Marta de la Vega 30 de mayo de 2021
@martadelavegav
No es
este el espacio para un extenso o profundo análisis, pero sí la oportunidad de
celebrar el pensamiento de una filósofa cuya vigencia mantiene hoy una
desgarradora presencia. No solo en regímenes como el de Corea del Norte o de
algunos países de África en los que se combinan la voluntad de dominación
nihilista con las guerras tribales que han provocado genocidios inimaginables
como el de Ruanda, de hutus contra tutsis, en los últimos años del siglo XX.
También en el naciente siglo XXI, en nuestro hemisferio, Venezuela sufre un
genocidio continuado de baja intensidad, provocado por un proyecto militarista
de vocación totalitaria que lanzó a la palestra política el taimado militar
barinés, denominado “socialismo bolivariano del siglo XXI”.
Sabemos
que su principal propósito fue perpetuarse en el poder, con el pretexto de
dignificar a los más vulnerables, de construir el control social de la
población a punta de dádivas y asistencialismo clientelar, de imponer el
control político con represión, expoliación y muerte de quienes considerara,
bajo una lógica binaria, enemigos, no adversarios, que es lo propio de las
democracias; el chavismo, almibarando las ilusiones de una mayoría, con “cantos
de sirena” que facilitaron el extravío de la democracia venezolana, la
corrupción rampante del bipartidismo y el consiguiente desprestigio de los principales
partidos políticos, perdió el rumbo trazado después del derrocamiento de la
dictadura militar del general M. Pérez Jiménez. Impuso un proyecto político
“revolucionario” que anunciaba una mutación estructural de la república y su
refundación. Este desvío ha sido una de las peores calamidades de la historia
del país, que aún sufrimos, pues se habían construido las bases de la más
exitosa modernización del país mediante una “conciliación de élites” con el
pacto de Punto Fijo, y en lugar de profundizar la democracia, el proyecto
chavista, desde su fundador hasta su designado sucesor, ha convertido en
catástrofe permanente la vida nacional. La retórica de transparencia, la
promesa de una gestión administrativa sin opacidad y con rendición de cuentas, ceñida
a los parámetros de la más estricta ética republicana, la extensión de los
principios democráticos y del progreso a todos los rincones del país fueron un
gran engaño para someter de manera hegemónica las instituciones y derrumbarlas,
destruir el aparato productivo nacional con la aplicación mecanicista de las
recetas que definieron el socialismo real, un fracaso histórico reiterado,
siempre inviable, a un altísimo costo social y humano, que en estos días,
populistas autoritarios como el candidato presidencial Pedro Castillo en Perú,
pretenden implantar.
Tal
socialismo ortodoxo, basado en la lucha de clases y la dictadura, no del
proletariado sino en contra de estos y de toda la sociedad, con la retórica de
la redención social de los más pobres, considerados despojados de su dignidad o
desposeídos de riqueza que el caudillo mesiánico llegaba a salvar, desde la
antigua Unión Soviética con Lenin y Stalin, quien consolidó el modelo, hasta su
tropical y sanguinaria versión cubana con los Castro y sus acólitos, perdura
hasta hoy. Como dijo Spengler, refiriéndose a los proyectos fallidos de cambio
social revolucionario, “los animales históricos tardan mucho tiempo en
morir”.
En
Venezuela, además de la destrucción institucional, la militarización del poder,
la disolución del Estado, la usurpación de sus estructuras y la simultánea
imposición de un Estado delincuencial paralelo, tal “revolución” consistió en
despilfarrar la mayor renta petrolera jamás recibida en la historia
republicana, mediante fabricación de consensos en el horizonte internacional,
compra de voluntades y apoyo utilitario, y en el plano interno, un
asistencialismo acomodaticio y manipulador para someter a las mayorías,
la dislocación de los más altos valores de civilidad y ética social dentro de
un sistema democrático con Estado de derecho y la exacerbación del populismo
demagógico hasta la grotesca realidad de convertir la transgresión en norma,
presente en todos los sectores económicos, políticos y sociales.
En el
poder se mantiene actualmente el conglomerado criminal transnacional que
preside Maduro con la camarilla dominante, sin ni siquiera cumplir con uno de
los elementos esenciales que definen un Estado, que es la soberanía o control
del territorio. Los trágicos episodios recientes en Apure en la frontera con
Colombia, donde jóvenes soldados sin preparación técnica, con una fuerza armada
desmoralizada y que ha perdido la brújula, son enviados cual carne de cañón a
enfrentar las bandas narcocriminales extranjeras que han tomado posesión del
territorio nacional y que están enfrentadas entre facciones rivales por el
control de los negocios ilícitos de sus economías pervertidas por la droga como
instrumento de dominación. Las “vacunas” y la destrucción de bienes públicos y
privados como mecanismos de intimidación y de robo de sus propiedades a
poblaciones inermes, en total indefensión por la ausencia de Estado, son una
comprobación de que existe en Venezuela un hecho cuya descripción ha sido de
los más acertados aportes de Hannah Arendt para definir el totalitarismo.
La
“banalidad del mal”, expresión acuñada por ella, encuentra su más remoto
antecedente de la modernidad en Kant. Significa, a raíz del seguimiento que
hizo Arendt en Jerusalén del juicio a uno de los verdugos más impasibles y
anodinos del régimen nazi, A. Eichmann, cómo un sistema político puede
trivializar el exterminio de seres humanos mediante una ética excluyente de
anti-valores morales, mediante su ejecución burocrática por funcionarios que
obedecen la orden sin tomar en consideración las consecuencias. Para Arendt, en
alusión a Kant, “el mal nunca es radical; solo es extremo y carece de toda
profundidad…puede extenderse y reducir todo el mundo a escombros… solo el bien
tiene profundidad y puede ser radical”. Ningún ser humano es superfluo. Todos
contamos. Esa es la tarea a la que Arendt nos convoca sin postergación.
Marta
de la Vega
@martadelavegav
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