Francisco Fernández-Carvajal 30 de mayo de 2021
@hablarcondios
—
Servicio alegre a los demás.
—
Buscar a Jesús a través de María.
—
El Magnificat.
I. Venid,
oíd los que teméis a Dios y os contaré las maravillas del Señor en mi alma1,
leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Poco
después de la Anunciación, se dirigió Nuestra Señora a visitar a su pariente
Isabel, que vivía en la región montañosa de Judea, a cuatro o cinco jornadas de
camino. Por aquellos días -señala San Lucas-, María se
levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá2.
La Virgen, al conocer por medio del ángel el estado de Isabel, movida por la
caridad, se apresura a ir para ayudarla en las necesidades normales de la casa.
Nadie la obliga; Dios, a través del ángel, no le ha exigido nada en este
sentido, e Isabel no ha solicitado su ayuda. María hubiera podido permanecer en
su propia casa, para dedicarse a preparar la llegada de su Hijo, el Mesías.
Pero se pone en camino cum festinatione, con alegre prontitud, con
gozo inefable, para prestar sus servicios sencillos a su prima3.
Nosotros
la acompañamos por aquellos caminos en nuestra oración, y le decimos, con las
palabras que leemos en la Primera lectura de la Misa: Exulta,
hija de Sión, alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén (...). El
Señor Dios tuyo, el fuerte, está en medio de ti. Él te salvará, se gozará sobre
ti con alegría (...), se regocijará sobre ti con júbilo eterno4.
Es
fácil imaginar el inmenso gozo que llevaba Nuestra Madre en su corazón y el
deseo grande de comunicarlo. Mira, también Isabel, tu prima, ha
concebido un hijo..., le había indicado el ángel. Según este testimonio
expreso, se trataba de una concepción prodigiosa, y estaba relacionada de algún
modo con el Mesías que iba a venir5.
Después de este largo viaje, Nuestra Señora entró en casa de Zacarías y saludó
a su pariente. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó
de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. Aquella casa
quedó transformada por la presencia de Jesús y de María. Su saludo «fue eficaz
en cuanto llenó a Isabel del Espíritu Santo. Con su lengua, mediante la
profecía, hizo brotar en su prima, como de una fuente, un río de dones divinos
(...). En efecto, allí donde llega la llena de gracia, todo queda
colmado de alegría»6.
Es este un prodigio que hace Jesús a través de María, asociada desde los
comienzos a la Redención y a la alegría que Cristo trae al mundo.
La
fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de la vida interior de
María: su actitud de servicio humilde y de amor desinteresado para quien se
encuentra en necesidad7.
Este suceso, que contemplamos en el segundo misterio de gozo del Santo Rosario,
nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos rodean. Muchas
veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que
se desborda y llega a los demás. Pero esto solo será posible si nos mantenemos
muy cerca del Señor, mediante el fiel cumplimiento de los momentos de oración
que tenemos previstos a lo largo del día: «la unión con Dios, la vida
sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas:
María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo»8.
¿«Llevamos» con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a donde vamos...
al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...? ¿Somos habitualmente
causa de alegría para los demás?
II. A la
llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz
alta: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.
¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en
cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.
Isabel
no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con
el fruto de su vientre, que es bendito por los siglos. ¡Cuántas veces hemos
repetido también nosotros estas mismas palabras, al recitar el Avemaría!:
Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Las
pronunciamos con el mismo gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas veces pueden
servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra Madre del Cielo, mientras
trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar una imagen suya!
María
y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios de Jesús serán realizados
–como en este caso– en íntima unión con su Madre, Medianera de todas las
gracias. «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación –afirma
el Concilio Vaticano II– se manifiesta desde el momento de la concepción
virginal de Cristo hasta su muerte»9.
Aprendamos
hoy, una vez más, que cada encuentro con María representa un nuevo hallazgo de
Jesús. «Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un
poco lo que hay en este corazón de Dios que se anonada (...)»10,
que se hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don
inmenso –poder conocer, tratar y amar a Cristo– tuvo su comienzo en la fe de
Santa María, cuyo perfecto cumplimiento Isabel pone ahora de manifiesto: «la
plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la
fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de
Nazareth ha respondido a este don»11.
