Francisco Fernández-Carvajal 25 de junio de 2021
@hablarcondios
—
María, presente en el sacrificio de la Cruz.
—
Corredentora con Cristo.
—
María y la Santa Misa.
I. A lo
largo de la vida terrena de Jesús, su Madre Santa María cumplió la voluntad
divina de atenderle con amorosa solicitud: en Belén, en Egipto, en Nazaret.
Tuvo con Él todos los cuidados normales que necesitó, iguales a los de
cualquier otro niño, y también los desvelos extraordinarios que fueron
necesarios para proteger su vida. El Niño creció, entre María y José, en un
ambiente lleno de amor sacrificado y alegre, de protección firme y de trabajo.
Más
tarde, durante su vida pública, María pocas veces le sigue físicamente de
cerca, pero Ella sabía en cada momento dónde se encontraba, y le llegaba el eco
de sus milagros y de su predicación. Algunas veces Jesús fue a Nazaret, y
estaba entonces más tiempo con su Madre; la mayoría de sus discípulos ya la conocían
desde aquella boda en Caná de Galilea1.
Salvo el milagro de la conversión del agua en vino, en el que tuvo una parte
tan importante, los Evangelistas no señalan que estuviera presente en ningún
otro milagro. Tampoco estuvo presente en los momentos en que las gentes
desbordaban entusiasmo por su Hijo. «No la veréis entre las palmas de
Jerusalén, ni –fuera de las primicias de Caná– a la hora de los grandes
milagros.
»—Pero
no huye del desprecio del Gólgota: allí está, “juxta crucem Jesu” —junto a la
cruz de Jesús, su Madre»2.
Ella se encuentra normalmente en Nazaret, en perfecta unión con su Hijo,
ponderando en su corazón todo lo que iba ocurriendo; pero en la hora del dolor
y del abandono, allí se encuentra María.
Dios
la amó de un modo singular y único. Sin embargo, no la dispensó del trance del
Calvario, haciéndola participar en el dolor como nadie, excepto su Hijo, haya
jamás sufrido. Podría quizá haberse retirado a la intimidad de su casa, lejos
del Calvario, en la compañía amable de las mujeres; «al fin y al cabo, nada
podía hacer, y su presencia no evitaba ni aliviaba los dolores de su Hijo ni su
humillación. Y no lo hizo por la misma razón por la que una madre permanece
junto al lecho de su hijo agonizante en lugar de marcharse a distraerse, en
vista de que no puede hacer nada para que siga viviendo o deje de sufrir. La
Virgen se solidarizó con su Hijo; su amor la llevó a sufrir con Él»3.
Poco a poco se fue aproximando a la Cruz; al final, los soldados le permitieron
estar muy cerca. Mira a Jesús, y su Hijo la mira. En una estrechísima unión,
ofrece a su Hijo a Dios Padre, corredimiendo con Él. En comunión con su Hijo
doliente y agonizante, soportó el dolor y casi la muerte; «abdicó de los
derechos de madre sobre su Hijo, para conseguir la salvación de los hombres; y
para apaciguar la justicia divina, en cuanto dependía de Ella, inmoló a su
Hijo, de suerte que se puede afirmar con razón que redimió con Cristo al linaje
humano»4.
La
Virgen no solo «acompañaba» a Jesús, sino que estaba unida activa e
íntimamente al sacrificio que se ofrecía en aquel primer altar.
De modo voluntario participaba en la redención de la humanidad, consumando
su fiat, que años antes había pronunciado en Nazaret. Por eso,
podemos pensar que en cada Misa, centro y corazón de la Iglesia, se encuentra
María. En muchas ocasiones nos ayudará esta realidad a vivir mejor el
sacrificio eucarístico –uniendo a la entrega de Cristo la nuestra, que también
ha de ser holocausto–, sintiéndonos en el Calvario, muy cerca de Nuestra
Señora.
II.
Desde la Cruz, Jesús confía su Cuerpo Místico, la Iglesia, a Santa María, en la
persona de San Juan. Sabía que constantemente necesitaríamos de una Madre que
nos protegiera, que nos levantara y que intercediera por nosotros. A partir de
ese momento, «Ella lo custodia y custodiará con la misma fidelidad y la misma
fuerza con que custodió a su Primogénito: desde el portal de Belén, a través
del Calvario, hasta el Cenáculo de Pentecostés, donde tuvo lugar el nacimiento
de la Iglesia. María está presente en todas las vicisitudes de la Iglesia
(...). De modo muy particular está unida a la Iglesia en los momentos más
difíciles de su historia (...). María aparece particularmente cercana a la
Iglesia, porque la Iglesia es siempre como su Cristo, primero Niño, y después
Crucificado y Resucitado»5.
La
Virgen Santa María intercede para que Dios imprima en las almas de los
cristianos el mismo afán que puso en la suya, el deseo corredentor de que
vuelvan a ser amigos de Dios todos los hombres. «La fe, la esperanza y la
ardiente caridad de la Virgen en la cima del Gólgota, que la hacen Corredentora
con Cristo de modo eminente, son también una invitación a crecernos, a ser
fuertes humana y sobrenaturalmente ante las dificultades externas; a insistir,
sin desanimarnos, en la acción apostólica, aunque en alguna ocasión parezca que
no hay frutos, o el horizonte aparezca oscurecido por la potencia del mal.
