Flaviana Sandoval y Diego Marcano 07 de febrero de 2022
@FlavianaSP y @YoDieguino
arlos
Ereú podía ver cómo los 1.744 asientos de la Golden Saal del
Musikverein de Viena terminaban de ocuparse. Sentado con su violonchelo en los
escalones traseros, al pie de los contrabajos, esperó que el oboe deslizara el
“La” con el que tradicionalmente afinan las orquestas antes de una
presentación.
Había aterrizado en Viena con el compromiso de ejecutar las once oberturas y nueve sinfonías de Beethoven a lo largo de cinco días. La gira había iniciado en el Palau de la Música de Barcelona y pasado por el Elbphilharmonie de Hamburgo. Sin saberlo, la noche del marzo de 2017, Carlos, primer violonchelista de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, tocaría por última vez en una gira junto a sus compañeros.
Dos
días después estallaron en Venezuela las protestas de 2017, en respuesta a la
decisión 156 del Tribunal Supremo de Justicia, en la que se atribuyó las
funciones de la Asamblea Nacional.
En las
protestas del 3 de mayo, Armando Cañizales, un joven de 18 años que tocaba la
viola en la Orquesta Sinfónica Juvenil José Francisco del Castillo, una de las
agrupaciones del Sistema, cayó muerto en la avenida Río de Janeiro de Las
Mercedes, con un proyectil metálico incrustado en el cuello. Al día siguiente,
Gustavo Dudamel, célebre compositor y director de orquesta que alcanzó la fama
mundial a la cabeza de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar y actualmente es
director de la Filarmónica de Los Ángeles y la Ópera de París, publicó desde
Los Ángeles una carta
abierta titulada “Levanto mi voz”, en la que criticó la represión
gubernamental contra los manifestantes.
La
respuesta del gobierno vino unos meses después, el 21 de agosto de 2017, cuando
el despacho de la presidencia de Nicolás Maduro anunció
la cancelación de una gira de la Orquesta Nacional Juvenil de
Venezuela por cuatro ciudades de Estados Unidos, un evento que estaba pautado
para comenzar el 9 de septiembre, con Gustavo Dudamel como director. Dudamel no
ha vuelto a dirigir la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela desde
entonces.
A
Carlos y sus colegas de la Sinfónica Simón Bolívar también se les informó que
el gobierno había suspendido las giras que la orquesta tenía programadas para
2018, por falta de presupuesto.
“Nosotros
dependíamos de los viáticos de esas giras para vivir, no de lo que ganábamos en
Venezuela”, dice Carlos. “Con esa decisión, lo que podíamos percibir para tener
un sustento se esfumó. Nuestro salario fijo en ese tiempo era de 10 dólares
mensuales y sin las giras no íbamos a tener otro tipo de ingreso. Entonces
todos quebramos”.
Carlos
tuvo que vender todo lo que tenía: su carro, luego los muebles, y finalmente su
casa. Cuando ya no quedó nada, supo que había llegado el momento de irse de
Venezuela y presentó su renuncia ante el Sistema de Orquestas.
“Veinte
años de carrera y me pagaron 30 dólares de liquidación”, suspira Carlos. “Eso
me quebró. A todos nosotros”.
De
acuerdo con Eduardo Méndez, quien sucedió en 2018 al maestro José Antonio Abreu
como director ejecutivo del Sistema, un 60% de los músicos que conformaban la
Sinfónica Simón Bolívar han abandonado la orquesta en los últimos años. Así lo
explicó Méndez en una entrevista
con El Nacional el 18 de febrero de 2020. Cerca del 27% del
personal administrativo y docente del Sistema también ha dejado la institución.
Algunos renunciaron para optar por empleos mejor remunerados en otras
organizaciones en Venezuela. Otros se fueron para no volver.
