Opus Dei 05 de febrero de 2022
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Comentario
del 5.º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C). “Apártate de mí, Señor, que soy
un hombre pecador”. También ahora, como sucedió con san Pedro, la fuerza de
Dios suple nuestras pobres condiciones, siempre que confiemos en su
misericordia y en la acción de la gracia divina que nos transforma y renueva.
Evangelio
(Lc 5, 1-11)
Estaba
Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para
oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los
pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces,
subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco
de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando
terminó de hablar, le dijo a Simón:
— Guía
mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
Simón
le contestó:
—
Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada;
pero sobre tu palabra echaré las redes.
Lo
hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían.
Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que
vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi
se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:
—
Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Pues
el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran
cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a
Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a
Simón:
— No
temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.
Y
ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
Comentario
Según
el relato de san Lucas, Jesús conocía a Simón desde poco antes. Se había
alojado en su casa y había curado a su suegra, que tenía fiebre[1]. Ahora,
cuando Jesús está predicando en el puerto de Cafarnaún, se toma la confianza de
subirse a la barca de Simón, e incluso le pide que deje lo que tiene entre
manos (estaba lavando las redes), y la separe un poco de la orilla. Simón
estaba cansado y desanimado porque, después de una noche de duro trabajo, no
había pescado nada, pero lo hace sin quejarse.
Cuando
Jesús termina de hablar, todavía le pide algo más, muy exigente en esas
circunstancias: Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
También ahora Simón obedece, sin ganas, y comprueba asombrado que sus pobres
redes se llenan con una cantidad enorme de peces. ¡Cuántas veces sucede lo
mismo en nuestra vida, cuando escuchamos lo que Jesús nos dice, y lo hacemos!
La
escena es muy actual. También ahora, sin dar mayor importancia al cansancio y a
la aparente infecundidad del esfuerzo de los suyos, Jesús repite a cada
cristiano la misma petición: ¡mar adentro! “También hoy se
dice a la Iglesia y a los sucesores de los Apóstoles que se adentren en el mar
de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el
Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera”[2].
“Esta
es la lógica que guía la misión de Jesús y la misión de la Iglesia: ir a
buscar, “pescar” a los hombres y las mujeres […] para restituir a todos la
plena dignidad y libertad, mediante el perdón de los pecados. Esto es lo
esencial del cristianismo: difundir el amor regenerante y gratuito de Dios, con
actitud de acogida y de misericordia hacia todos, para que cada uno puede
encontrar la ternura de Dios y tener plenitud de vida”[3].
Jesús
prepara poco a poco a Simón para la llamada. Sobre la base de una amistad que
construye día a día, pone a prueba su generosidad, y su amigo va comprobando
con los hechos que, al final, el Señor es más generoso, y da mucho más de lo
que pide. Al arrastrar las redes repletas de peces, queda asombrado y
sobrecogido. Reconoce el poder de Dios, que actúa a través de la palabra de
Jesús, y este encuentro directo con el Dios vivo, que es capaz de realizar tal
prodigio valiéndose de lo poco que puede aportar un pobre hombre, le impresiona
profundamente.
Simón
tiene miedo, pero Jesús le quita dramatismo a la situación, lo invita a una
gran aventura, y le pide una entrega total, un seguimiento sin condiciones. La
respuesta de Simón y de los que estaban con él no se hizo esperar: dejadas
todas las cosas, le siguieron. “Antes de ser apóstol, pescador. Después de
apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después. ¿Qué cambia entonces?
Cambia que en el alma — porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca
de Pedro — se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio”[4].
Lo que
sucedió con aquellos hombres es algo singular pero muy representativo de la
llamada que Dios hace a cada uno, con particular claridad en algunos momentos
de la vida, para que descubra aquello para lo que ha sido hecho y en donde
encontrará la felicidad. La vocación es una llamada divina. El hombre no la
diseña, sino que la descubre cuando da una respuesta positiva a la propuesta
que el Señor le hace.
La
experiencia de las propias limitaciones y de la personal debilidad no es
obstáculo alguno. Simón Pedro era consciente de todo eso y, a pesar del miedo
inicial, no dudó en seguir a Jesús. También ahora, como sucedió con él, la
fuerza de Dios suple nuestras pobres condiciones, siempre que confiemos en el
poder de su misericordia y en la acción de la gracia divina que nos transforma
y renueva.
[1] Lc
4,38-39.
[2] Benedicto
XVI, Homilía en el comienzo del Pontificado, 24.IV.05.
[3] Francisco, Angelus, 7.II.16.
[4] San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 264-265.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2022-02-06/
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