariamente en realidades concretas: apostolado a
través de la amistad y de los vínculos familiares; obras de misericordia
espirituales, o materiales, según las circunstancias: enseñar al que no sabe
(dar charlas de formación, colaborar en una catequesis, dar un consejo oportuno
al que vacila o está desorientado...), colaborar en empresas de educación que
imparten una visión cristiana de la vida, hacer compañía y dar consuelo a esos
enfermos y ancianos que se encuentran prácticamente abandonados...
Siempre,
en toda circunstancia, en formas muy variadas, la vida interior se debe
expresar –de modo continuo– en obras de misericordia, en realidades de
apostolado. La vida interior que no se manifiesta en obras concretas, se queda
en mera apariencia, y necesariamente se deforma y muere. Si crece nuestra
intimidad con Cristo es lógico que mejoren nuestro trabajo, el carácter, la
disponibilidad para la mortificación, el modo de tratar a quienes tenemos cerca
en nuestro vivir diario, las virtudes de la convivencia: la comprensión, la
cordialidad, el optimismo, el orden, la afabilidad... Son frutos que el Señor
espera hallar cuando se acerca cada día a nuestra vida corriente. El amor, para
crecer, para sobrevivir, necesita expresarse en realidades.
III.
Jesús no encontró más que hojas... No existen frutos duraderos en el cristiano
cuando por falta de vida interior, de estar metido en Dios y de considerar en
su presencia la tarea apostólica, se da lugar al activismo (hacer,
moverse... sin estar respaldados por una honda vida de oración), que a la
postre resulta estéril, ineficaz, y es síntoma frecuentemente de falta de
rectitud de intención. Allí no existe más que una obra puramente humana, sin
relieve sobrenatural, quizá consecuencia de la ambición, del afán de figurar,
que se puede meter en todo lo que el hombre realiza, hasta en lo de apariencia
más elevada. Con razón se ha puesto de relieve el peligro del activismo:
obras en sí buenas, pero sin vida interior que las apoye. San Bernardo, y
después de él muchos autores, llamaba a esas obras ocupaciones malditas4.
Pero
también la falta de frutos verdaderos en el apostolado se puede dar por pasividad,
por falta de un amor con obras. Y si el activismo es malo y estéril, la
pasividad es funesta, pues el cristiano puede engañarse a sí mismo,
creyendo que ama a Dios porque realiza actos de piedad: es verdad que los hace,
pero no acabadamente, porque no mueven a hacer el bien. Estas prácticas
piadosas sin frutos serían la hojarasca vacía y estéril, porque la verdadera
vida interior lleva a un apostolado intenso, en cualquier situación y ambiente,
a actuar con valentía, con audacia, con iniciativas, echando fuera los respetos
humanos, «con alegría de vivir», con la fuerza que imprime un amor siempre
joven. Hoy, mientras hablamos con el Señor en este rato de oración, podemos examinar
si hay frutos en nuestra vida, ahora, en el presente. ¿Tengo iniciativas como
sobreabundancia de mi vida interior, de mi oración, o pienso, por el contrario,
que en mi ambiente –en la facultad, en la fábrica, en la oficina...– nada puedo
hacer, que no es posible ya obtener más frutos para Dios? ¿Me comprometo y
ayudo eficazmente en empresas apostólicas..., o «solo rezo»? ¿Me justifico
diciéndome que entre el trabajo, la familia, la dedicación a las prácticas de
piedad, «no tengo tiempo»? Entonces lo normal será que el trabajo, la vida de
familia... tampoco sean ocasión de apostolado.
Obras
son amores... El verdadero amor a Dios se manifiesta en
un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. Y si el Señor nos
encontrara pasivos, contentándonos con unas prácticas de piedad sin
manifestación apostólica llena de alegría y de constancia, quizá podría
decirnos en la intimidad de nuestro corazón: más obras... y menos «buenas
razones». Son muchas las ocasiones a lo largo de un día para –de mil formas diferentes–
dar a conocer a Cristo, si nuestro amor es verdadero. La vida interior sin un
profundo afán apostólico se va empequeñeciendo y muere; se queda en mera
apariencia. A la mañana siguiente, al pasar -anota el
Evangelista-, los Apóstoles vieron que la higuera se había secado de
raíz, completamente. Es la imagen expresiva de aquellos que por comodidad,
por pereza, por falta de espíritu de sacrificio, no dan esos frutos que el
Señor espera. Una vida apostólica, como ha de ser la de todo cristiano, es lo
opuesto a esta higuera seca: es vida, iniciativa, entusiasmo por la tarea
apostólica, amor hecho obras, alegría, actividad quizá callada pero
constante...
Examinemos
nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor –que se acerca a nosotros
con hambre y sed de almas– frutos maduros, realidades hechas con un sacrificio
alegre. En la dirección espiritual nos pueden ayudar a distinguir lo que haya
en cada uno de nosotros de activismo (dónde tenemos que rezar
más) y lo que haya de falta de iniciativa (dónde tenemos que
«movernos» más). La Virgen, Nuestra Señora, nos enseñará a reaccionar para que
jamás la vida interior, nuestro deseo de amar a Dios, se convierta en hojarasca
vacía y sin valor.
1 Mc 11,
11-26. —
2 San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc. —
3 San
Josemaría Escrivá, Carta 6-V-1945, n. 44. —
4 Cfr. J.
D. Chautard, El alma de todo apostolado, Palabra, Madrid
1976, pp. 130-131.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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