Francisco Fernández-Carvajal 20 de mayo de 2021
@hablarcondios
— Los frutos del Espíritu Santo en el
alma, manifestación de la gloria de Dios. El amor, el gozo y
la paz.
— Paciencia y longanimidad.
Su importancia en el apostolado.
— Los frutos que se relacionan más
directamente con el bien del prójimo: bondad, benignidad, mansedumbre,
fidelidad, modestia, continencia y castidad.
I.
Cuando el alma es dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo se convierte en
el árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Esos frutos sazonan la vida
cristiana y son manifestación de la gloria de Dios: en esto será
glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto1,
dirá el Señor en la Última Cena.
Estos
frutos sobrenaturales son incontables. San Pablo, a modo de ejemplo, señala
doce frutos, resultado de los dones que el Espíritu Santo ha infundido en
nuestra alma: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,
longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad2.
En
primer lugar figura el amor, la caridad, que es la primera manifestación de
nuestra unión con Cristo. Es el más sabroso de los frutos, el que nos hace
experimentar que Dios está cerca, y el que tiende a aligerar la carga a otros.
La caridad delicada y operativa con quienes conviven o trabajan en nuestros
mismos quehaceres es la primera manifestación de la acción del Espíritu Santo
en el alma: «no hay señal ni marca que distinga al cristiano y al que ama a
Cristo como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las
almas»3.
Al
primer y principal fruto del Espíritu Santo «sigue necesariamente el gozo,
pues el que ama se goza en la unión con el amado»4.
La alegría es consecuencia del amor; por eso, al cristiano se le distingue por
su alegría, que permanece por encima del dolor y del fracaso. ¡Cuánto bien ha
hecho en el mundo la alegría de los cristianos! «Alegrarse en las pruebas,
sonreír en el sufrimiento..., cantar con el corazón y con mejor acento cuanto
más largas y más punzantes sean las espinas (...) y todo esto por amor... este
es, junto al amor, el fruto que el Viñador divino quiere recoger en los
sarmientos de la Viña mística, frutos que solamente el Espíritu Santo puede
producir en nosotros»5.
El
amor y la alegría dejan en el alma la paz de Dios, que supera todo
conocimiento6;
es –como la define San Agustín– «la tranquilidad en el orden»7.
Existe la falsa paz del desorden, como la que reina en una familia en la que
los padres ceden siempre ante los caprichos de los hijos, bajo el pretexto de
«tener paz»; como la de la ciudad que, con la excusa de no querer contristar a
nadie, dejase a los malvados cometer sus fechorías. La paz, fruto del Espíritu
Santo, es ausencia de agitación y el descanso de la voluntad en la posesión
estable del bien. Esta paz supone lucha constante contra las tendencias
desordenadas de las propias pasiones.
II. La
plenitud del amor, del gozo y de la paz solo
la encontraremos en el Cielo. Aquí tenemos un anticipo de la felicidad eterna
en la medida en que somos fieles. Ante los obstáculos, las almas que se dejan
guiar por el Paráclito producen el fruto de la paciencia, que lleva
a soportar con igualdad de ánimo, sin quejas ni lamentos estériles, los
sufrimientos físicos y morales que toda vida lleva consigo. La caridad está
llena de paciencia; y la paciencia es, en muchas ocasiones, el soporte del
amor. «La caridad –escribía San Cipriano– es el lazo que une a los hermanos, el
cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad... Quítale, sin
embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y
de la resignación, y perderá las raíces y el vigor»8.
El cristiano debe ver la mano amorosa de Dios, que se sirve de los sufrimientos
y dolores para purificar a quienes más quiere y hacerlos santos. Por eso, no
pierden la paz ante la enfermedad, la contradicción, los defectos ajenos, las
calumnias... y ni siquiera ante los propios fracasos espirituales.
La longanimidad es
semejante a la paciencia. Es una disposición estable por la que esperamos con
ecuanimidad, sin quejas ni amarguras, y todo el tiempo que Dios quiera, las
dilaciones queridas o permitidas por Él, antes de alcanzar las metas ascéticas
o apostólicas que nos proponemos.
Este
fruto del Espíritu Santo da al alma la certeza plena de que –si pone los
medios, si hay lucha ascética, si recomienza siempre– se realizarán esos
propósitos, a pesar de los obstáculos objetivos que se pueden encontrar, a
pesar de las flaquezas y de los errores y pecados, si los hubiera.
En el
apostolado, la persona longánime se propone metas altas, a la medida del querer
de Dios, aunque los resultados concretos parezcan pequeños, y utiliza todos los
medios humanos y sobrenaturales a su alcance, con santa tozudez y constancia.
«La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se
manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los
frutos.
»Si
perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también
a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución
cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y
otros –los más flojos– quedarán al menos alertados»9.
