Gregorio Salazar 06 de febrero de 2022
Las
humaredas de pólvora flotando como formas fantasmales que regresaban del
pasado, el estruendo de la metralla y las descargas de fusil, la sangre
brotando de la floración tronchada de sus compañeros de armas…Así entraron en
escena quienes hoy se afanan en dar continuidad a uno de los capítulos más
oscuros y retrógrados en la historia de Venezuela.
Ya prisioneros, pero con holguras y licencias pocas veces vistas, vinieron los intentos justificadores, la búsqueda de atenuantes a su felonía, la autoexaltación de su fementido nacionalismo, pero también la cosecha de la glorificación insensata por derrotados y oportunistas y la emoción del pueblo sencillo en el que anidan entremezclados la frustración y los impulsos atávicos en busca de un caudillo vengativo y redentor.
Meses
más tarde, la voz de los golpistas se tornó docta y enjundiosa. Dirigen un
amplio documento a la opinión pública en la que se pasean con soltura por las
ideas de Locke y Montesquieu, citan La Monarquía, de Alighieri, Cabanellas los
lleva a Las Siete Partidas de Alfonso X y de allí a la Suma Teológica de Santo
Tomás. Así concluyeron que la situación venezolana configuraba “una tiranía
producto de la degeneración política, económica y sobre todo moral que continúa
convulsionando y desgarrando a la sociedad”.
Otras
disquisiciones los llevaron a afirmar que no había salidas políticas ni
instituciones que le dieran cauce. Y sintiéndose avalados por la Constitución y
una opinión pública llevada al frenesí se autoerigieron salvadores por la
fuerza de las armas. Los golpistas del 4 de febrero de 1992 dispararon primero
y escribieron después.
Extrañamente,
nunca jamás volvió a salir de los entresijos cerebrales de ese grupo militar
tan rebuscados razonamientos éticos, jurídicos, políticos, filosóficos
(Deberían, por cierto, releerlos con toda urgencia). Pareciera como si quienes
les sirvieron tan alambicadas justificaciones fueron quienes pasaron al tiempo
–con los golpistas ya entronizados en el poder– a expresarlas de viva voz,
arropados sin pudor con la toga cortesana. Y hasta el sol de hoy…
De
cara a la condena que sin ambages hizo la comunidad internacional –incluido
Fidel Castro, el voraz capitalizador de esta larga tragedia– y los sectores
democráticos del país, una de las respuestas fue tratar de caracterizar el
momento de la vida nacional como el peor de los mundos posibles, un laberinto
insuperable.
“La
persecución personal, la privación de los empleos, la expropiación arbitraria,
la crueldad sanguinaria en la represión y prodigar las ejecuciones capitales,
en secreto con frecuencia, completan el cuadro de una tiranía típica”. A juzgar
por el presente, diríase que los golpistas del 4F pintaron su autorretrato con
30 años de antelación.
Decían,
otro de los colmos, darle tanta importancia a la libertad de expresión que en
el documento que emiten el 24 de junio del 92 le dedican un capítulo aparte. Y
proclamaban: “…si no se atiende a las opiniones que sobre el sistema político y
el gobierno emanan de la sociedad, a través de sus múltiples voceros, sean
estos institucionales o personas que gozan de autoridad moral y son
considerados voceros legítimos del sentir popular se produce de hecho la
negación del derecho a la libertad de expresión”.
Y dado
que en ese estado de cosas la libertad de expresión, de la que paradójicamente
el propio Chávez se declaró hijo directo, se había convertido “en principio
vaciado de contenido”, afirmaban que “el pueblo venezolano abandonó todas
esperanza de recuperar la soberanía que le fue usurpada y el restablecimiento
del imperio de la Constitución y de las leyes, y optó por hacer uso del derecho
a manifestación”. Y ellos, por supuesto, al de rebelión.
Los
golpistas de ayer llevan 22 años en el poder. Difícilmente puedan llevar al
país siquiera al estado de de funcionamiento en que lo encontraron en el año
2000. Una Venezuela con conflictos y dificultades pero sin desaparecer las
opciones y las esperanzas que no divisaron los 6 millones de venezolanos que en
estos 22 años buscaron otros rumbos.
El
desgarrador balance del que no escapa ningún orden de la vida nacional, vuelve
a darle la razón a la profética advertencia de Teodoro Petkoff cuando vio a
Venezuela a las puertas de la “más colosal estafa política” de su historia. En
eso, trágicamente, estamos.
Gregorio
Salazar
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