La Virgen, que ya había pronunciado su fiat pleno y entregado,
se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías, como Madre del Hijo
de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel12 y
también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.
III. El
clima que rodea este misterio que contemplamos en el Santo Rosario, la
atmósfera que empapa el episodio de la Visitación es la alegría; el misterio de
la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el
seno de Santa Isabel; esta, llena de alegría por el don de la maternidad,
prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magnificat, un
himno todo desbordante de la alegría mesiánica13.
A las alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de júbilo. El
hogar de Zacarías y de Isabel rezuma el espíritu más puro del Antiguo
Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará paso al Nuevo.
El Magnificat es «el cántico de los tiempos mesiánicos, en el
que confluyen la alegría del antiguo y del nuevo Israel (...). El cántico de la
Virgen, dilatándose, se ha convertido en plegaria de la Iglesia de todos los
tiempos»14.
En
este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva
guardado en su corazón. El Magnificat es la manifestación más
pura de su íntimo secreto, revelado por el ángel. No hay en él rebuscamiento ni
artificio: estas palabras son el espejo del alma de Nuestra Señora; un alma
llena de grandeza y tan cercana a su Creador: Mi alma glorifica al
Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.
Y
junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una
profecía: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
«Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el
título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos
sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del
Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció
maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en
conformidad de sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán
bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el
Todopoderoso»15.
Nuestra
Madre Santa María no se distinguió por hechos prodigiosos; no conocemos por el
Evangelio que haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra; pocas, muy
pocas, son las palabras que de Ella nos ha conservado el texto inspirado. Su
vida de cara a los demás fue la de una mujer corriente, que ha de sacar
adelante su familia. Sin embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa
profecía. ¿Quién podría contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios
en su honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A lo largo de veinte
siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y
condición: intelectuales y gente que no sabe leer, reyes, guerreros, artesanos,
hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños que comienzan a
balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía. Dios
te salve, María, llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las
mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro corazón.
De
modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes de mayo, «pero el mes
de mayo no puede terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la
veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden desaparecer de nuestro
corazón, más aún, deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida
cristiana, modelada según el ejemplo de María, el nombre de la hermosa
flor que siempre invoco // mañana y tarde, como canta Dante Alighieri (Paradiso 23,
88)»16. Tratando a María, descubrimos a Jesús. «¡Cómo sería la
mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no
puede contener su alegría –“Magnificat anima mea Dominum!” –y su alma glorifica
al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.
»¡Oh,
Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de
tenerlo»17.
*La
fiesta de hoy, establecida por Urbano VI en 1389, está situada entre la
Anunciación del Señor y el nacimiento de Juan el Bautista, en armonía con el
relato evangélico. Se conmemora la visita de Nuestra Señora a su pariente
Isabel, ya entrada en años, para ayudarla en la espera de su maternidad, y al
mismo tiempo compartir con ella el júbilo de las maravillas obradas por Dios en
ambas. Esta fiesta de la Virgen con la que terminamos el mes a Ella dedicado,
nos manifiesta su mediación, su espíritu de servicio y su profunda humildad.
Nos enseña a llevar la alegría cristiana allí a donde vamos. Como María, hemos
de ser siempre causa de alegría para los demás.
1 Antífona
de entrada. Sal 65, 16. —
2 Lc 1,
39-56. —
3 Cfr. M.
D. Philippe, Misterio de María, p. 142 . —
4 Sof 3,
14; 17-18. —
5 Cfr. F.
M. Willam, Vida de María, p. 85. —
6 Pseudo
Gregorio Taumaturgo, Homilía II sobre la Anunciación.
—
7 Juan
Pablo II, Homilía 31-V-1979. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 566. —
9 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 57-58. — 10 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 144. —
11 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 12. —
12 Cfr. Ibídem,
13. —
13 Cfr. ídem., Homilía 31-V-1979.
—
14 Pablo
VI, Exhor. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 18. —
15 Conc.
Vat. II. Const. Lumen gentium, 66. —
16 Juan
Pablo II, Homilía 25-V-1979. —
17 San
Josemaría Escrivá, Surco, 95.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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