Por Jesús Piñero
Luisa Pernalete tenía 7
años cuando alfabetizó a su primera alumna. La estudiante se llamaba Amalia
Rosa, tenía 18 años y era una de las muchachas de servicio en su casa. Luisa le
enseñó las vocales y a escribir su nombre. Esas eran las lecciones que ella
recibía en el kínder y, cada tarde, las ponía en práctica con Amalia Rosa
cuando llegaba de sus clases.
—Ven, repite conmigo:
Mi-ma-má me mi-ma.
Amalia Rosa empezó a
leer corrido y a escribir oraciones largas.
Los padres de Luisa
vieron su potencial y nunca dejaron de apoyarla. Tiempo después, no sólo le
enseñaba las sílabas a Amalia Rosa, también lo hacía con sus hermanas, quienes
asistían al mismo colegio que ella, el San José de Tarbes de Barquisimeto.
Desde muy pequeña
estuvo entonces vinculada a la formación religiosa, enseñanzas que ella
transmitía los fines de semana en diferentes barrios al oeste barquisimetano
como catequista de las tarbesianas, labor con la que se hizo líder y dirigente.
Ese trabajo le permitió tener contacto por primera vez con comunidades
vulnerables.
Así comenzó a formarse
su vocación de servir a los demás con la docencia, que en aquel tiempo era una
profesión valorada social y económicamente, con la que se podía vivir de forma
digna.
Cuando se graduó de
bachiller, en 1971, sus padres –que estaban preocupados por los estudios e
independencia de sus hijos– decidieron montarla en un avión con dirección a los
Estados Unidos. Querían que perfeccionara su inglés. Allí estuvo durante 6
meses, rodeada de una realidad que no era la suya, porque extrañaba su entorno.
A su regreso, decidió
materializar la labor que ya venía ejerciendo como un oficio: quería ser
maestra. Su primera opción fue el Instituto Pedagógico de Barquisimeto que
gozaba de notable prestigio, sin embargo, la Universidad del Zulia (LUZ) estaba
ofreciendo la carrera de Educación con un pensum similar, por lo que sus
padres, para no hacerla esperar más tiempo, la orientaron a tomar esa
oportunidad en el estado Zulia y, si no le gustaba, el año siguiente podría
regresar a Lara y empezar de lleno en el Pedagógico.
Pero sucedió todo lo
contrario. A Luisa le fue muy bien en Maracaibo. Durante ese año de prueba
obtuvo las mejores notas de su cohorte. Así que decidió quedarse a culminar la
carrera con un extraordinario récord de notas. Esto último quedó demostrado
cuando el profesor Ángel Lombardi, quien entonces se avizoraba como candidato a
decano, le abrió la puerta de la organización en la que nunca dejaría de
trabajar por el resto de su vida:
—Fe y Alegría me pidió
que colaborara en la Escuela Normal Nueva América que están haciendo al sur de
Maracaibo, pero todo apunta a que seré decano, por lo que no podré asumir esas
clases de Historia de Venezuela. Tómalas tú y así vas entrando de una vez al
campo.
Luisa, quien ya tenía
21 años y cursaba quinto semestre, se arriesgó y decidió entrar por la puerta
que le abría el profesor Lombardi. Eran 4 horas a la semana que, al año
siguiente, las autoridades de la institución decidieron triplicarle por su
excelente rendimiento como profesora de los futuros maestros que estudiaban en
la Normal.
Sus estudiantes tenían
entre 15 y 17 años, se trataba de hombres y mujeres que estudiaban para
convertirse en los futuros maestros de Venezuela. Esto motivó más a Luisa:
“Este es el negocio redondo: yo estoy formando a los muchachos que van a ser
docentes, esta es una renovación educativa de verdad. Y fue así: Fe y Alegría
Zulia se convirtió en la innovación pedagógica de todita Venezuela”.
Y en la universidad, su desempeño no era distinto. Mantuvo sus excelentes calificaciones hasta graduarse de Licenciada en Educación: “A mí me fue bien en LUZ, sólo tuve un problema con un profesor y por eso no tuve el Summa cum laude, pero alcancé 18,5 de promedio. Lo que pasó fue que yo era la delegada del curso y lideré una protesta en su contra porque se trataba de un tipo muy pirata”, explicó.
“Pero no me quejo: tuve
muy buenos profesores, con una biblioteca bastante buena y con muchas actividades
extramuros, estaba en la coral de la Facultad y hasta en el grupo ecológico”,
comentó luego. Ese espíritu rebelde lo conservaría siempre, en nombre de muchas
causas.
Egresar de la vida
universitaria implicó el comienzo de una nueva etapa, no sólo porque asumió por
tres años la dirección de la Normal al sur de Maracaibo, con sólo 24 años, sino
también porque, en 1980, la Ley Orgánica de Educación dictó que la formación de
maestros estaba en manos de las universidades y de los institutos pedagógicos, por
lo que la enseñanza normalista quedó derogada.
