Francisco Fernández-Carvajal 26 de junio de 2021
@hablarcondios
— La
muerte que hemos de evitar y temer.
— El
pecado, muerte del alma. Efectos del pecado.
—
Apreciar sobre todas las cosas la vida del alma.
I. La
Liturgia de este Domingo nos habla de la muerte y de la vida. La Primera
lectura1 nos enseña que la muerte no entraba en el plan inicial
del Creador: Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de
los vivientes; es consecuencia del pecado2.
Jesucristo la aceptó «como necesidad de la naturaleza, como parte inevitable de
la suerte del hombre sobre la tierra. Jesucristo la aceptó (...) para vencer al
pecado»3. La muerte angustia el corazón humano4,
pero nos conforta saber que Jesús aniquiló la muerte5.
No es ya el acontecimiento que el hombre debe temer ante todo. Es más, para el
creyente es el paso obligado de este mundo al Padre.
El
Evangelio de la Misa nos presenta a Jesús que llega de nuevo a Cafarnaún6,
donde le espera una gran muchedumbre. Con especial necesidad y fe le aguardan
el jefe de la sinagoga, Jairo, que tiene una hija a punto de morir, y una mujer
con una larga enfermedad en la que había gastado toda su fortuna; ambos sienten
una especial urgencia de Él. Por el camino hacia la casa de Jairo tiene lugar
la curación de esta enferma, que ha depositado toda su esperanza en Cristo.
Jesús
se ha detenido para confortar a esta mujer. En esto, le comunican al jefe de la
sinagoga: Tu hija ha muerto; ¿para qué molestar ya al Maestro? Pero
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan para que fueran testigos del milagro
que realizará a continuación. Llegan a casa de Jairo, y ve el alboroto, y a los
que lloran y a las plañideras. Y al entrar, les dice: ¿Por qué
alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme. Y se reían
de Él... No comprenden que para Dios la verdadera muerte es el pecado,
que mata la vida divina en el alma. La muerte terrena es, para el creyente,
como un sueño del que despierta en Dios. Así la consideraban los primeros
cristianos. No quiero que estéis ignorantes -exhortaba San
Pablo a los cristianos de Tesalónica- acerca de los que durmieron, para
que no os entristezcáis como los que no tienen esperanza7.
No podemos afligirnos como quienes nada esperan después de esta vida,
porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios a los
que se durmieron con Él los llevará consigo8.
Hará con nosotros lo que hizo con Lázaro: Nuestro amigo Lázaro duerme,
pero voy a despertarlo. Y cuando los discípulos piensan que se trataba del
sueño natural, el Señor claramente afirma: Lázaro ha muerto9.
Cuando llegue la muerte cerraremos los ojos a esta vida y nos despertaremos en
la Vida auténtica, la que dura por toda la eternidad: al atardecer nos
visita el llanto, por la mañana, el júbilo, rezamos con el Salmo
responsorial10.
El pecado es la auténtica muerte, pues es la tremenda separación –el hombre
rompe con Dios–, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma,
es cosa más liviana y provisional. Quien crea en Mí, aunque muera
vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá jamás11.
La
muerte, que era la suprema enemiga12,
es nuestra aliada, se ha convertido en el último paso tras el cual encontramos
el abrazo definitivo con nuestro Padre, que nos espera desde siempre y que nos
destinó para permanecer con Él. «Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus
pecados, no tengas miedo... Porque Él ya sabe que le amas.... y de qué pasta
estás hecho.
»—Si
tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle!»13.
Tú sabes, Señor, que te busco día y noche.
II. Dice
Jesús a Jairo: No ha muerto, sino que duerme. «Estaba muerta para
los hombres, que no podían despertarla; para Dios, dormía, porque su alma vivía
sometida al poder divino, y la carne descansaba para la resurrección. De aquí
se introdujo entre los cristianos la costumbre de llamar a los muertos, que
sabemos que resucitarán, con el nombre de durmientes»14.
No es
la muerte corporal un mal absoluto. «No olvides, hijo, que para ti en la tierra
solo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado»15,
pues «muerte del alma es no tener a Dios»16.
Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Dios: es la
mayor tragedia que puede sucederle17.
Se aparta radicalmente de Dios, por la muerte de la vida divina en su alma;
pierde los méritos adquiridos a lo largo de su vida y se incapacita para
adquirir otros nuevos; queda sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio,
y disminuye en él la inclinación natural a la virtud. Tan grave es que «todos
los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos
de la ira (Ef 2, 3) y enemigos de Dios»18.
