Ángel R. Lombardi B. 18 de junio de 2021
Y miré, y había un caballo pálido, y el que lo montaba
tenía por nombre Muerte.
Pasaje del Apocalipsis
Hay
tres crisis internacionales que marcan la pauta en la transición del siglo XIX
al XX en Venezuela. 1. El Laudo Arbitral de París (1899) en el que perdimos el
Esequibo y sus 159.000 km2. 2. La Revolución Libertadora (1901-1903) y 3. La
crisis del bloqueo (1902-1903). Todas tres están vinculadas entre sí de la mano
de la política y la economía. Pareciera que basta con seguir la ruta del dinero
para que la política se explique por sí sola.
La
historiografía nuestra, la más adocenada y escolar, siguiendo el esquema
«constitucional» ficticio que hace de las hegemonías de José Antonio Páez
(1790-1873), José Tadeo Monagas (1784-1868), Guzmán Blanco (1829-1899) y
Joaquín Crespo (1841-1898) una especie de reyes tropicales impolutos, apenas se
detiene en las atrocidades que cometieron en nombre de la ley.
Caudillos
y militares, todos herederos de nuestra cruel Independencia (1810-1830),
fracasaron una y otra vez en hacer realidad el proyecto liberal republicano y
católico epicentro del programa iniciado en 1810.
Malos
gobiernos sostenidos por la fuerza y el abuso desde una sociología de la
pobreza. Privó el interés del grupo, de la tribu de turno, en vez del
institucional asociado a la nación.
Los
nombres y denominaciones políticas de los distintos partidos, banderías y
revoluciones a todo lo largo del siglo XIX procuran solapar una realidad
trágica bajo los dictados de la guerra civil permanente. No hay paz, solo
violencia en un país desértico, palúdico, analfabeto y despoblado. Y aun así
tuvimos los enclaves extranjeros como el de los ingleses en Puerto Cabello y La
Guaira, y los alemanes en Maracaibo. Inversión de capitales, no muchos, detrás
del cacao, la ganadería y el café.
El
último presidente-caudillo del siglo XIX, aunque con una semblanza menor, fue
don Ignacio Andrade (1839-1925) que no pudo impedir la arremetida de los
andinos tachirenses bajo el liderazgo de Cipriano Castro (1858-1924) y Juan
Vicente Gómez (1857-1935). Estos andinos vinieron a cobrar fuerte y fueron
capaces de burlar al statu quo caraqueño que pensó que sus
maneras rurales y primitivas serían fáciles de manipular. Ramón J. Velásquez
(1916-2014), en un libro capital: La caída del liberalismo amarillo (1977)
explica todo este proceso con la lucidez que le caracterizó siempre.
Cipriano
Castro, el sultán del Caribe, un colérico e impulsivo autócrata de verbo fácil
e irresponsables maneras para mostrarse en sociedad, fue el catalizador de dos
de las tres crisis que inauguran al siglo XX. Nada pudo hacer Castro ante el
despojo de los 159.000 km2 de la Guayana Esequiba, ya que su verdadero interés
nacionalista se fundamentó en concentrar todo el poder para sí mismo. Aunque
seamos justos: ya lo del Esequibo era un hecho consumado.
Donde
Castro va a ser protagonista es en la batalla final contra los caudillos
regionales desplazados en alianza con el poder económico nacional (Manuel
Antonio Matos 1847-1929) e internacional (transnacionales del asfalto; el Cable
francés y los ferrocarriles alemanes). Un país pobre hace que sus gobernantes
obtengan las riquezas no produciéndolas sino arrebatándolas a los pocos que sí
las tienen. Y para ello hay que gozar del monopolio de la violencia desde la
legalidad supeditada al servicio del que manda a lo bravo.
A
razón de ello, Cipriano Castro será el artífice del ejército profesional de
Venezuela fundando la Academia Militar en 1903. Antes, los ejércitos de los
caudillos eran privados; mas ahora pasarían a servir al Estado y la nación.
Aunque hay un detalle: los ocupantes del Estado harán de ese ejército
institucional su propia guardia pretoriana. El tema es más de fondo porque ese
nuevo ejército será adiestrado sobre fundamentos técnicos y logísticos muy por
encima del que venían utilizando macheteros y choperos.
