Francisco Fernández-Carvajal 17 de junio de 2021
@hablarcondios
— La
familia, «el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio».
—
Delicada atención hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro cuidado.
—
Dedicarles el tiempo necesario, que está por encima de otros intereses. La
oración en familia.
I. Nos
aconseja el Señor que no amontonemos tesoros en la tierra, porque duran poco y
son inseguros y frágiles: la polilla y la herrumbre los corroen, o
bien los ladrones socavan y los roban1.
Por mucho que lográramos acumular durante una vida, no vale la pena. Ninguna
cosa de la tierra merece que pongamos en ella el corazón de un modo absoluto.
El corazón está hecho para Dios y, en Dios, para todas las cosas nobles de la
tierra. A todos nos es muy útil preguntarnos con cierta frecuencia: ¿en qué
tengo yo puesto el corazón?, ¿cuál es mi tesoro?, ¿en qué pienso de modo
habitual?, ¿cuál es el centro de mis preocupaciones más íntimas?... ¿Es Dios,
presente en el Sagrario quizá a poca distancia de donde vivo o de la oficina en
la que trabajo? O, por el contrario, ¿son los negocios, el estudio, el trabajo,
lo que ocupa el primer plano..., o los egoísmos insatisfechos, el afán de tener
más? Muchos hombres y mujeres, si se respondieran con sinceridad, quizá
encontrarían una respuesta muy dura: pienso en mí, solo en mí, y en las cosas y
personas en cuanto hacen referencia a mis propios intereses. Pero nosotros
queremos tener puesto el corazón en Dios, en la misión que de Él hemos
recibido, y en las personas y cosas por Dios. Jesús, con una sabiduría
infinita, nos dice: Amontonad tesoros en el Cielo, donde ni la polilla
ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde
está tu tesoro allí está tu corazón.
Nuestro
corazón está puesto en el Señor, porque Él es el tesoro, de modo absoluto y
real. Y no lo es la salud, ni el prestigio, ni el bienestar... Solo Cristo. Y
por Él, de modo ordenado, los demás quehaceres nobles de un cristiano corriente
que está vocacionalmente metido en el mundo. De modo particular, el Señor
quiere que pongamos el corazón en las personas de la familia humana o
sobrenatural que tengamos, que son, de ordinario, a quienes en primer lugar
hemos de llevar a Dios, y la primera realidad que debemos santificar.
La
preocupación por los demás ayuda al hombre a salir de su egoísmo, a ganar en
generosidad, a encontrar la alegría verdadera. El que se sabe llamado por el
Señor a seguirle de cerca no se considera ya a sí mismo como el centro del
universo, porque ha encontrado a muchos a quienes servir, en los que ve a
Cristo necesitado2.
El
ejemplo de los padres en el hogar, o de los hermanos, es en muchas ocasiones
definitivo para los demás miembros, que aprenden a ver el mundo desde un
entorno cristiano. Es de tal importancia la familia, por voluntad divina, que
en ella «tiene su principio la acción evangelizadora de la Iglesia»3.
Ella «es el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio y donde
padres e hijos, como células vivas, van asimilando el ideal cristiano del
servicio a Dios y a los hermanos»4.
Es un lugar espléndido de apostolado. Examinemos hoy si es así nuestra familia,
si somos levadura que día a día va transformando, poco a poco,
a quienes viven con nosotros. Si pedimos frecuentemente al Señor la vocación de
los hijos o de los hermanos –o incluso de nuestros padres– a una entrega plena
a Dios: la gracia más grande que el Señor les puede dar, el verdadero
tesoro que muchos pueden encontrar.
II.
Donde está el propio tesoro, allí están el amor, la entrega, los mejores
sacrificios. Por eso debemos valorar mucho la particular llamada que cada uno
ha recibido, y las personas con las que convivimos, que son beneficiarias
inmediatas de ese tesoro nuestro, porque difícilmente se quiere lo que consideramos
de escaso valor. Y el Señor no querría una caridad que no cuidara en primer
lugar a quienes Él ha puesto –por lazos de sangre o por un vínculo
sobrenatural– a nuestro cuidado, porque no sería ordenada y verdadera.
La
familia es la pieza más importante de la sociedad, donde Dios tiene su más
firme apoyo. Y, quizá, la más atacada desde todos los frentes: sistemas de
impuestos que ignoran el valor de la familia, determinadas políticas
educativas, materialismo y hedonismo que tratan de fomentar una concepción
familiar antinatalista, falso sentido de la libertad y de independencia,
programas sociales que no favorecen que las madres puedan dedicar el tiempo
necesario a los hijos... En numerosos lugares, principios tan elementales como
el derecho de los padres a la educación de los hijos han sido olvidados por
muchos ciudadanos que, ante el poder del Estado, acaban por acostumbrarse a su
intervencionismo excesivo, renunciando al deber de ejercer un derecho que es
irrenunciable. A veces, y debido en parte a esas inhibiciones, se imponen tipos
de enseñanza orientados por una visión materialista del hombre: líneas
pedagógicas y didácticas, textos, esquemas, programas y material escolar que
orillan intencionadamente la naturaleza espiritual del alma humana.
Los
padres han de ser conscientes de que ningún poder terreno puede eximirles de
esta responsabilidad, que les ha sido dada por Dios en relación con sus hijos.
