Marta de la Vega 25 de mayo de 2021
No es
este el espacio para un extenso o profundo análisis, pero sí la oportunidad de
celebrar el pensamiento de una filósofa cuya vigencia mantiene hoy una
desgarradora presencia. No solo en regímenes como el de Corea del Norte o de
algunos países de África —en los que se combinan la voluntad de dominación
nihilista con las guerras tribales— que han provocado, en los últimos años del
siglo XX, genocidios inimaginables como el de Ruanda, de hutus contra tutsis.
También
en el naciente siglo XXI, en nuestro hemisferio, Venezuela sufre un genocidio
continuado de baja intensidad, provocado por un proyecto militarista de
vocación totalitaria que lanzó a la palestra política el taimado militar
barinés, denominado «socialismo bolivariano del siglo XXI».
Sabemos
que su principal propósito fue perpetuarse en el poder, con el pretexto de
dignificar a los más vulnerables, de construir el control social de la
población a punta de dádivas y asistencialismo clientelar, de imponer el
control político con represión, expoliación y muerte de quienes considerara,
bajo una lógica binaria, enemigos, no adversarios, que es lo propio de las
democracias; el chavismo, almibarando las ilusiones de una mayoría, con «cantos
de sirena» que facilitaron el extravío de la democracia venezolana, la
corrupción rampante del bipartidismo y el consiguiente desprestigio de los
principales partidos políticos, perdió el rumbo trazado después del
derrocamiento de la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez e impuso
un proyecto político «revolucionario» que anunciaba una mutación estructural de
la república y su refundación.
Este
desvío ha sido una de las peores calamidades de la historia del país, que aún
sufrimos, pues se habían construido las bases de la más exitosa modernización
del país mediante una «conciliación de élites» con el Pacto de Puntofijo y, en
lugar de profundizar la democracia, el proyecto chavista, desde su fundador
hasta su designado sucesor, ha convertido en catástrofe permanente la vida
nacional.
La
retórica de transparencia, la promesa de una gestión administrativa sin
opacidad y con rendición de cuentas, ceñida a los parámetros de la más estricta
ética republicana, la extensión de los principios democráticos y del progreso a
todos los rincones del país fueron un gran engaño para someter de manera
hegemónica las instituciones, destruir el aparato productivo nacional con la
aplicación mecanicista de las recetas que definieron el socialismo real, un
fracaso histórico reiterado, siempre inviable, a un altísimo costo social y
humano que, en estos días, populistas autoritarios como el candidato
presidencial Pedro Castillo en Perú, pretenden implantar.
Tal
socialismo ortodoxo perdura hasta hoy, basado en la lucha de clases y la
dictadura —no del proletariado sino en contra de estos y de toda la sociedad—,
con la retórica de la redención social de los más pobres, considerados
despojados de su dignidad o desposeídos de riqueza que el caudillo mesiánico
llegaba a salvar; desde la antigua Unión Soviética con Lenin y Stalin —quien
consolidó el modelo— hasta su tropical y sanguinaria versión cubana con los
Castro y sus acólitos. Como dijo Spengler, refiriéndose a los proyectos
fallidos de cambio social revolucionario, «los animales históricos tardan mucho
tiempo en morir».
En
Venezuela, además de la destrucción institucional, la militarización del poder,
la disolución del Estado, la usurpación de sus estructuras y la simultánea
imposición de un Estado delincuencial paralelo, consistió en despilfarrar la
mayor renta petrolera jamás recibida en la historia republicana, mediante
fabricación de consensos en el horizonte internacional, compra de voluntades y
apoyo utilitario, y en el plano interno, un asistencialismo acomodaticio y
manipulador para someter a las mayorías, la dislocación de los más altos
valores de civilidad y ética social dentro de un sistema democrático con Estado
de derecho y la exacerbación del populismo demagógico hasta la grotesca
realidad presente en todos los sectores económicos, políticos y sociales de
convertir la transgresión en norma.
En el
poder se mantiene actualmente el conglomerado criminal transnacional que
preside Maduro con la camarilla dominante, sin siquiera cumplir con uno de los
elementos esenciales que definen un Estado, que es la soberanía o control del
territorio.
Los
trágicos episodios recientes en Apure, en la frontera con Colombia, donde
jóvenes soldados —sin preparación técnica, con una fuerza armada desmoralizada
y que ha perdido la brújula— son enviados cual carne de cañón a enfrentar a las
bandas narcocriminales extranjeras que han tomado posesión del territorio nacional
y que están enfrentadas entre facciones rivales por el control de los negocios
ilícitos de sus economías pervertidas por la droga como instrumento de
dominación. Las “vacunas” y la destrucción de bienes públicos y privados como
mecanismos de intimidación y de robo de sus propiedades a poblaciones inermes,
en total indefensión por la ausencia de Estado, son una comprobación de que
existe uno de los más acertados aportes de Hannah Arendt.
La
«banalidad del mal», expresión acuñada por ella y cuyo más remoto antecedente
de la modernidad se halla en Kant, significa —a raíz del seguimiento que hizo
Arendt en Jerusalén del juicio a uno de los verdugos más impasibles y anodinos
del régimen nazi, A. Eichmann— cómo un sistema político puede trivializar el
exterminio de seres humanos mediante una ética excluyente de antivalores
morales, mediante su ejecución burocrática por funcionarios que obedecen la
orden sin tomar en consideración las consecuencias. Para Arendt, en alusión a
Kant, «el mal nunca es radical; solo es extremo y carece de toda
profundidad…puede extenderse y reducir todo el mundo a escombros… solo el bien
tiene profundidad y puede ser radical». Ningún ser humano es superfluo. Todos
contamos. Esa es la tarea a la que Arendt nos convoca sin postergación.
Marta
de la Vega
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