En
esta ventaja militar radicó la victoria de las fuerzas gubernamentales para
desbaratar a los partidarios de la Revolución Libertadora, una variopinta
alianza de caudillos con apoyo internacional, que fracasaría en dos vitales
batallas: La Victoria en 1902 y Ciudad Bolívar en 1903.
El
siglo XIX se inició con la pavorosa guerra de Independencia y sus 200.000
fallecidos sobre una población de apenas 800.000 habitantes. Y continuó y se
profundizó aún más con la Guerra Federal (1859-1863) con otros 200.000
fallecidos.
Entre
1899 y 1903, en dos guerras civiles continuas, la Revolución Liberal
Restauradora (1899) de Castro y sus andinos y la Revolución Libertadora
(1901-1903) de Matos y caudillos aliados, se libraron 372 encuentros militares
(210 en la Revolución Libertadora), con un coste de 50.000 vidas. Estos datos nos
revelan a una Venezuela débil en su estructura institucional y convertida en
campamento militar permanente y con un gusto muy preocupante por el degüello
mutuo del prójimo.
La
Venezuela que soñó Simón Bolívar (1783-1830) y la generación de los Libertadores
hecha polvo cósmico ante la perseverancia del error sostenido por las
ambiciones personales desmedidas. ¿O no será más bien que ese sueño bolivariano
es todo un invento protocolar de las fiestas cívicas y sus desfiles como
impostura del poder y retórica de amansamiento?
En
1920, Juan Vicente Gómez ya manda con su puño y terror sobre Venezuela como
desierto, sólo existieron: 2.363.138 almas, en su mayoría famélicas y
atenazadas por el primitivismo rural. Preferimos la guerra, con su violencia
destructiva e iniquidades, a la paz y sus beneficios. Todo el tejido social
venezolano fue alimentado por la devastación como vocación profética haciendo
de la atadura de los siglos un ritual de sacrificios inútiles.
Para
completar este mar de desgracias, entre 1902 y 1903, potencias como Inglaterra,
Alemania e Italia instalan sus acorazados y barcos de guerra sobre los puertos
y costas venezolanas aduciendo el cobro de viejas deudas financieras y maltrato
sobre sus súbditos en el país debido a la intemperancia del dictador Cipriano
Castro. No fue suficiente proclamar: «La planta insolente del extranjero ha
profanado el sagrado suelo de la patria» para hacer desistir a las potencias
agresoras, que bien pudieron concretar la invasión de un país sin posibilidades
de defenderse de una manera exitosa.
Una
vez más nos salvaron los Estados Unidos que prefirieron sostener al incómodo
«antiimperialista» Cipriano Castro que permitir que sus competidores
internacionales tomaran a Venezuela. Esta vez no fue la doctrina Monroe (1823)
el argumento jurídico salvador sino la llamada doctrina Drago de Luis María
Drago, quién fuera ministro de Relaciones Exteriores de Argentina y que apeló
al principio de que ningún Estado extranjero puede hacer uso de la fuerza con
la finalidad de cobrar una deuda financiera sobre un país americano. Una vez
más, nos salvamos por los pelos.
La
novela de Adriano González León País portátil (1968) retumba
150 años después del inicio escabroso de nuestro siglo XIX para testimoniar que
la violencia, esta vez de tipo guerrillera y en pleno siglo XX, ya sea en las
montañas o ciudades, es la marca de fábrica de un país condenado a repetirse
dolorosamente y sin aprender de sus errores.
Un
país que cabe en una maleta es la mejor metáfora del fracaso como vocación
nacional.
Arturo
Uslar Pietri, a los 94 años e iniciándose el siglo XXI, fue lapidario al decir su balance pesimista sobre la
historia de Venezuela: «Ya le digo, yo estoy en un estado de ánimo muy malo; no
tengo esperanzas; estoy como en el infierno de Dante. Aquí no hay de dónde
agarrarse. Es lastimoso un país sin clase dirigente, aluvional, improvisado,
improvisante, improvisador. Hay que ver lo que hubiera sido este país, con esa
montaña de recursos, si el gobierno hubiera tenido un poquito de sentido
común».
Ángel
R. Lombardi B.
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