«Luchemos
–¡lucha tú!– contra ese acostumbramiento, contra ese ir tirando monótonamente,
contra ese conformismo que equivale a la inacción. Mira a Cristo en la Cruz,
mira a Santa María junto a la Cruz: ante su mirada se abren cauce, con
seguridad pasmosa, la traición, la burla, los insultos...; pero Cristo, y
secundando esa acción redentora, María, siguen fuertes, perseverantes, llenos
de paz, con optimismo en el dolor, cumpliendo la misión que la Trinidad les ha
confiado. Es un aldabonazo para cada uno de nosotros, recordándonos que a la
hora del dolor, de la fatiga y de la contradicción más horrenda, Cristo –y tú y
yo hemos de ser otros Cristos– da cumplimiento a su misión (...). Me decido a
aconsejarte que vuelvas tus ojos a la Virgen, y le pidas, para ti y para todos:
Madre, que tengamos confianza absoluta en la acción redentora de Jesús, y que
–como tú, Madre– queramos ser corredentores...»6.
Participar en la Redención, cooperar en la santificación del mundo, salvar
almas para la eternidad: ¿cabe un ideal más grande para llenar toda una vida?
La Virgen corredime ahora junto a su Hijo en el Calvario, pero también lo hizo
cuando pronunció su fiat al recibir la embajada del Ángel, y
en Belén, y en el tiempo que permaneció en Egipto, y en su vida corriente de
Nazaret... Como Ella, podemos ser corredentores todas las horas del día, si las
llenamos de oración, si trabajamos a conciencia, si vivimos una amable caridad
con quienes encontremos en nuestras tareas, en la familia..., si ofrecemos con
serenidad las contrariedades que cada día lleva consigo.
III. Jesús,
viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su
Madre: Mujer, he ahí a tu hijo7.
Era la última donación de Jesús antes de su Muerte; nos dio a su Madre como
Madre nuestra.
Desde
entonces el discípulo de Cristo tiene algo que le es propio: tiene a María como
Madre suya. Su puesto de Madre en la Iglesia será para siempre: Desde
aquella hora el discípulo la recibió en su casa8.
Aquella es la hora de Jesús, que inaugura con su Muerte redentora una era nueva
hasta el fin de los tiempos. Desde entonces, «si queremos ser cristianos,
debemos ser marianos»9;
para ser buen cristiano es preciso tener un gran amor a María. La obra de Jesús
se puede resumir en dos maravillosas realidades: nos ha dado la filiación
divina, haciéndonos hijos de Dios, y nos ha hecho hijos de Santa María.
Un
autor del siglo iii, Orígenes, hace notar que Jesús no dijo a María «ese
es también tu hijo», sino «he ahí a tu hijo»; y como María no
tuvo más hijo que Jesús, sus palabras equivalen a decirle: «ese será para ti en
adelante Jesús»10. La Virgen ve en cada cristiano a su hijo Jesús. Nos trata
como si en nuestro lugar estuviera Cristo mismo. ¿Cómo se olvidará de nosotros
cuando nos vea necesitados? ¿Qué no conseguirá de su Hijo en favor nuestro?
Nunca podremos imaginar, ni de lejos, el amor de María por cada uno.
Acostumbrémonos
a encontrar a Santa María mientras celebramos o participamos en la Santa Misa.
Allí, «en el sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca
el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la
tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad; por voluntad
del Padre, cooperando con el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación
redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro
purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios
Espíritu Santo.
»El
trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el
trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la
Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes –los Reyes
Magos– que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al
Niño con María, su Madre (Mt 2, 11)»11.
Con Ella podemos ofrecer toda nuestra vida –todos los pensamientos, afanes,
trabajos, afectos, acciones, amores– identificándonos con los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús12: ¡Padre
Santo!, le decimos en la intimidad de nuestro corazón, y lo podemos repetir
interiormente durante la Santa Misa, por el corazón Inmaculado de María
os ofrezco a Jesús vuestro Hijo muy amado y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y
por Él a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas13.
Celebrar
o asistir como conviene al Santo Sacrificio del Altar es el mejor servicio que
podemos prestar a Jesús, a su Cuerpo Místico y a toda la humanidad. Junto a
María, en la Santa Misa estamos particularmente unidos a toda la Iglesia.
1 Cfr. Jn 2,
1-10. —
2 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 507. —
3 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 294. —
4 Benedicto XV,
Epist. Inter sodalicia, 22-V-1918. —
5 K.
Wojtyla, Signo de contradicción, pp. 261-262. —
6 A.
del Portillo, Carta pastoral 31-V-1987, n. 19. —
7 Jn 19,
26. —
8 Jn 19,
27. —
9 Pablo
VI, Homilía 24-IV-1970. —
10 Orígenes, Comentario
sobre el Evangelio de San Juan, 1, 4, 23. —
11 San
Josemaría Escrivá, La Virgen, en Libro de Aragón,
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, Zaragoza
1976. —
12 Cfr. Flp 2,
5. —
13 P.
M. Sulamitis, Oración de la Ofrenda al Amor Misericordioso,
Madrid 1931.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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