Francisco Fernández-Carvajal 19 de junio de 2021
@hablarcondios
— La
tempestad en el lago. Nunca nos dejará solos el Señor en medio de las
dificultades.
—
Debemos contar con incomprensiones si somos de verdad apóstoles en medio del
mundo. No es el discípulo más que el maestro.
—
Actitud ante las dificultades.
I. En
dos ocasiones, según leemos en el Evangelio, sorprendió la tempestad a los
Apóstoles en el lago de Genesaret, mientras navegaban hacia la orilla opuesta
cumpliendo un mandato del Señor. En el Evangelio de la Misa de este domingo1,
San Marcos narra que Jesús estaba con ellos en la barca, y aprovechó aquellos
momentos para descansar, después de un día muy lleno de predicación. Se recostó
en la popa, reposando la cabeza sobre un cabezal, probablemente un saquillo de
cuero embutido de lana, sencillo y basto, que para descanso de los marineros
llevaban estas barcas. ¡Cómo contemplarían los ángeles del Cielo a su Rey y
Señor apoyado sobre la dura madera, restaurando sus fuerzas! ¡El que gobierna
el Universo está rendido de fatiga!
Mientras
tanto, sus discípulos, hombres de mar muchos de ellos, presienten la borrasca.
Y la tempestad se precipitó muy pronto, con un ímpetu formidable: las
olas se echaban encima, de manera que se inundaba la barca. Hicieron frente
al peligro, pero el mar se embravecía más y más, y el naufragio parecía
inminente. Entonces, como definitivo recurso, acuden a Jesús. Le despertaron
con un grito de angustia: ¡Maestro, que perecemos!
No fue
suficiente la pericia de aquellos hombres habituados al mar, y tuvo que
intervenir el Señor. Y levantándose, increpó a los vientos y dijo al
mar: ¡calla, enmudece! Y se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza.
La paz llegó también a los corazones de aquellos hombres asustados.
Algunas
veces se levanta la tempestad a nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y
nuestra pobre barca parece que ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la
impresión de que Dios guarda silencio; y las olas se nos echan encima:
debilidades personales, dificultades profesionales o económicas que nos
superan, enfermedad, problemas de los hijos o de los padres, calumnias,
ambiente adverso, infamias...; pero «si tienes presencia de Dios, por encima de
la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo
del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la
serenidad»2.
Nunca
nos dejará solos el Señor; debemos acercarnos a Él, poner los medios que se
precisen... y, en todo momento, decirle a Jesús, con la confianza de quien le
ha tomado por Maestro, de quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor,
no me dejes! Y pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de
ser amargas, y no nos inquietarán las tempestades.
II. Jesús
se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Este
milagro fue impresionante y quedó para siempre en el alma de los Apóstoles;
sirvió para confirmar su fe y para preparar su ánimo en vista de las batallas,
más duras y difíciles, que les aguardaban. La visión de un mar en absoluta
calma, sumiso a la voz de Cristo, después de aquellas grandes olas, quedó
grabada en su corazón. Años más tarde, su recuerdo durante la oración tuvo que
devolver muchas veces la serenidad a estos hombres cuando se enfrentaron a
todas las pruebas que el Señor les iba anunciando.
En
otra ocasión, camino de Jerusalén, les había dicho Jesús que se iba a cumplir
lo que habían vaticinado los profetas acerca del Hijo del Hombre; porque
será entregado en manos de los gentiles, y escarnecido, y azotado, y escupido;
y después que le hubieren azotado, le darán muerte, y al tercer día resucitará3.
Y a la vez les advierte que también ellos conocerán momentos duros de
persecución y de calumnia, porque no es el discípulo más que el
maestro, ni el siervo más que su amo. Si al amo de la casa le han llamado
Beelzebul, cuánto más a los de su casa4.
Jesús quiere persuadir a aquellos primeros y también a nosotros de que entre Él
y su doctrina y el mundo como reino del pecado no hay posibilidad de
entendimiento5; les recuerda que no deben extrañarse de ser tratados
así: si el mundo os aborrece, sabed que antes que a vosotros me
aborreció a mí6.
Y por eso, explica San Gregorio: «la hostilidad de los perversos suena como
alabanza para nuestra vida, porque demuestra que tenemos al menos algo de
rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie
puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo»7.
Por consiguiente, si somos fieles habrá vientos y oleaje y tempestad, pero
Jesús podrá volver a decir al lago embravecido: ¡Silencio, cállate!
En los
comienzos de la Iglesia, los Apóstoles experimentaron pronto, junto a frutos
muy abundantes, las amenazas, las injurias, la persecución8.
