Por Ángel Oropeza
El tema sobre el cual
trata este articulo obedece a la coincidencia de su fecha de publicación con la
efemérides del 24 de junio de 1821, aniversario de la Batalla de Carabobo. Ese día
las fuerzas patriotas lideradas por Simón Bolívar lograron derrotar al ejército
realista comandado por Miguel de la Torre, en lo que se considera una acción
determinante para la independencia de Venezuela con respecto al imperio
español.
Pero más allá de esa
coincidencia, la preocupación que realmente da origen al tema del artículo
radica en el hecho, constatable no solo en la calle sino en estudios recientes
sobre nuestras actitudes y conductas políticas, de la creciente indiferencia
–cuando no abierto rechazo- de muchos venezolanos de hoy hacia las
celebraciones y figuras de nuestra historia patria.
¿Por qué está
ocurriendo esto en una parte importante de nuestra población? Partamos de los
conceptos de política y de nación para ayudarnos en la respuesta.
Para la gran pensadora
Hanna Arendt, la “política” trata sobre el hecho de poder convivir los
diversos. Esto es, la política surge de la necesidad de que vivamos juntos
quienes pensamos distinto. Por eso el acontecimiento originario que deriva en
el concepto de política es la pluralidad. La política es lo contrario a la
intolerancia, al pensamiento único, a la guerra, a la aniquilación y a los
métodos de la muerte y división como forma de dominación social.
En su excelente
trabajo La política extraviada: una historia de Medina a Chávez, el
profesor Andrés Stambouli, de reciente y muy lamentable fallecimiento, define
el concepto de “comunidad política” como una relación –inherente a la noción
arendtiana de “Política”- en la cual las personas y componentes diferenciados
de una sociedad “se reconocen recíprocamente como co-miembros de la asociación
y comparten algunos valores, metas y actitudes, cultivando la persuasión, la
tolerancia y el diálogo para resolver sus desencuentros, como método preferido
a la represión o destrucción del adversario”.
Parte de ese conjunto
de valores comunes que identifican y le dan sentido de pertenencia colectiva a
una nación, gira en torno a sus símbolos patrios, su historia, sus
figuras referenciales. Y en el caso venezolano, uno de estos personajes
referentes que ayudan a sentirnos parte de un todo común, es sin duda el
Libertador Simón Bolívar. Desde mediados del siglo XIX, su nombre y su
figura han sido símbolos de la unicidad venezolana, esa en la cual todos nos
reconocemos a pesar de nuestras necesarias diferencias ideológicas, políticas y
de pensamiento. ¿Qué pasa cuando un modelo político de dominación
requiere para su viabilidad de la división social y la exclusión de quienes
piensan distinto, y así poder justificar la naturaleza de sus acciones y
métodos? Pues que esas figuras que convocan a la unión y al entendimiento
nacional deben ser destruidas o, en su defecto, reinterpretadas y sometidas a
un proceso de neo-representación en el imaginario colectivo.
Desde sus inicios, el modelo militarista que hoy gobierna a Venezuela se ha esmerado en privatizar la figura del Libertador, y degenerarla en una especie de fetiche propagandístico para el uso particular e interesado de una facción fascista con vocación hegemónica.
Uno de los más
conocidos intentos de esa larga cadena de expropiación partidista de la figura
de Bolívar lo constituyó el “otorgarle” hace algunos años un nuevo rostro, e
incorporarlo rápidamente a la decadente iconografía oficialista. Desde el punto
de vista psicológico, el “nuevo rostro” pretendió introducir un “nuevo
Bolívar”, ya no el de todos, sino el que había “creado” la clase política en el
poder. Así, en una operación de típico condicionamiento clásico, el “nuevo
rostro” empezó a acompañar todas las presentaciones públicas de la oligarquía y
de sus miembros, buscando una asociación pavloviana que reforzara la idea de
que ambas caras – la de los explotadores y la del Libertador- se evocan
recíprocamente. No se trataba aquí de la simple presentación de un trabajo
técnico de reconstrucción ideográfica, que obedeciera a razones de interés
histórico y científico. Lo único que se buscaba, de cara a las urgencias de
dominación, era reforzar la identificación reduccionista del Padre de la Patria
con las apetencias personales de políticos circunstanciales.
