Francisco Fernández-Carvajal 22 de mayo de 2021
@hablarcondios
— La fiesta judía de Pentecostés. El envío
del Espíritu Santo. El viento impetuoso y las lenguas
de fuego.
— El Paráclito santifica continuamente a
la Iglesia y a cada alma. Correspondencia a las mociones e inspiraciones del
Espíritu Santo.
— Correspondencia: docilidad, vida
de oración, unión con la Cruz.
I. El
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
habita en nosotros. Aleluya1.
Pentecostés
era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas peregrinaban a
Jerusalén en estos días para adorar a Dios en el Templo. El origen de la fiesta
se remontaba a una antiquísima celebración en la que se daban gracias a Dios
por la cosecha del año, a punto ya de ser recogida. Después se sumó en ese día
el recuerdo de la promulgación de la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se
celebraba cincuenta días después de la Pascua, y la cosecha material que los
judíos festejaban con tanto gozo se convirtió, por designio divino, en la Nueva
Alianza, en una fiesta de inmensa alegría: la venida del Espíritu Santo con
todos sus dones y frutos.
Al
cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de
repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente,
y llenó toda la casa en la que se hallaban2.
El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la
presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego3.
El fuego aparece
en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento
purificador4. Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que
el Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes
nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del
Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón...
El
fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo
hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el
Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará
porque recibirá de lo mío y os lo anunciará5.
En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el
Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho6.
Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo:
«habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la
culmina y la confirma con testimonio divino»7.
En el
Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por
el «soplo», para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor
divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas
partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida
propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés expresa la
fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y en las almas.
San
Pedro, ante la multitud de gente que se congrega en las inmediaciones del
Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo que ya había sido anunciado
por los Profetas8: Sucederá
en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne...9.
Quienes reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como
los compañeros de Moisés10,
o como los Profetas, sino todos los hombres, en la medida en que reciban a
Cristo11. La acción del Espíritu Santo debió producir, en los
discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera
de sí, llenos de amor y alegría.
II. La
venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en
la vida de la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente; también
santifica a cada alma, a través de innumerables inspiraciones, que son «todos
los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y
conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus
bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos,
empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas
resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna»12.
Su actuación en el alma es «suave y apacible (...); viene a salvar, a curar, a
iluminar»13.
En
Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de
Jesús, para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes. Pero no solamente
ellos: cuantos crean en Él tendrán el dulce deber de anunciar que Cristo ha
muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los últimos
días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán
vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros
ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi
Espíritu en aquellos días y profetizarán14.
Así predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de
los últimos días, los días en que ha sido derramado de una manera
nueva el Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de Dios,
y llevan a cabo su doctrina.
Todos
los cristianos tenemos desde entonces la misión de anunciar, de cantar
las magnalia Dei15,
las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en
Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos
sacó de las tinieblas a su luz admirable16.
Al
comprender que las santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida
dependen de la correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos
sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está
manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es
tibio, enderece lo torcido17.
Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan
todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y
también pequeños extravíos, que es preciso enderezar.
Nos es
necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve
a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro.
III. Para
ser más fieles a las constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en
nuestra alma «podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad
(...), vida de oración, unión con la Cruz».
Docilidad, «en
primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va
dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien
nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad,
quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza
para realizar todo lo que Dios espera»18.
El
Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si
no es por una moción del Espíritu Santo19,
como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y
nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva
en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos
considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad no
depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el Espíritu
Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para confesar
nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a
realizar una obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o
nos hace encontrar la palabra adecuada que mueve a una persona a ser mejor.
Vida
de oración, «porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del
cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la
conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con
Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo
(...). Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de
santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así
se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y,
por Él, a todas las criaturas»20.
Unión
con la Cruz, «porque en la vida de Cristo el Calvario
precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe
reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu Santo es fruto de
la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de
renunciar por entero a nosotros mismos»21.
Podemos
terminar nuestra oración haciendo nuestras las peticiones que se contienen en
el himno que se canta en la Secuencia de la Misa de este día de
Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu
luz. Ven, padre de los pobres; ven dador de las gracias; ven, lumbre de los
corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio.
Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto. ¡Oh
luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles (...).
Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el
mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo22.
Para
tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María,
que supo secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del Espíritu
Santo. Los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, perseveraban
unánimes en la oración con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús23.
1 Antífona
de entrada. Misa de la vigilia, Rom 5, 5; 8, 11. —
2 Hech 2,
1-2. —
3 Cfr. Ex 3,
2. —
4 Cfr. M.
D. Philippe, Misterio de María, Rialp, Madrid 1986,
352-355. —
5 Jn 16,
13-14. —
6 Jn 14,
26. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 4. —
8 Jl 2,
28. —
9 Hech 2,
17. —
10 Cfr. Núm.
11, 25. —
11 Cfr. Jn 7,
39. —
12 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota II, 18.
—
13 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16, sobre el Espíritu Santo,
1. —
14 Hech 2,
17-18. —
15 Hch 2,
11. —
16 1
Pdr 2, 9. —
17 Cfr. Misal
Romano, Secuencia de la Misa de Pentecostés. —
18 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 135. —
19 Cfr. 1
Cor 12, 3. —
20 San
Josemaría Escrivá, o. c., 136. —
21 Ibídem,
137. —
22 Misal
Romano, Secuencia de la Misa de Pentecostés. —
23 Cfr. Hech 1,
14.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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