Pero no les importó el ambiente, a favor o en contra, sino que Cristo fuera
conocido por todos, que los frutos de la Redención llegaran hasta el último rincón
de la tierra. La predicación de la doctrina del Señor, que humanamente hablando
era escándalo para unos y locura para otros9,
fue capaz de penetrar en todos los ambientes, transformando las almas y las
costumbres.
Han
cambiado muchas de aquellas circunstancias con las que se enfrentaron los
Apóstoles, pero otras siguen siendo las mismas, y aun peores: el materialismo,
el afán desmedido de comodidad y de bienestar, de sensualidad, la ignorancia,
vuelven a ser viento furioso y fuerte marejada en muchos ambientes. A esto se
ha de unir el ceder –por parte de muchos– a la tentación de adaptar la doctrina
de Cristo a los tiempos, con graves deformaciones de la esencia del Evangelio.
Si
queremos ser apóstoles en medio del mundo debemos contar con que algunos –a
veces el marido, o la mujer, o los padres, o un amigo de siempre– no nos
entiendan, y habremos de cobrar firmeza de ánimo, porque no es una actitud
cómoda ir contra corriente. Habremos de trabajar con decisión, con serenidad,
sin importarnos nada la reacción de quienes –en no pocos aspectos– se han
identificado de tal manera con las costumbres del nuevo paganismo que están
como incapacitados para entender un sentido trascendente y sobrenatural de la
vida.
Con la
serenidad y la fortaleza que nacen del trato íntimo con el Señor seremos roca
firme para muchos. En ningún momento podemos olvidar que, particularmente en
nuestros días, «el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la
mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»10:
en las asociaciones de padres de alumnos, en los colegios profesionales, en los
claustros universitarios, en los sindicatos, en la conversación informal de una
reunión... Como ejemplo concreto, es de especial importancia la influencia de
las familias en la vida social y pública. «Ellas mismas deben ser “las primeras
en procurar que las leyes no solo no ofendan, sino que sostengan y defiendan
positivamente los derechos y deberes de la familia” (cfr. Familiaris
consortio, 44), promoviendo así una verdadera “política familiar” (ibídem).
En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina de la
Iglesia sobre la familia de manera renovada y completa, despertar la conciencia
y la responsabilidad social y política de las familias cristianas, promover
asociaciones o fortalecer las existentes para el bien de la familia misma»11.
No podemos permanecer inactivos mientras los enemigos de Dios quieren borrar
toda huella que señale el destino eterno del hombre.
III.
«“Las tres concupiscencias (cfr. 1 Jn 2,16) son como tres
fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de
engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de
riquezas” (San Josemaría Escrivá, Carta 14-II-1974, n. 10).
(...) Y vemos, sin pesimismos ni apocamientos, que (...) estas fuerzas han
alcanzado un desarrollo sin precedentes y una agresividad monstruosa, hasta el
punto de que “toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos
morales” (ibídem)»12.
Ante esta situación no es lícito quedarse inmóviles. Nos apremia el
amor de Cristo..., nos dice San Pablo en la Segunda lectura de
la Misa13. La caridad, la extrema necesidad de tantas criaturas, es lo
que nos urge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes, cada uno
en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos de personas que
no quieren o no pueden entender.
«Caminad
(....) in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del
Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega la gracia
de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si
hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es
proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor
apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya
dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)»14.
Aprovecharemos
la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro,
para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y
permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. «Cristiano, en
tu nave duerme Cristo –nos recuerda San Agustín–, despiértale, que Él increpará
a la tempestad y se hará la calma»15.
Todo es para nuestro provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar
en su compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía
nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y
si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una gran bonanza,
nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos maravillados, como los
Apóstoles.
La
Santísima Virgen no nos abandona en ningún momento: «Si se levantan los vientos
de las tentaciones –decía San Bernardo– mira a la estrella, llama a María
(...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te
perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te
protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás
felizmente al puerto si ella te ampara»16.
1 Mc 4,
35-40. —
2 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 343. —
3 Lc 18,
31-33. —
4 Mt 10,
24. —
5 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Jn 15, 18-19. —
6 Jn 15,
18. —
7 San Gregorio Magno, In
Ezechielem homiliae, 9. —
8 Cfr. Hech 5,
41-42. —
9 Cfr. 1
Cor 1, 23. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 416. —
11 Conferencia
Episcopal Española, Los católicos en la vida pública,
22-IV-1986, n. 162. —
12 A.
del Portillo, Carta 25-XII-1985, n. 4. —
13 2
Cor 5, 14-17. —
14 A.
del Portillo, Carta 31-V-1987, n. 22. —
15 San
Agustín, Sermón 361, 7. —
16 San
Bernardo, Homilías sobre la Virgen Madre, 2.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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