Carlos
estaba seguro. No tenía ánimo para seguir trabajando en el ámbito musical en
Venezuela. Después de todas las giras internacionales, de haber tocado en las
mejores salas de conciertos del mundo, de todas las grabaciones con el sello
disquero alemán Deutsche Grammophon interpretando las obras de los más grandes
maestros y compositores de la música clásica, ahora, de la noche a la mañana,
tenía que dejarlo todo atrás.
“Tuve
que destrozar todos esos sueños, todo lo que me hizo como artista y como persona,
y olvidarme de que tuve una vida. Porque el país, realmente, quedó acabado”,
dice Carlos.
Tenía
100 dólares para cubrir los gastos del viaje, un dinero que le había enviado su
amigo y excompañero chelista de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, actualmente
chelista en la Filarmónica de Jalisco, Jean Carlos Coronado Cabrices.
Carlos
salió de Valencia con dos morrales, un violonchelo y una maleta grande a la que
apodó “la nevera”, en la que iban todos sus libros. Debía llegar a Bogotá,
donde le esperaban su madre y sus hermanos menores Karla y Marlos, que habían
emigrado unos años atrás.
Al
emprender el viaje de 1.234 km hasta Bogotá, dejó atrás la carrera que había
iniciado en el Sistema de Orquestas a los 13 años, y un violonchelo Roger &
Max Millant, de una de las tiendas de instrumentos musicales de la famosa Rue
du Rome de París, fabricado en 1936 y comprado por la Hilti Foundation de
Liechtenstein para la Sinfónica Simón Bolívar.
En el
autobús que lo llevó de Valencia a San Cristóbal, tuvo que pagar un puesto para
el chelo y otro para él. El taxi de San Cristóbal a San Antonio del Táchira le
costó 15 dólares y pasó 5 horas bajo el sol para sellar en el pasaporte su
salida de Venezuela.
Cuando
finalmente logró abordar el autobús que lo llevó de Cúcuta a Bogotá, apenas le
quedaban 20 mil pesos colombianos, unos cinco dólares, que se le fueron en
comida. Después de 4 días viajando, Carlos llegó a Bogotá sin un peso en el
bolsillo.
“Toda
mi vida había viajado de una forma totalmente diferente. Desde joven, con la
Orquesta Sinfónica Infantil de Venezuela, hice gira por todas partes. Pasé la
mayor parte de mi vida en Europa: Italia, Alemania, Francia, España, Austria”,
dice Carlos. “Hoteles 5 estrellas. Todas las mejores cosas. Toda esa bonanza
que tuvo la situación de ser artista era de otro mundo. Nosotros sentíamos que
estábamos determinados a ser los mejores músicos del planeta”.
***
La
música ronda a la familia Ereú desde los tiempos en que Rafael Pérez, el abuelo
materno de Carlos, a quien todos conocían como “Rafelito”, se iba de gira por
América Latina y las islas del Caribe, tocando la guitarra con el celebrado
Trío Curarí del estado Lara.
Marilin
Pérez, la hija de Rafelito, se acostumbró a escuchar las armonías de voces en
las serenatas que cantaba su papá. La Veragacha, Un Cigarrillo, Pálida
Luz, fueron algunas de las canciones del trío que mantuvieron viva la
tradición larense. Algunas se convirtieron en éxitos bailables en Venezuela en
la década de los 40. Otras se volvieron íconos de la música venezolana,
como Noches Larenses, que más tarde fue versionada por Alfredo
Sadel y el Quinteto Contrapunto.
Inspirada
por la herencia musical de su papá, Marilin estudió violín en lo que entonces
era el Sistema Regional de Orquestas, en el núcleo del pueblo de Quíbor, donde
vivía su familia. Allí conoció a Carlos Ereú, un estudiante de violín y amante
de los aguinaldos que había crecido en un hogar lleno de maracas, cuatros y
mandolinas, y asiduo de las reuniones de amigos que se volvían parrandas
después de la medianoche.
Tenían
20 años cuando nació Carlos, su primer hijo. Un año después vino su hermana
Karla.
La
casa estaba llena de estantes con enormes colecciones de discos de acetato.