Y todos hemos recibido del Señor, de distintas formas, el cuidado de otros: el
sacerdote, las almas que tiene encomendadas; el maestro, sus alumnos; y lo
mismo tantas otras personas sobre quienes haya recaído una tarea de formación
espiritual. Nadie responderá por nosotros ante Dios cuando nos dirija la
pregunta: ¿Dónde están los que te di? Que cada uno podamos
responder: No he perdido a ninguno de los que me diste5,
porque supimos poner, Señor, con tu gracia, medios ordinarios y extraordinarios
para que ninguno se extraviara.
Todos
debemos poder decir en relación a quienes se nos han confiado: Cor meum
vigilat: Mi corazón está vigilante. Es la inscripción ante una de las
muchas imágenes de la Virgen de la ciudad de Roma. Vigilantes nos quiere el
Señor ante todos, pero en primer lugar ante los nuestros, ante los que Él nos
confió.
Dios
pide un amor atento, un amor capaz de percibir que quizá uno descuida sus
deberes para con Dios, y entonces se le ayuda con cariño; o que está triste y
aislado de los demás, y se tienen con él más atenciones; o se facilita a otro
acercarse al confesonario, con cariño, amablemente, insistiendo cuando sea
oportuno... Un corazón vigilante para percibir si en el
ambiente familiar se van introduciendo modos de proceder que desdicen de un
hogar cristiano, si en la televisión se ven programas sin seleccionar o con
demasiada frecuencia, si se habla poco de temas comunes, si no hay un clima de
laboriosidad o falta preocupación por los otros... Y sin enfados, dando
ejemplo, con oración, con más detalles de cariño, pidiendo a San José vivir la
fortaleza y la constancia, llenas de caridad y de cariño humano. Y si uno cae
enfermo todos se desviven, porque hemos aprendido que los enfermos son los
predilectos de Dios, y en ese momento la persona que sufre es el tesoro de la
casa, y se le ayuda a ofrecer su enfermedad, a rezar alguna oración, y se
procura que padezca lo menos posible, porque el cariño quita el dolor o lo
alivia; al menos, es un dolor distinto.
III.
Pensemos hoy en nuestra oración si la familia y las personas a nuestro cargo y
cuidado ocupan el lugar querido por Dios, si el nuestro es para ellos un
corazón que vigila. ¡Ese, junto a la propia vocación, sí que es un tesoro
que dura hasta la vida eterna! Otros tesoros que nos parecieron
importantes quizá encontremos un día que la falta de rectitud de intención los
convirtió en herrumbre y en orín, o que eran falsos tesoros, o de menor
cuantía.
Vida
familiar significa en muchos casos tener tiempo los unos para los otros:
celebrar fiestas de familia, hablar, escuchar, comprender, rezar juntos... No
basta con tener un cariño latente y genérico, sino que hay que hacerlo crecer:
es necesario empeño y oración, ejercicio de las virtudes humanas y olvido de
uno mismo. No es ocioso que nos preguntemos: ¿para qué –o para quién– vivo yo?,
¿qué intereses llenan mi corazón?
Ahora,
cuando parece que los ataques a la familia se han multiplicado, el mejor modo
de defenderla es el cariño humano verdadero –contando con los defectos propios
y ajenos– y hacer presente a Dios gratamente en el hogar: la bendición de la
mesa, el rezar con los hijos más pequeños las oraciones de la noche..., leer
con los mayores algún versículo del Evangelio, rezar por los difuntos alguna
oración breve, por las intenciones de la familia y del Papa..., y el Santo
Rosario, la oración que los Romanos Pontífices tanto han recomendado que se
rece en familia y que tantas gracias lleva consigo. Alguna vez se puede rezar
durante un viaje, o en un momento que se acomoda al horario familiar..., y no
siempre tiene que ser iniciativa de la madre o de la abuela: el padre o los
hijos mayores pueden prestar una colaboración inestimable en esta grata tarea.
Muchas familias han conservado la saludable costumbre de ir juntos los domingos
a Misa.
No es
necesario que sean numerosas las prácticas de piedad en la familia, pero sería
poco natural que no se realizara ninguna en un hogar en el que todos, o casi
todos, se profesan creyentes. No tendría mucho sentido que individualmente se
consideren buenos creyentes y que ello no se refleje en la vida familiar. Se ha
dicho que a los padres que saben rezar con sus hijos les resulta más fácil
encontrar el camino que lleva hasta su corazón. Y estos jamás olvidan las
ayudas de sus padres para rezar, para acudir a la Virgen en todas las
situaciones. ¡Cuántos habrán hallado la puerta del Cielo gracias a las
oraciones que aprendieron de labios de su madre, de la abuela o de la hermana
mayor!
Y
unidos así, con un cariño grande y con una fe recia, se resisten mejor y con
eficacia los ataques de fuera. Y si alguna vez llega el dolor o la enfermedad,
se lleva mejor entre todos, y es ocasión de una mayor unión y de una fe más
honda. La Virgen, nuestra Madre, nos enseñará que el tesoro lo tenemos en la
llamada del Señor, con todo lo que ella implica, y en la propia casa, en el
propio hogar, en las personas que Dios ha querido vincular de diversos modos a
nuestra vida.
Dentro
del Corazón de Jesús encontraremos infinitos tesoros de amor6.
Procuremos que nuestro corazón se asemeje al Suyo.
1 Mt 6,
19-21. —
2 Cfr. F.
Koenig, Carta pastoral sobre la familia, 23-III-1977.
—
3 Juan
Pablo II, Discurso en Guadalajara -México-, 30-I-1979.
—
4 ídem, Discurso
a los obispos de Venezuela, 15-XI-1979. —
5 Jn 18,
9. —
6 Cfr. Misal
Romano, Oración colecta de la Solemnidad del Sagrado Corazón de
Jesús.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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