Francisco Fernández-Carvajal 17 de mayo de 2021
@hablarcondios
— Este
don tiene como efecto propio el sentido de la filiación divina. Nos mueve a
tratar a Dios con la ternura y el afecto de un buen hijo hacia su padre.
—
Confianza filial en la oración. El don de piedad y la caridad.
— El
espíritu de piedad hacia la Virgen Santísima, los santos, las almas del
Purgatorio y nuestros padres. El respeto hacia las realidades creadas.
I. El
sentido de la filiación divina, efecto del don de piedad, nos mueve a tratar a
Dios con la ternura y el cariño de un buen hijo con su padre, y a los demás
hombres como a hermanos que pertenecen a la misma familia.
El
Antiguo Testamento manifiesta este don de múltiples formas, particularmente en
la oración que constantemente el Pueblo elegido dirige a Dios: alabanza y
petición; sentimientos de adoración ante la infinita grandeza divina;
confidencias íntimas, en las que expone con toda sencillez al Padre celestial
las alegrías y angustias, la esperanza... De modo particular encontramos en los
salmos todos los sentimientos que embargan el alma en su trato confiado con el
Señor.
Al
llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo nos enseñó el tono adecuado en el
que debemos dirigirnos a Dios. Cuando oréis habéis de decir: Padre...1.
En todas las circunstancias de la vida debemos dirigirnos a Dios con esta
filial confianza: Padre, Abba... En diversos lugares del Nuevo
Testamento el Espíritu Santo ha querido dejarnos esta palabra aramea: abba,
que era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos se dirigían a sus
padres. Este sentimiento define nuestra postura y encauza nuestra oración ante
Dios. Él «no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los
hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos
hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima,
para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso
que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo
que habita en nuestros corazones»2.
Dios
quiere que le tratemos con entera confianza, como hijos pequeños y necesitados.
Toda nuestra piedad se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios. Y el
Espíritu Santo, mediante el don de piedad, nos enseña y nos facilita este trato
confiado de un hijo con su Padre.
Mirad
qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo
somos3.
«Parece como si después de las palabras que seamos llamados hijos de
Dios, San Juan hubiera hecho una larga pausa, mientras su espíritu
penetraba hondamente en la inmensidad del amor que el Padre nos ha dado, no
limitándose a llamarnos simplemente hijos de Dios, sino haciéndonos sus hijos
en el más auténtico sentido. Esto es lo que hace exclamar a San Juan: ¡y
lo somos!»4.
El Apóstol nos invita a considerar el inmenso bien de la filiación divina que
recibimos con la gracia del Bautismo, y nos anima a secundar la acción del
Espíritu Santo que nos impulsa a tratar a nuestro Padre Dios con inefable
confianza y ternura.
II. Esta
confianza filial se manifiesta particularmente en la oración que el mismo
Espíritu suscita en nuestro corazón. Él ayuda nuestra flaqueza, pues no
sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene
hacerlo, el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos que son inenarrables5.
Gracias a estas mociones, podemos dirigirnos a Dios en el tono adecuado, en una
oración rica y variada de matices, como es la vida. En ocasiones, hablaremos a
nuestro Padre Dios en una queja familiar: ¿Por qué escondes tu
rostro...?6;
o le expondremos los deseos de una mayor santidad: a Ti te busco
solícito, sedienta está mi alma, mi carne te desea como tierra árida, sedienta,
sin aguas7; o nuestra unión con Él: fuera de Ti nada deseo sobre
la tierra8; o la esperanza inconmovible en su misericordia: Tú
eres mi Dios y mi Salvador, en Ti espero siempre9.
Este
afecto filial del don de piedad se manifiesta también en rogar una y otra vez
como hijos necesitados, hasta que se nos conceda lo que pedimos. En la oración,
nuestra voluntad se identifica con la de nuestro Padre, que siempre quiere lo
mejor para sus hijos. Esta confianza en la oración nos hace sentirnos seguros,
firmes, audaces; aleja la angustia y la inquietud del que solo se apoya en sus
propias fuerzas, y nos ayuda a estar serenos ante los obstáculos.
El
cristiano que se deja mover por el espíritu de piedad entiende que nuestro
Padre quiere lo mejor para cada uno de sus hijos. Todo lo tiene dispuesto para
nuestro mayor bien. Por eso la felicidad está en ir conociendo lo que Dios
quiere de nosotros en cada momento de nuestra vida y llevarlo a cabo sin
dilaciones ni retrasos. De esta confianza en la paternidad divina nace la
serenidad, porque sabemos que aun las cosas que parecían un mal irremediable
contribuyen al bien de los que aman a Dios10.
El Señor nos enseñará un día por qué fue conveniente aquella humillación, aquel
desastre económico, aquella enfermedad...
