Fernando Mires 29 de junio de 2021
Quien
quiera encontrar en el último libro de Anne Applebaum, El ocaso de la
democracia, una nueva teoría para entender el aparecimiento de los
gobiernos y movimientos antiliberales en distintos países del mundo, puede que
no obtenga respuestas muy satisfactorias. No es un libro teórico.
Su valor es más bien histórico-político y, por lo mismo, narrativo y
descriptivo. Enhorabuena. Más allá de una evaluación teórica de las nuevas
apariciones políticas, necesitamos observarlas de cerca.
Applebaum
sabe muy bien sobre quienes escribe: personas a las que ha conocido en otras
etapas de su vida, digamos, desde antes de la caída del Muro de Berlín, cuando
muchos, en ese entonces, unidos en el proyecto de combatir a las tiranías
comunistas, formaban un solo bloque. No como ahora, afirma ella, cuando aparece
una clara diferencia entre quienes fueron anticomunistas debido a razones
democráticas y otros guiados por motivos no muy democráticos, entre ellos los
partidarios de nacionalismos extremos que toman forma en gobiernos como los de
Rusia, Polonia, Hungría, amén de la enorme cantidad de movimientos y partidos
xenofóbicos, homofóbicos, islamofóbicos, todos orientados a cuestionar los
valores heredados de la Ilustración europea.
¿Estamos
asistiendo a una subversión global en contra de la llamada democracia liberal?
¿Una subversión que llevará al ocaso de las democracias occidentales? Es la
inquietante pegunta de Anne Applebaum. La respuesta aún no ha sido dada.
Estamos recién –es mi impresión- en los comienzos de una larga lucha entre
autocracias y democracias: La gran contradicción política de
nuestro tiempo, según Joe Biden. Los resultados son
inciertos. Pero es muy probable que de ahí
no surgirá un mundo más democrático que el que conocemos.
En
otras ocasiones hemos comentado interesantes análisis politológicos como los de
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias) quienes
creyeron encontrar «la causa» de la desdemocratización de las naciones en la
debilidad de estados ocupados por gobiernos de tipo populista.
O las más bien sociológicos de Yascha Mounk quien en su
divulgado libro El pueblo contra la democracia ha llegado a la
conclusión de que nos enfrentamos con movimientos radical-democráticos y no
antidemocráticos. Probablemente aparecerán más aportes. Algunos ya nos hablan
de movimientos posfascistas (Enzo Traverso en su libro Las nuevas caras
de la derecha, por ejemplo), otros de derecha extrema, y la mayoría de
populismos.
Anne
Applebaum no se deja en cambio llevar por razones tipológicas. Al conjunto de
movimientos y gobiernos que describe los llama, simplemente, antiliberales.
Desde
una visión más modesta, quien escribe estas líneas ha propuesto, por su valor
operativo, el concepto de nacional-populismo —vale decir, la
combinación entre extremo nacionalismo y movimientos de masas— para entender
las amenazas que en diversas latitudes se ciernen sobre las democracias. La
discusión continúa abierta. Pero más allá de conceptos y denominaciones, a lo
que no podemos renunciar es a la descripción de los hechos.
Hay en
verdad muchas razones para poner en discusión la tesis de que
el ser humano es democrático por naturaleza, sostiene
Applebaum. Es un ser gregario, pero la sociabilidad que de ahí se deduce
no tiene por qué ser automáticamente democrática.
Mirando
la historia podríamos llegar incluso a la conclusión inversa: la
naturaleza humana, depositaria de deseos y miedos, es profundamente
antidemocrática. La democracia sería, vista así, una
suerte de prótesis colectiva creada para controlar nuestros miedos y
pasiones. Ha llegado a ser forma de gobierno y condición
ciudadana. Atributos que por lo
general no siempre van unidos.
Hay
gobiernos que cumplen con los requisitos básicos de una democracia, pero
gobiernan sobre una población mayoritariamente no democrática. O a la inversa:
hay ciudadanías con aptitudes democráticas gobernadas por tiránicas
autocracias. Un gobierno democrático como expresión de una ciudadanía
democrática parece ser una excepción y no una regla.
Siguiendo a
diversos autores, entre ellos Arendt, Adorno y, sobre todo
Stener, Applebaum sostiene que en toda sociedad
existen irrupciones antidemocráticas, sobre todo en
momentos de crisis política o económica.
En
Europa priman hoy las de «derecha». Pero ella misma constata que por lo menos
hoy dos derechas. Una derecha nacionalista y autoritaria y una derecha
democrática y liberal. Hay también, agregamos, una tercera: una derecha
económica.
Ahora,
particularidad de autócratas como Orban, Erdogan y Kaczynski, así como del
autoritario Donald Trump, es haber unido a la derecha nacionalista con la
derecha económica, marginando a la derecha democrática.
Después
del comunismo esas tres derechas, separadas entre sí, aparecen a menudo como
rivales. Algo parecido a lo que ha sucedido en el campo de las izquierdas,
divididas todavía entre una izquierda autocrática y una izquierda democrática.
Frente
a esas divisiones, cuando la democracia occidental es acosada desde dentro y
desde fuera por fuerzas antidemocráticas, la contradicción entre
derecha e izquierda ha sido atravesada de modo transversal por
la que se da entre demócratas y antidemócratas. A partir de su nuevo
posicionamiento, advierte Applebaum que esa contradicción siempre había
existido, pero subsumida en la contradicción aparente de izquierdas y derechas.