Carlos y Karla escuchaban grabaciones de la Orquesta Filarmónica de Berlín
dirigida por Herbert von Karajan, o la colección completa de los valses
quiboreños de Juan Pablo Ceballos. A los tres años, los niños ya tocaban
marimbas y xilófonos chiquitos; cantaban canciones infantiles y se reían
traviesos cuando los vecinos se quejaban de las reuniones que organizaba su
papá en casa con amigos, para tocar música tradicional venezolana hasta las
tres de la mañana.
Constantemente,
el canto de su mamá inundaba la casa, donde la música se llevaba en la sangre y
se vivía a diario.
Cuando
Carlos cumplió 7 años, una nueva misión comenzó a ocupar las tardes libres de
los hermanos Ereú: la de elegir un instrumento para aprender y comenzar su
carrera musical. Uno que, como les había dicho su papá muchas veces: “les
llenara el alma”.
A
Carlos le fascinaba el sonido y la versatilidad del violín, pero nunca le gustó
la sensación de tener el instrumento apretado contra el cuello. A veces también
pensaba que era demasiado chillón. Cuando conoció el violoncello no le quedó
ninguna duda.
“Además
mi papá quería que fuera chelista”, dice Carlos. “Me ponía grabaciones de
piezas para chelo, y yo también dejé que él me influenciara de esa forma”.
Karla,
su hermana, se enamoró de la viola escuchando la Quinta Sinfonía de
Beethoven.
A su
corta edad, los hermanos Ereú habían convertido el hábito de escuchar música
clásica con su papá en una rutina, casi un rito, que compartían en las tardes
libres y fines de semana, con la misma alegría con la que disfrutaban jugar o
ver los Thundercats en televisión.
Dedicada
a esta búsqueda de un instrumento, Karla ya había oído la flauta, el clarinete,
el corno francés, el trombón, la trompeta; incluso todos los instrumentos de
percusión. Cuando escuchó el violín pensó que sus sonidos agudos eran
bellísimos, pero no eran del todo lo que ella quería.
Sentada
en la sala de su casa en Quíbor, oyó absorta los últimos compases del Allegro
con brio de la Quinta Sinfonía. Una cadencia de tres acordes
majestuosos en un fortissimo estridente. Luego, silencio. El
segundo movimiento, Andante con moto, abrió con un tema de los
instrumentos de cuerdas. Una melodía dulce, serena, elegante.
Karla
lo había escuchado todo, pero nunca nada como eso.
—¡Papá!
¡Ese! —saltó la niña. —¿Qué instrumento es ese?
—Esa
es la viola.
La
decisión estaba tomada. Karla empezó a recibir clases de viola en el núcleo de
Quíbor, que entonces llevaba el nombre de Conservatorio Juan José Landaeta, una
sede rural del núcleo del Sistema Nacional de Orquestas de Barquisimeto, en el
estado Lara. Su primer maestro fue José Guillermo Fuentes, también nativo del
pueblo de Quíbor.
Con
Carlos en el chelo y Karla en la viola, entre los amigos cercanos de la familia
se popularizó una broma sobre las supuestas verdaderas intenciones del padre de
los hermanos Ereú. “Tu papá lo que quería era formar un trío de cuerdas”, les
decían siempre entre risas.
Para
los hermanos Ereú, la música estaba lejos de ser un juego. “Carlos y yo nos
poníamos metas todos los días", recuerda Karla. “Todos los días, si íbamos
al núcleo, teníamos que sacar una lección de algún libro, o aprender una parte
del Aleluya de Haendel, o tocar esta o aquella pieza. Era muy
ordenada nuestra disciplina”.
Ser
los hijos del director del núcleo de Quíbor no lo hacía más fácil. Al
contrario, añadía un poco más de peso sobre los niños. “Era competitivo y era
también una responsabilidad. No era una exigencia de papá, pero uno lo asumía”,
dice Karla. “Como cuando tu papá es el director del colegio. Tú siempre tienes
que estar muy disciplinado. Si mi papá es el director, siempre hay que dar la
talla".