Este
don del Espíritu Santo permite que los deberes de justicia y la práctica de la
caridad se realicen con prontitud y facilidad. Nos ayuda a ver a los demás
hombres, con quienes convivimos y nos encontramos cada día, como hijos de Dios,
criaturas que tienen un valor infinito porque Él los quiere con un amor sin
límite y los ha redimido con la Sangre de su Hijo derramada en la Cruz. El don
de piedad nos impulsa a tratar con inmenso respeto a quienes nos rodean, a
compadecernos de sus necesidades y a tratar de remediarlas. Es más, el Espíritu
Santo hace que en los demás veamos al mismo Cristo, a quien rendimos esos
servicios y ayudas: en verdad os digo, siempre que lo hicisteis con
algunos de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis11.
La
piedad hacia los demás nos lleva a juzgarlos siempre con benignidad, «que
camina de la mano con un filial afecto a Dios, nuestro Padre común»12;
nos dispone a perdonar con facilidad las posibles ofensas recibidas, aun las
que nos pueden resultar más dolorosas. Así nos lo indicó el Señor: amad
a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os
persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que
hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores13.
Si el Señor se refiere aquí a ofensas graves, ¿cómo no vamos a perdonar y
disculpar los pequeños roces que lleva consigo toda convivencia? El perdón
generoso e incondicionado es un buen distintivo de los hijos de Dios.
III. Este
don del Espíritu Santo nos mueve y nos facilita el amor filial a nuestra Madre
del Cielo, a la que procuramos tratar con el más tierno afecto; la devoción a
los ángeles y santos, particularmente a aquellos que ejercen un especial
patrocinio sobre nosotros14;
a las almas del Purgatorio, como almas queridas y necesitadas de nuestros
sufragios; el amor al Papa, como Padre común de los cristianos... La virtud de
la piedad, a la que perfecciona este don, inclina también a rendir honor y
reverencia a las personas constituidas legítimamente en alguna autoridad, y en
primer lugar a los padres.
La
paternidad de la tierra viene a ser una participación y un reflejo de la de
Dios, del cual proviene toda paternidad en el cielo y sobre la tierra15.
«Ellos nos dieron la vida, y de ellos se sirvió el Altísimo para comunicarnos
el alma y el entendimiento. Ellos nos instruyeron en la religión, en el trato
humano y en la vida civil, y nos enseñaron a llevar una conducta íntegra y
santa»16.
El
sentido de la filiación divina nos impulsa a querer y a honrar cada vez mejor a
nuestros padres, a respetar a los mayores (¡cómo premiará el Señor el cuidado
de los que ya son ancianos!) y a las legítimas autoridades.
El don
de piedad se extiende y llega más allá que los actos de la virtud de la
religión17. El Espíritu Santo, mediante este don, impulsa todas las
virtudes que de un modo u otro se relacionan con la justicia. Su campo de
acción abarca nuestras relaciones con Dios, con los ángeles y con los hombres.
Incluso con las cosas creadas, «consideradas como bienes familiares de la Casa
de Dios»18; el don de piedad nos mueve a tratarlas con respeto por su
relación con el Creador.
Movido
por el Espíritu Santo, el cristiano lee con amor y veneración la Sagrada
Escritura, que es como una carta que le envía su Padre desde el Cielo: «En los
libros sagrados, el Padre, que está en el Cielo, sale amorosamente al encuentro
de sus hijos para conversar con ellos»19.
Y trata con cariño las cosas santas, sobre todo las que pertenecen al culto
divino.
Entre
los frutos que el don de piedad produce en las almas dóciles a las gracias del
Paráclito se encuentra la serenidad en todas las circunstancias; el abandono
confiado en la Providencia, pues si Dios se cuida de todo lo creado, mucha más
ternura manifestará con sus hijos20;
la alegría, que es una característica propia de los hijos de Dios. «Que nadie
lea tristeza ni dolor en tu cara, cuando difundes por el ambiente del mundo el
aroma de tu sacrificio: los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz
y de alegría»21.
Si
muchas veces cada día consideramos que somos hijos de Dios, el Espíritu Santo
irá fomentando cada vez más ese trato filial y confiado con nuestro Padre del
Cielo. La caridad con todos también facilitará el desarrollo de este don en
nuestras almas.
1 Lc 11,
2. —
2 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 84. —
3 1
Jn 3, 1. —
4 B.
Perquin, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, p. 9. —
5 Rom 8,
26. —
6 Cfr. Sal 43,
25. —
7 Sal 62,
2. —
8 Sal 72,
25. —
9 Sal 24,
5. —
10 Cfr. Rom 8,
28. —
11 Mt 25,
40. —
12 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida
interior, Palabra, 4ª ed., Madrid 1982, vol I, p. 191. —
13 Mt 5,
44-45. —
14 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 121. —
15 Ef 3,
15. —
16 Catecismo
Romano, III, 5, 9. —
17 Cfr. M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 300. —
18 Ibídem.
—
19 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 21. —
20 Cfr. Mt 6,
28. —
21 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 59.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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