Humberto García Larralde 03 de febrero de 2022
Atrás quedaron los tiempos en que uno leía con gusto los artículos sobre Venezuela de Fernando Mires, filósofo chileno residenciado en Oldenburg, Alemania. Aportaba reflexiones constructivas sobre cómo salir de la tragedia que hoy nos consume. Hoy, nuestro país ha dejado de ser objeto central de su atención. Quizás sea mejor así. Un reciente artículo suyo [1] se dedica a destruir el liderazgo opositor construido en torno a Juan Guaidó y a legitimar –léase bien– al régimen de Maduro. Cito: “Maduro no ha usurpado ningún poder. Todos los poderes que maneja los recibió de una oposición usurpada por el extremismo opositor. De la aceptación de esa verdad objetiva, deberá partir la oposición. Maduro, desde ese punto de vista, no es un usurpador. Su acceso al poder frente a una oposición que se negó a votar, fue legítimo y legal”.
Remacha
esta idea más adelante: “En dictadura, generalmente, no se vota. Pero no
se vota porque la gente no debe o no quiere votar, sino porque toda dictadura,
por definición, suprime el voto. ¿Quiere decir entonces que la de Maduro no es
una dictadura? Efectivamente; desde el punto de vista constitucional no lo es”.
Con
semejante silogismo, Pinochet, al aceptar que se votara su plebiscito, tampoco
era dictador. Y luego: “Dependiendo de las circunstancias, si una
oposición busca una confrontación violenta, esos gobiernos muestran sus dientes
dictatoriales. Pero cuando la oposición actúa políticamente, no tiene más
alternativa, en muchas ocasiones, que actuar también políticamente.”
Creo
que nadie eximiría de críticas a Juan Guaidó o a otros integrantes del
liderazgo opositor actual. Que han cometido errores, obvio: el dinosaurio sigue
ahí. Pero tildar al liderazgo de Guaidó de “usurpador” y defender la
legitimidad –¡y legalidad!– de la “presidencia” de Nicolás Maduro, le quita
toda fundamentación a tales críticas.
Mires
suele argumentar con sólida lógica. Pero no por ello sus argumentos responden a
los hechos. Si se parte de premisas falsas, la conclusión lógica será, también,
falsa. Y, en este caso, el filósofo chileno revela ser prisionero de una
apreciación, cuando menos, cuestionable: que las elecciones de 2018, en las que
Maduro se clamó “reelegido”, fueron válidas (ergo, legales, legítimas). ¿Tiene
sustento esta apreciación? Veamos: la elección de 2018 se realizó con una
autoridad electoral (CNE) totalmente controlada por Maduro; con partidos
opositores inhabilitados y con los nombres y símbolos de algunos confiscados y
entregados para uso de grupos afines a él; con sus líderes igualmente
inhabilitados, presos o perseguidos; sin auditoría alguna del registro
electoral; sin observadores internacionales confiables; violando los tiempos y
normas establecidos en la Ley de Sufragio; y en un marco de represión –presos
políticos, torturas, desapariciones– ampliamente documentado, que redujo
severamente la libertad del ejercicio político opositor.
Pero,
después de vulnerar los artículos 5, 62, 63, 67, 294, 296 y 298 (al menos) de
la carta magna venezolana, Mires afirma que fue constitucional. Con tal
subterfugio, su lógica lo lleva a concluir que Maduro no es un dictador.
Tergiversar la realidad para acomodar argumentos propios no es un expediente
lícito cuando se quiere aportar soluciones con sinceridad.
Pero
trampear unas elecciones no convierten a Maduro, por este solo hecho, en
dictador. Para llegar a esta conclusión es menester examinar otros aspectos de
su gestión y de la realidad política venezolana.
En su
ejercicio del poder, el chavismo fue pasando, progresivamente, de ser una
democracia delegativa a una autocracia competitiva, para luego convertirse en
una autocracia hegemónica, según muchos politólogos. Con Maduro, esta
autocracia adquirió claramente un carácter no competitivo. Pero la cosa no
termina ahí.
Cuando
las fuerzas opositoras conquistaron una mayoría calificada en la Asamblea
Nacional en diciembre de 2015, ¿cuál fue la reacción de Maduro? Anular sus potestades
y competencias, y erigir una “institucionalidad” paralela que la sustituyera.