Por la fe conocemos que un solo pecado –sobre todo el mortal, pero también los
pecados veniales– constituye un desorden peor que el mayor cataclismo que
asolara toda la tierra, porque «el bien de gracia de un solo hombre es mayor
que el bien natural del universo entero»19.
El
pecado no solo perjudica a quien lo comete: también daña a la familia, a los
amigos, a toda la Iglesia, y «se puede hablar de una comunión en el
pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la
Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado
alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que
afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o
menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el conjunto eclesial y en
toda la familia humana»20.
Pidamos
con frecuencia al Señor tener siempre presente el sentido del pecado y
su gravedad, no poner jamás el alma en peligro, no acostumbrarnos a ver el
pecado a nuestro alrededor como algo de poca importancia, y saber desagraviar
por las faltas propias y por las de todos los hombres. Que el Señor pueda decir
al final de nuestra vida: No ha muerto, sino que duerme. Él nos
despertará entonces a la Vida.
III.
Jesús no hace el menor caso a aquellos que se reían de Él; por el
contrario, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre y
a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la
niña, le dice: Talita qum, que significa: Niña, a ti te lo digo, levántate. Y
enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años; y
quedaron llenos de asombro.
Los
Evangelistas nos han transmitido este detalle humano de Jesús: y dijo
que dieran de comer a la niña. A Jesús –perfecto Dios y hombre
perfecto– también le preocupan los asuntos relativos a la vida aquí en la
tierra, pero muchísimo más todo aquello que hace relación a nuestro destino
eterno. San Jerónimo, comentando estas palabras del Señor: no está
muerta, sino dormida, señala que «ambas cosas son verdad, porque es como si
dijera: está muerta para vosotros, y para mí dormida»21.
Si amamos la vida corporal, ¡cuánto más hemos de apreciar la vida del alma!
El
cristiano que trata de seguir de cerca a Cristo, detesta el pecado mortal y
habitualmente no incurre en faltas graves, aunque nadie está confirmado en la
gracia. Y esa convicción de la propia debilidad nos llevará a evitar las
ocasiones de pecado mortal, aun las más remotas. ¡Vale mucho la vida del alma!
Y ese amor a la vida de la gracia nos moverá a la práctica asidua de la
mortificación de los sentidos, a no fiarnos de nosotros mismos, ni de una larga
experiencia, ni del tiempo que quizá llevamos siguiendo al Señor...; nos
facilitará el amar la Confesión frecuente y la sinceridad plena en la dirección
espiritual.
Para
asegurar esa vida del alma debemos mantener la lucha lejos de las situaciones
límite de lo grave y lo leve, de lo permitido o prohibido. Los pecados veniales
deliberados producen un tremendo daño en las almas que no luchan decididamente
para evitarlos. Sin impedir la vida de la gracia en el alma, la debilitan,
porque hacen más difícil el ejercicio de las virtudes y menos eficaces los
suaves impulsos del Espíritu Santo, y disponen –si no se reacciona con energía–
para caídas más graves.
Pidamos
a la Virgen nuestra Madre que nos otorgue el don de apreciar, por encima de
todos los bienes humanos, incluso de la misma vida corporal, la vida del alma,
y que nos haga reaccionar con contrición verdadera ante las flaquezas y
errores; que podamos decir con el Salmista: ríos de lágrimas derramaron
mis ojos, porque no observa ron tu ley22.
No importa tanto la muerte corporal como mantener y aumentar la vida del alma.
1 Sab 1,
13-15; 2, 23-25. —
2 Cfr. Rom 6,
23. —
3 Juan
Pablo II, Homilía 28-11-1979. —
4 Heb 2,
15. —
5 2 Tim 1,
10. —
6 Mc 5,
21-43. —
7 1
Tes 4, 13. —
8 1
Tes 4, 14. —
9 Cfr. Jn 11,
11 ss. —
10 Sal 29,
6. —
11 Jn 11,
25-26. —
12 1
Cor 15, 26. —
13 San
Josemaría Escrivá, Surco, Rialp, 3ª ed., Madrid 1986, n.
880. —
14 San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc.
—
15 San
Josemaría Escrivá, Camino, Rialp, 30ª ed., Madrid 1976, n.
386. —
16 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 2, 7. —
17 Cfr. Tanquerey, Compendio
de Teología ascética y mística, Desclée, Madrid 1930, nn. 719-723. —
18 Conc.
de Trento, Sesión 14, cap. 5 —
19 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 113, a. 9, ad 2. —
20 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et poenitentia,
2-XII-1984, 16. —
21 San
Jerónimo, en Catena Aurea, ed. bilingüe, Madrid 1886, val.
4, p. 131. —
22 Sal 118,
136.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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