El
Señor cuenta con el esfuerzo diario, sin pausas, para que la tarea apostólica
dé sus frutos. Si alguna vez estos tardan en aparecer, si el interés que hemos
puesto por acercar a Dios a un familiar o a un colega pareciera estéril, el
Espíritu Santo nos dará a entender que nadie que trabaje por el Señor con
rectitud de intención lo hace en vano; mis elegidos no trabajarán en
vano10. La longanimidad se presenta como el perfecto desarrollo de
la virtud de la esperanza.
III.
Después de los frutos que relacionan el alma más directamente con Dios y con la
propia santidad, San Pablo enumera otros que miran en primer lugar al bien del
prójimo: revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad,
mansedumbre (...), soportándoos y perdonándoos mutuamente...11.
La
bondad de la que nos habla el Apóstol es una disposición
estable de la voluntad que nos inclina a querer toda clase de bienes para
otros, sin distinción alguna: amigos y enemigos, parientes o desconocidos,
vecinos o lejanos. El alma se siente amada por Dios y esto le impide tener
celos y envidias, y ve en los demás a hijos de Dios, a los que Él quiere, y por
quienes ha muerto Jesucristo.
No
basta querer el bien para otros en teoría. La caridad verdadera es amor eficaz
que se traduce en hechos. La caridad es bienhechora12,
anuncia San Pablo. La benignidad es precisamente esa
disposición del corazón que nos inclina a hacer el bien a los demás13.
Este fruto se manifiesta en multitud de obras de misericordia, corporales y
espirituales, que los cristianos realizan en el mundo entero sin acepción de
personas. En nuestra vida se manifiesta en los mil detalles de servicio que
procuramos realizar con quienes nos relacionamos cada día. La benignidad nos
impulsa a llevar paz y alegría por donde pasemos, y a tener una disposición
constante hacia la indulgencia y la afabilidad.
La mansedumbre está
íntimamente unida a la bondad y a la benignidad, y es como su acabamiento y
perfección. Se opone a las estériles manifestaciones de ira, que en el fondo
son signo de debilidad. La caridad no se aíra14,
sino que se muestra en todo con suavidad y delicadeza y se apoya en una gran
fortaleza de espíritu. El alma que posee este fruto del Espíritu Santo no se
impacienta ni alberga sentimientos de rencor ante las ofensas o injurias que
recibe de otras personas, aunque sienta –y a veces muy vivamente, por la mayor
finura que adquiere en el trato con Dios– las asperezas de los demás, los
desaires, las humillaciones. Sabe que de todo esto se sirve Dios para purificar
a las almas.
A la
mansedumbre sigue la fidelidad. Una persona fiel es la que cumple
sus deberes, aun los más pequeños, y en quien los demás pueden depositar su
confianza. Nada hay comparable a un amigo fiel –dice la
Sagrada Escritura–; su precio es incalculable15.
Ser fieles es una forma de vivir la justicia y la caridad. La fidelidad
constituye como el resumen de todos los frutos que se refieren a nuestras
relaciones con el prójimo.
Los
tres últimos frutos que señala San Pablo hacen referencia a la virtud de la
templanza, la cual, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, produce
frutos de modestia, continencia y castidad.
Una
persona modesta es aquella que sabe comportarse de modo equilibrado y justo en
cada situación, y aprecia los talentos que posee sin exagerarlos ni
empequeñecerlos, porque sabe que son un regalo de Dios para ponerlos al
servicio de los demás. Este fruto del Espíritu Santo se refleja en el porte exterior
de la persona, en su modo de hablar y de vestir, de tratar a la gente y de
comportarse socialmente. La modestia es atrayente porque
refleja la sencillez y el orden interior.
Los
dos últimos frutos que señala San Pablo son la continencia y la
castidad. Como por instinto, el alma está extremadamente vigilante para
evitar lo que pueda dañar la pureza interior y exterior, tan grata al Señor.
Estos frutos, que embellecen la vida cristiana y disponen al alma para entender
lo que a Dios se refiere, pueden recogerse aun en medio de grandes tentaciones,
si se quita la ocasión y se lucha con decisión, sabiendo que nunca faltará la
gracia del Señor.
A la
Virgen Santísima nos acercamos al terminar nuestra oración, porque Dios se
sirve de Ella para, por influjo del Paráclito, producir abundantes frutos en
las almas. Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y
de la santa esperanza. Venid a mí cuantos me deseáis, y saciaos de mis frutos.
Porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal
de miel...16.
1 Jn 15,
8. —
2 Cfr. Gal 5,
22-23. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre lo incomprehensible, 6, 3.
—
4 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 70, a. 3. —
5 A.
Riaud, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra,
4ª ed., Madrid 1935, p. 120. —
6 Flp 4,
7. —
7 San
Agustín, La ciudad de Dios, 19, 13, 1. —
8 San
Cipriano, Del bien de la paciencia, 15. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 207. —
10 Is 45, 23. —
11 Col 3, 12-13. —
12 1 Cor 13, 4. —
13 Cfr. A. Riaud, o. c.,
p. 148 ss. —
14 1 Cor 13, 5. —
15 Eclo 6, 15. —
16 Eclo 24, 17-19.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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