¿Cómo lo hizo? Disponiendo que el tribunal supremo de justicia, tramposamente
constituido por la AN anterior (por tanto, las minúsculas), anulara la
representación indígena; luego declarara en desacato al Parlamento y decidiera,
en consecuencia, que todas sus decisiones eran nulas; y usurpara sus
atribuciones para aprobar los presupuestos y renovar de forma continua el
Estado de Excepción. Acompañó este asalto a la Constitución y a las
instituciones democráticas con otras barbaridades más, como el hostigamiento y
la persecución de diputados electos con las fuerzas represivas y el montaje
fraudulento (artículo 347) de una asamblea constituyente que, si no hubiese
resultado tan mediocre y anodina, hubiese usurpado las funciones de la AN.
¿Qué
término designa a un régimen sin apoyo popular, que elimina la autonomía y
equilibrio de poderes, la libertad de expresión, que reprime y criminaliza la
protesta, viola el Estado de Derecho y somete al país a la fuerza a la voluntad
única y discrecional de quien ocupa la presidencia? No hay forma de evitar
calificarlo como dictadura.
Por
razones que no me atrevo a precisar, Fernando Mires se ha casado con una
versión de la política venezolana identificada con quienes acudieron a las
elecciones de 2018, que ha encasillado su perspectiva. Este sesgo tiene dos
consecuencias importantes. En primer lugar, le impide reconocer que, al
denunciar los comicios de 2018 y no participar en ellos, la oposición le asestó
uno de los peores golpes sufridos por Maduro hasta ese momento. Se logró que
más de 50 países democráticos desconociesen su “reelección”, se le retrató como
dictador –es decir, como usurpador– y ello permitió la constitución de una
dualidad de poderes que le creó un serísimo dolor de cabeza. Los primeros meses
de 2019 atestiguan a un significativo fortalecimiento de las fuerzas
democráticas, tanto en lo interno como en lo que se refiere a su respaldo
internacional. La participación en esos comicios diseñados tramposamente para
asegurar el triunfo de Maduro jamás le hubiera acarreado tal costo político.
A
partir de ahí, empero, los errores señalados por Mires –en su mayoría,
correctamente– fueron dilapidando este capital político opositor. Y he aquí la
segunda consecuencia de su sesgo político. Sus críticas tendrían mayor
posibilidad de ser compartidas si no fuera por la inquina que exhibió contra
Guaidó en su artículo. En momentos en que es menester aunar esfuerzos para
construir una opción democrática unida de poder, capaz de aprovechar, ¡ahora
sí!, eventos electorales futuros para avanzar en el desplazamiento de Maduro,
los señalamientos de Mires exacerban las divisiones y cierra puertas. Excluir a
Guaidó de este esfuerzo debilita claramente las posibilidades de arribar, con
fuerza, a la unidad requerida. Y eso nos lleva a la tercera cita de su artículo
reproducida arriba.
Cuando
la oposición quiso ejercer las atribuciones que, como mayoría en la Asamblea
Nacional, le competían, o cuando quiso convocar al referendo revocatorio en
2016, no estaba “confrontando violentamente” al gobierno. Hacía política, bajo
los preceptos de la Constitución. Pero desde las primeras protestas masivas en
su contra, a comienzos de 2014, Maduro no titubeó en reprimir violentamente.
Durante su gestión se le imputan unas 300 muertes de manifestantes. Los errores
de convertir esas protestas en “la salida”, como tampoco los posteriores,
justifican tal crimen. Si ahora Maduro busca “legitimarse” internacionalmente,
admitiendo elecciones con condiciones mínimas aceptables –hasta ahora no ha
sido muy convincente–, no es porque la oposición dejó de ser violenta. ¡Por
Dios! Es porque ya el costo de la represión como única forma de mantenerse
empieza a pesar. Condujo a su condena internacional –ahora ante la CPI– y a la
imposición de sanciones que le impiden satisfacer las apetencias de la alianza
de mafias que constituye su sostén. Desesperadamente busca un respiradero. En
su defecto, se entrega cada vez más a manos de los rusos, del ELN, Irán,
Turquía y, por supuesto, de una Cuba también desguazada.
Los
venezolanos hemos aprendido con enormes costos a entender la naturaleza
fascista, criminal, de Maduro y de sus militares. Tratar de lavarles la cara,
pontificando contra un liderazgo opositor “extremista”, incapaz de hacer
política ante un régimen ahora “legítimo”, garantiza que seguiremos errando en
lograr la salida de estos criminales.
[1]
“Venezuela después de Barinas: entre la ilusión y la política”, El Nacional, 16
de enero.
Humberto
García Larralde
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