Francisco Fernández-Carvajal 23 de junio de 2021
@hablarcondios
— Los
frutos de la Misa. El sacrificio eucarístico y la vida ordinaria del cristiano.
—
Participación consciente, activa y piadosa. Nuestra participación
en la Santa Misa debe ser oración personal, unión con Jesucristo, Sacerdote y
Víctima.
—
Preparación para asistir a la Misa. El apostolado y el sacrificio eucarístico.
I. El
Concilio Vaticano II «nos recuerda que el sacrificio de la cruz y su renovación
sacramental en la Misa constituyen una misma y única realidad, excepción hecha
del modo diverso de ofrecer (...) y que, consiguientemente, la Misa es al mismo
tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio»1.
Suelen sintetizarse en estos cuatro los fines que el Salvador dio a su
sacrificio en la Cruz.
Estos
cuatro fines de la Santa Misa se logran en distinta medida y
manera. Los fines que directamente se refieren a Dios, como son la adoración o
alabanza, y la acción de gracias, se producen siempre infalible
y plenamente con su infinito valor, aun sin nuestro concurso, aunque no asista
a la celebración de la Misa ni un solo fiel, o asista distraído. Cada
vez que se celebra el sacrificio eucarístico se alaba sin límites a
Dios Nuestro Señor y se ofrece una acción de gracias que satisface plenamente a
Dios. Esta oblación, dice Santo Tomás, agrada a Dios más de lo que le ofenden
todos los pecados del mundo2,
pues Cristo mismo es el Sacerdote principal de cada Misa y también la Víctima
que se ofrece en todas ellas.
Sin
embargo, los otros dos fines del sacrificio eucarístico (propiciación y
petición), que revierten en favor de los hombres y que se llaman frutos de
la Misa, no siempre alcanzan de hecho la plenitud que de suyo podrían
conseguir. Los frutos de reconciliación con Dios y de obtención de lo que
pedimos a su benevolencia podrían también ser infinitos, porque se basan en los
méritos de Cristo, pero de hecho nunca los recibimos en tal grado porque se nos
aplican según las disposiciones personales. Nuestra mejor participación en el Santo
Sacrificio del Altar logra una mayor aplicación de estos frutos de propiciación
y petición. La misma oración de Cristo multiplica el valor de nuestra oración
en la medida en que, en la Misa, unimos nuestras peticiones y desagravios a los
suyos.
Para recibir
los frutos de la Misa, la Iglesia nos invita a unirnos al sacrificio de Cristo,
a participar, por tanto, en la alabanza, acción de gracias, expiación e
impetración de Jesucristo. El mismo rito externo de la Misa (las acciones y
ceremonias), a la vez que significa el sacrificio interior de Jesucristo, es
signo de la entrega y oblación de los fieles unidos a Él3.
Esta entrega de todo nuestro ser, del quehacer diario, es un motivo más para
realizarlo con perfección humana y rectitud de intención. «Todas sus obras, sus
oraciones e iniciativas apostólicas –señala el Concilio Vaticano II–, la vida
conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo,
si se hacen en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se
sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales,
aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con el
Cuerpo del Señor»4.
Todas nuestras obras y la propia vida adquieren un nuevo valor, porque todo
gira entonces alrededor de la Santa Misa, que es el centro del día, al que se
dirigen todos nuestros pensamientos y acciones, y la fuente de la que manan
todas las gracias necesarias para santificar nuestro paso por la tierra.
II. Para
que obtengamos cada vez más fruto de la Santa Misa, nuestra Madre la Iglesia
quiere que asistamos, no como «extraños y mudos espectadores», sino tratando de
comprenderla cada vez mejor, a través de los ritos y oraciones, participando de
la acción sagrada de modo consciente, piadoso y activo, con recta
disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando
con la gracia divina5.
Prestaremos delicada atención a los diálogos, a las aclamaciones, haremos actos
de fe y de amor en los silencios previstos: en la Consagración, en el momento
de recibir al Señor... Lo principal es la participación interna, nuestra unión
con Jesucristo que se ofrece a Sí mismo, pero nos será de gran provecho
ayudarnos de esos elementos externos que también forman parte de la liturgia:
las posturas (de rodillas, de pie, sentados), la recitación o canto de partes
en común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro...), etc.
En
muchas ocasiones nos resultará de gran ayuda leer en el propio misal las
oraciones del celebrante. El empeño por vivir la puntualidad –llegar al menos
unos minutos antes del comienzo–, nos ayudará a prepararnos mejor y será una
delicada atención con Cristo, con el sacerdote que celebra la Misa y con
quienes van a participar de ella. El Señor agradece que también en esto seamos
ejemplares. ¿Acaso no llegaríamos con la suficiente antelación si se tratase de
una importante audiencia? Nada existe en el mundo más importante que la Santa
Misa.