Ha podido comprobar, por ejemplo, que los principios llamados leninistas
(partido de Estado, autocracia, ideología única, antiparlamentarismo) son
propios a la izquierda como a la derecha antidemocrática. No extraña, por lo
tanto, que quien fuera consejero de Trump, Stephen Bannon, se hubiera designado
a sí mismo como «leninista», o que en Hungría y Polonia excomunistas figuren en
las filas del nacional-populismo, tildado de ultra derecha.
Hay,
según Appelbaum, un «leninismo de derecha». «La nueva derecha
–escribe– es más leninista que burkeana». Quiere decir que lo importante para
entender a un movimiento, partido o gobierno no son sus autodenominaciones
ideológicas.
Que
Putin bese crucifijos o que Maduro cite a Lenin constituyen factores
secundarios frente a lo que esencialmente ellos son: enemigos del orden
democrático.
La
predisposición antidemocrática, según Karen Stener, no solo es resultado de la
acción de malvados líderes que seducen el corazón democrático de sus inocentes
pueblos. Tampoco es el resultado de un concepto llamado populismo que, al ser
usado para explicar todo, termina por no explicar nada. Es, por el contrario,
una actitud inherente a la condición humana. Esa tesis es subscrita por
Appelbaum.
El
abandono de la democracia y la adhesión a elites antidemocráticas no son
desviaciones de la naturaleza humana sino reacciones masivas frente a un orden
social cada vez más complejo.
Los
partidos y movimientos antidemocráticos ofrecen soluciones simples a problemas
complejos. Los miedos internos que acosan a cada individuo son representados en
supuestos enemigos existenciales. Frente al deterioro de la familia
tradicional, los antidemócratas imponen identidades sexuales biológicamente
definidas. Frente al pavor a ser sobrepasados por las pasiones de cada uno, los
antidemócratas ofrecen combatir «inundaciones demográficas» exteriorizadas en
islamistas, enemigos históricos de la civilización occidental. La
combinación entre identidad religiosa e identidad nacional no tardará en
producir efectos malignos. Los emigrantes serán convertidos en
enemigos nacionales, religiosos, sexuales
y, al ser muy pobres, en enemigos sociales.
A la
diversidad cultural y política de cada nación moderna, los antidemócratas
impondrán la abolición de la política competitiva, la homogenización de todas
las opiniones a través de un partido único convertido no solo en gobierno sino,
además, en Estado, propietario de la prensa y de los poderes públicos. Ese es
el ideal de gobernantes como Putin, Orban, Erdogan. Ese es también el proyecto
de Marine Le Pen y de Santiago Abascal.
Las
diversidades desaparecerán de la política y serán relegadas a las esferas del
consumo y del mercado, al mundo oscuro de lo privado, alejadas lo más posible
de de la luz pública.
No
estoy comentando un libro optimista. El ocaso de la
democracia no da soluciones ni dibuja perspectivas. La posibilidad de
que los ideales democráticos sean sobrepasados ya no pertenece al género de las
distopías literarias. En regímenes controlados por partidos como Ley y Justicia
de Polonia, el Fidesz de Hungría, el PSUV de Venezuela, esa posibilidad es una
realidad objetiva. La lucha entre demócratas y antidemócratas tiende a su vez a
la polarización y ella favorece a la victoria de los segundos. Ahí está la
trampa. El caso de España, muy bien conocido por Appelbaum, es ejemplar. El
auge del nacionalismo posfranquista de Vox surgió como respuesta al «comunismo»
de Podemos y a los movimientos secesionistas como el vasco y el catalán. Los
extremos crean extremos.
En
ordenes nacionales marcados por extremos irreconciliables, la posibilidad
democrática será cada día más lejana. De la misma manera, podríamos
agregar, la polarización que viven países como Venezuela, entre un
gobierno autocrático y una oposición dominada por el extremismo político,
trabaja en contra de una pronta democratización del país.
No
sería errado pensar, de igual modo, que la extrema polarización política que
viven países como Perú, Bolivia, Brasil y El Salvador, será prontamente
trasladada a otros países de la región. Es lo que intenta, por ejemplo, Daniel
Ortega frente a la creciente oposición democrática de su país: convertir a la
oposición en fuerza extremista para aplastarla en nombre del bienestar de la
nación. Es lo que hace Putin –mentor y guía de todos los gobiernos
antidemocráticos del mundo– con la oposición que apoya a Navalny: empujarla
hacia los extremos para después ponerla fuera de la ley.
La
tragedia es que ya no hablamos solo de problemas del «tercer mundo», como en el
pasado reciente, sino también de naciones que parecían estar vacunadas en
contra del virus antidemocrático.
El
hecho de que el trumpismo —expresión norteamericana de una
contrarrevolución antidemocrática mundial— sea seguido por millones de
ciudadanos, incluso más allá de las fronteras de los EE. UU., no solo es
inquietante.
Es un
llamado a todos los demócratas del mundo a unirse entre sí, a crear diques en
defensa, no solo de los valores democráticos sino, sobre todo, de esa forma de
vida a la que, a falta de otro nombre, conocemos como «libertad».
Las
democracias y las libertades que ellas establecen están amenazadas como lo
estuvieron en los años 30 del pasado siglo. Defenderlas será la principal tarea
política de nuestro tiempo. Es la deducción que se desprende del importante
libro de Anne Applebaum, El ocaso de la democracia, cuyo
subtítulo es aún más decidor que el título: La seducción del
autoritarismo.
Efectivamente, estamos siendo
seducidos. Al fin y al cabo siempre será más difícil pensar que
obedecer. La humanidad, a pesar de ser tan antigua,
no sale todavía de su infancia.
Fernando
Mires
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