En
1994, José Antonio Abreu, reconocido como el padre y fundador del Sistema
Nacional de Orquestas de Venezuela, ideó el proyecto de la Orquesta Sinfónica
Nacional Infantil de Venezuela, para agrupar a los mejores talentos entre los
niños músicos de todos los núcleos regionales del sistema que operaban en el
país.
En
Barquisimeto, los músicos Suzanne Simman y Rubén Coba fueron los encargados de
hacer audiciones para escoger a los niños larenses que serían parte de la
orquesta. Carlos, de 13 años, y Karla, de 12, se presentaron a las
audiciones.
“Te
pedían un extracto de una partitura, una escala, alguna lección que tuvieras
aprendida, y ellos te evaluaban”, recuerda Karla. “Simplemente te parabas
frente a ellos, y a tocar”.
Los
resultados de las audiciones tardaron quince días.
“Mi
papá se estaba comiendo las uñas”, dice Karla entre risas. Dos semanas después
de haber tocado frente a los maestros Simman y Coba, los hermanos Ereú estaban
de pie frente a la cartelera del pasillo de entrada del Conservatorio Juan José
Landaeta.
Con la
mirada alzada buscaron sus nombres entre el mar de hojas blancas plagadas de
letras como hormigas negras. Y allí estaban.
Carlos
Ereú: Fila de violonchelos.
Karla
Ereú: Fila de violas.
Eran
los días dorados de la música clásica en Venezuela. Una explosión de talento
joven emanando desde las principales ciudades hasta los rincones más recónditos
del país: desde Caracas y Maracaibo hasta Guatire, El Tigre y Tucupita; de
Barquisimeto, Mérida y Punto Fijo a Porlamar, Ciudad Guayana, El Tocuyo,
Carora, Boconó, Cumanacoa y Quibor.
—Descomunal
—recuerda Karla.
55
niñas y 97 niños entre los 8 y los 13 años conformaron la primera generación de
la Orquesta Sinfónica Nacional Infantil de Venezuela, con un
ensamble que incluía 56 violines, 16 violas, 19 violonchelos, 7
contrabajos, 4 oboes, 7 flautas, 5 clarinetes, 3 fagotes, 5 cornos, 8
trompetas, 8 trombones, 2 tubas y una fila de 12 percusionistas.
En su
concierto inaugural el jueves 15 de diciembre de 1994, los 152 pequeños músicos
caminaron con sus instrumentos en mano sobre el escenario de 261
metros cuadrados de la sala José Félix Ribas del Teatro Teresa
Carreño.
La
sala estaba llena a reventar: 440 personas copando los asientos dispuestos a
modo de anfiteatro semicircular. Los murmullos y el ruido sordo de la audiencia
acomodándose en sus puestos casi se convertían en música al reverberar entre
las Pirámides vibrantes, la obra de Jesús Soto dispuesta en el
techo acústico a todo lo ancho del espacio.
Todo
quedó en silencio cuando los instrumentos ejecutaron al unísono la afinación de
la orquesta: un sonido redondo y apacible que se expandía primero
a la sección de cuerdas, creciendo y ondulando a medida que se movía entre los
instrumentos de viento madera, hasta abarcar cada recobeco de la sala con una
envolvente nota Si de los vientos metales.
El
repertorio abrió con la Sonata Petite Suite, de A. Corelli, seguida
de la Suite de la Música Acuática (Allegro Maestoso) de
Haendel-Harty. Sentados en medio del escenario, los hermanos Ereú ondeaban los
arcos de sus instrumentos sobre las cuerdas, los ojos fijos en el maestro
Gustavo Medina, que dirigía la orquesta.
Los
acordes vivaces y juguetones de Vivaldi dieron paso a la armonía sombría de la
Quinta Sinfonía de Beethoven, para terminar con la Fantasía Obertura 1812 de
Tchaikovsky. En los dos minutos finales del concierto, todos en la sala tenían
la respiración en vilo mientras las cuerdas se precipitaban en una cadencia
descendente hacia un estallido de campanas y platillos. El redoble final de los
timbales y tambores se mezcló en el aire con el estruendo de los
aplausos.