La participación
interna consiste principalmente en el ejercicio de las virtudes: actos
de fe, de esperanza y de amor. En el momento de la Consagración podemos
repetir, con el Apóstol Tomás, aquellas palabras llenas de fe y de amor: Señor
mío y Dios mío, creo firmemente que estás presente sobre el altar..., u
otras que nuestra piedad nos sugiera.
Nuestra
participación en la Santa Misa debe ser, ante todo, oración personal, en la que
culmina nuestro diálogo habitual con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Esta oración, «en cuanto a cada uno es posible, es condición indispensable para
una auténtica y consciente participación litúrgica. Y no solo eso; ella es
también el fruto, la consecuencia de tal participación (...). Es necesario hoy
y siempre, pero hoy más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de
oración personal... Sin una propia íntima y continua vida interior de oración,
de fe, de caridad, no podemos mantenernos cristianos; no se puede, de una
manera útil y provechosa, participar en el renacimiento litúrgico; no se puede
eficazmente dar testimonio de aquella autenticidad cristiana de que tanto se
habla; no se puede pensar, respirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la
Iglesia viva y peregrina... A todos os decimos: orad, hermanos: orate,
fratres. No os canséis de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu,
con vuestra íntima voz, este ¡Tú! dirigido al Dios inefable, a ese misterioso
Otro que os observa, os espera, os ama. Y ciertamente no quedaréis
desilusionados o abandonados, sino que probaréis la alegría nueva de una
respuesta embriagadora: Ecce adsum, he aquí que estoy contigo»6.
De modo muy particular tenemos a Dios junto a nosotros y en nosotros en el
momento de la Comunión, donde la participación en la Santa Misa llega a su
momento culminante. «El efecto propio de este sacramento –enseña Santo Tomas de
Aquino– es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con el
Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí»7.
III.
Antes de la Santa Misa hemos de disponer nuestra alma para acercarnos al
acontecimiento más importante que cada día sucede en el mundo. La Misa
celebrada por cualquier sacerdote, en el lugar más recóndito, es lo más grande
que en ese momento está sucediendo sobre la tierra; aunque no asista ni una
sola persona. Es lo más grato a Dios que podemos ofrecerle los hombres; es la
ocasión por excelencia para darle gracias por los muchos beneficios que
recibimos, para pedirle perdón por tantos pecados y faltas de amor... y tantas
cosas (espirituales y materiales) como necesitamos. «¿Quién no tiene cosas que
pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella
humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y
la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los
que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la
amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una
mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero
la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner
remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se
pierdan para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el
amor de Dios: esa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue
la de Cristo al entregar su vida en el Calvario»8.
De esta manera, nuestro apostolado se dirige hacia la Santa Misa y de ella sale
fortalecido.
Los
minutos de acción de gracias después de la Misa completarán
esos momentos tan importantes del día, y tendrán una influencia directa en el
trabajo, en la familia, en la alegría con que tratamos a todos, en la seguridad
y confianza con que vivimos el resto de la jornada. La Misa así vivida nunca
será un acto aislado; será alimento de todas nuestras acciones y les dará unas
características peculiares...
Y en
la Santa Misa encontramos siempre a nuestra Madre Santa María. «¿Cómo podríamos
tomar parte en el sacrificio sin recordar e invocar a la Madre del Soberano
Sacerdote y de la Víctima? Nuestra Señora ha participado muy íntimamente en el
sacerdocio de su Hijo durante su vida terrestre, para que esté ligada para
siempre al ejercicio de su sacerdocio. Como estaba presente en el Calvario,
está presente en la Misa, que es una prolongación del Calvario. En la Cruz
asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre; en el altar, asiste a la Iglesia que
se ofrece a sí misma con su Cabeza cuyo sacrificio renueva. Ofrezcámonos a
Jesús por medio de Nuestra Señora»9.
Procuremos tener presente en la Santa Misa a nuestra Madre Santa María, y Ella
nos ayudará a estar con mayor piedad y recogimiento.
1 Misal
Romano, Ordenación general, Proemio, 2. —
2 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológicas, 3, q. 48, a. 2. —
3 Cfr. Pío XII,
Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947. —
4 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 34. —
5 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium, 11; 48. —
6 Pablo
VI, Alocución 14-VIII-1969. —
7 Santo
Tomás, IV Libro de las sentencias, d. 12, q. 2, a. 1. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, pp. 79-80. —
9 P.
Bernadot, La Virgen en mi vida, Barcelona 1947, p. 233.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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