Pero las circunstancias
son cambiantes. Estos intentos de larga data del oficialismo gobernante por
reinterpretar la historia venezolana para hacerlos aparecer como los herederos
de los libertadores (intentos lamentablemente exitosos en sus comienzos) han
generado a la larga un proceso de condicionamiento inverso al buscado. De tanto
sufrir explotación, el rechazo generalizado de la población hacia la actual
oligarquía ha salpicado a todo lo que con ella se asocie, incluyendo
injustamente a figuras y hechos de nuestra historia que no tienen ni arte ni
parte en la destrucción progresiva que padece Venezuela.
Para las necesidades de
dominación de la élite gobernante, el Bolívar de todos era un enemigo peligroso
que debía ser reducido, desdibujado y disminuido a ficha de una facción. El
Bolívar que conocíamos los venezolanos, ese que llamaba a que cesaran los
partidos y se consolidara la unión nacional para poder bajar tranquilo al
sepulcro, el mismo que escribía a O’Leary en 1829 que “es insoportable el
espíritu militar en el mando civil”, era inconveniente y contrario a su diseño
de polarización y división social. Había que inventar otro Bolívar, un Bolívar
oficialista y gobiernero, para que no se oyera al verdadero, aquel que se
levantaba contra cualquier clase de opresión, y que alertaba sobre por qué no
se puede dejar que un solo hombre ejerza el poder durante mucho tiempo, so pena
de propiciar tiranía y sumisión en lo que él soñaba debía ser un pueblo libre.
Una de las tareas de la
liberación democrática y de la futura reconstrucción nacional tiene que ver,
dada su influencia sobre la conducta política, con el rescate de nuestra
verdadera historia. Es necesario, por ejemplo, deslastrar del excesivo y
pernicioso militarismo nuestra construcción patria, y recuperar nuestra
historia de civilidad, resaltando la labor –desconocida por muchos- de nuestra
larga y olvidada lista de héroes civiles. Nombres como los de Francisco
Isnardi, José Luis Cabrera, Cristóbal Mendoza, Francisco Javier Yánez, el Padre
Ramón Ignacio Méndez, Josefa Joaquina Sánchez, Isidoro López Méndez, Antonio
Muñoz Tébar, Ana María Campos, Fernando Peñalver, José María Vargas, José María
Carreño, Monseñor José Vicente de Anda, Cecilia Mujica, Juan Germán Roscio,
Andrés Bello, Teresa de la Parra, el Padre Juan Antonio Fernández Peña, Martin
Tovar Ponte, Luisa de Pacanins, Manuel José Sanz, José Gregorio Hernández,
Teresa Carreño y la Madre María de San José, por citar sólo algunos, merecen
ser reconocidos como verdaderos y auténticos constructores de la Venezuela con
la que todos nos identificamos.
Pero al igual que con
nuestra larga lista de héroes civiles, también tenemos que hacer justicia con
aquellos cuya memoria y legado han sido expropiados por los oligarcas de turno
para usarlos como fetiches que justifiquen su primitiva manera de entender y
practicar la política. Entre ellos, quizás quien más lo merezca,
justamente por haber sido el más manipulado, sea justamente el Libertador
Bolívar. Hay que liberar a Simón del disfraz que le han puesto, y
recuperar para la historia que nos queda por delante al Bolívar civil y
civilista, estadista y libertador de tiranías. El mismo que en 1819, en el
célebre Congreso de Angostura, afirmaba que el sistema de gobierno más perfecto
es aquel que produce la mayor suma de felicidad posible, la mayor suma de
seguridad social y la mayor suma de estabilidad política.
El problema para
nuestra clase política en el poder es que, coherente con ese pensamiento
bolivariano, un régimen que condena a la población al hambre y a la
infelicidad, que le priva de siquiera las condiciones mínimas de seguridad
social, y que al criminalizar y perseguir a quien no piense igual aleja toda
posibilidad de paz y estabilidad política, se convierte de hecho –siguiendo a
Bolívar– en el más imperfecto y perjudicial de los gobiernos. Y por tanto hay
que hacer todo para cambiarlo. Ese es el Bolívar de verdad, el que acompaña hoy
las luchas de los demócratas en esta batalla por una nueva y necesaria independencia.
24-06-21
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