En ese mismo año,
gracias a sus sobresalientes calificaciones, obtuvo una beca para estudiar una
maestría sobre historia latinoamericana en la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM). Pero en México no estuvo apartada de su vocación de servicio,
pues el país se había convertido en el refugio de los nicaragüenses,
guatemaltecos y salvadoreños que huían de los conflictos políticos y militares
de esas naciones.
“Colaboraba con esos
refugiados a través de las Comunidades Eclesiales de Base. Mientras los otros
becarios de Fundayacucho [Fundación Gran Mariscal de Ayacucho] se iban a
escuchar a los mariachis en la plaza Garibaldi, yo me la pasaba metida en esas
colonias populares con los centroamericanos, dando charlas sobre solidaridad”,
relató Luisa. Y es que eran tiempos difíciles. Los últimos soplos de la Guerra
Fría se hicieron sentir en América Latina con la teología de la liberación y la
muerte de uno de sus difusores, el cura salvadoreño Óscar Arnulfo Romero.
En Venezuela, la
situación también comenzó a tambalearse. La devaluación de 1983 obligó a muchos
becarios a abandonar sus estudios en el exterior. Ese fue el caso de Luisa,
quien regresó al país sin poder culminar su tesis de maestría: “Me vine antes
de terminar porque vino el Viernes Negro y la beca se volvió chiquita. A mí
sólo me faltaba la tesis y me regresé a Venezuela con la investigación por la
mitad”.
Pero en Venezuela
–cuenta– había mucho que hacer, siempre hay mucho que hacer. Tras el retorno a
su tierra pudo entrar de lleno a Fe y Alegría, en la dirección regional del
Zulia, institución en la que pronto comenzó a ejercer cargos de mayores
responsabilidades.
“Fui la primera mujer
laica en Venezuela en asumir el cargo de directora regional, posición que hasta
ese momento sólo lo habían ocupado jesuitas. Allí estuve por 7 años, fundando
varias escuelas”. Pero su labor no sólo se limitó a eso, también trabajó de la
mano del gobierno local en una fundación dedicada a los niños de la calle: “De día
era la directora regional de Fe y Alegría en Zulia y de noche me iba al
malecón, a trabajar como voluntaria con niños «huele pega»”.
Así estuvo hasta 1997,
cuando, por decisión propia, fue trasladada a Guayana, hacia donde empacó sólo
lo que cupo en su Fiat.
Allá no conocía a
nadie, sólo al Orinoco y al Caroní, pero eso no fue un obstáculo. El mundo del
estado Bolívar la cautivó por 15 años, yendo y viniendo de la Gran Sabana,
conociendo pueblos y fundando escuelas de todos los tamaños.
“Compartí con los
pemones, con los kariña, con los kurripako y los mapoyo. Guayana se convirtió
en la zona con más escuelas de Fe y Alegría en el país. Tuvimos 35 escuelas:
unas grandes, otras pequeñas, unas chiquitas y otras grandísimas”. Aunque en
2010 decidió dejar el cargo, su trabajo no terminó.
A petición del
Observatorio Venezolano de Violencia, diseñó un programa para promover la
cultura de paz en el país. Fue entonces cuando nació “Madre Promotoras de Paz”,
una iniciativa con presencia en varias ciudades y pueblos de Venezuela que
busca la sana convivencia en varios estratos sociales.
Gracias a ese proyecto
recibió el Premio de Derechos Humanos que otorga la Embajada de Canadá y el
Centro para la Paz y los Derechos Humanos de la Universidad Central de
Venezuela (UCV). Hoy su trabajo resuena en todo el país, en su columna “Hagamos
las paces”, en El Correo del Caroní, y en las actividades que, con
esfuerzo y trabajo civil, le han valido otros reconocimientos importantes.
De esos meses en 2013,
mientras celebraba su galardón, recuerda la conversación que tuvo con uno de
sus estudiantes, uno de esos muchachos que conoció en las calles de Maracaibo,
cuando trabajaba como voluntaria:
—¿Y cuánto se ganó por
el premio, profesora?
—Nada, no se trata de
dinero.
—¡Nojombre! Entonces,
¿qué fue lo que se ganó?
—Un reconocimiento. De
ahora en adelante, siempre tendré como un parlante: todo lo que yo diga se oirá
más duro porque me gané un premio.
***
Este texto se produjo
bajo la dirección y coordinación de la asociación civil Medianálisis (medianalisis.org)
como parte de un proyecto para reseñar y destacar el trabajo de la sociedad
civil en Venezuela.
19-05-21
https://prodavinci.com/luisa-pernalete-y-la-apuesta-educativa/
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