Ese
concierto inaugural fue el comienzo de lo que sería el apogeo de la Orquesta
Sinfónica Nacional Infantil de Venezuela, y de todo el Sistema Nacional de
Orquestas, que ha sido admirado y replicado como modelo de formación musical en
varios países del mundo.
Con la
Orquesta Sinfónica Nacional Infantil de Venezuela, los hermanos Ereú debutaron
por primera vez en la escena musical internacional tocando en el Kennedy Center
de Washington. Se presentaron en la sede de la ONU, en Nueva York, y en la
Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, en Santiago de
Chile.
La
orquesta recorrió
América Latina y Europa, con presentaciones en el Palacio de
Bellas Artes de México y en el Teatro Colón de Buenos Aires; en el estadio
Maracaná de Río de Janeiro, en la sede de la UNESCO en París, en la Capilla
Clementina de El Vaticano, y en teatros en Milán, Nápoles, Florencia, y Roma.
Viajaron por toda Alemania, tocando en Hannover, Dusseldorf, Heilborn, Munich,
Munster, Magdeburg, y en el legendario teatro sede de la Filarmónica de Berlín.
También se presentaron en el Teatro Nacional de Kingston, en Jamaica, y tocaron
a los pies de la estatua de piedra caliza y mármol blanco de Abraham Lincoln,
en el Lincoln Memorial de Washington.
Karla
aún recuerda con emoción el concierto de recibimiento que le hicieron al Papa
Juan Pablo II en su segunda visita a Venezuela en 1996. Al bajar del avión en
el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, lo esperaba la Orquesta Sinfónica
Infantil, que interpretó el himno nacional de Venezuela y el Himno Pontificio,
con su sonido compitiendo con el rugido de la brisa salada de La Guaira.
Esa
primera generación de la Orquesta Sinfónica Infantil de Venezuela se mantuvo
hasta el año 2002, cuando muchos de sus integrantes originales ya se habían
convertido en jóvenes de entre 17 y 20 años. Fue entonces cuando el maestro
Abreu comenzó a idear una alternativa para estos jóvenes, un proyecto de
formación musical continuada que pudiera ofrecerles un camino de
profesionalización en la música. Así nació en 2004 la Orquesta Sinfónica Simón
Bolívar B.
La Sinfónica
Simón Bolívar B es la orquesta que luego llegaría a convertirse en la insignia
del Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela. Bajo la dirección de Gustavo
Dudamel, quien inició como violinista en la Orquesta Nacional Infantil y
comenzó su carrera como director con tan solo 19 años, la Simón Bolívar B fue
el mayor exponente internacional de la excelencia musical venezolana y del
éxito de El Sistema como proyecto de pedagogía musical y
desarrollo social.
Por
primera vez en todos sus años de tocar y compartir la música juntos, los
hermanos Ereú se separaron. Carlos siguió al maestro Abreu y se fue a Caracas
para convertirse en uno de los miembros originales de la Sinfónica Simón
Bolívar B. Karla decidió quedarse en Barquisimeto, estudiando pedagogía musical
en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL) y tocando la viola
en la Orquesta Sinfónica de Lara, más cerca de su familia y de su nativo pueblo
de Quíbor.
***
Carlos
llegó al apartamento que alquilaba su hermano menor, Marlos, en el norte de
Bogotá. Su nuevo hogar quedaba en el segundo piso de una casa, y para llegar a
él, debían atravesar la sala de la casa de otra familia.
Poco
después, los hermanos se fueron a un edificio de apartahoteles en el barrio
Siete de Agosto, detrás del estadio El Campín. Marlos no duró mucho tiempo. Se
mudó de nuevo a un sitio que le quedaba más cerca de su lugar de trabajo.
Carlos se quedó. Vivió allí por varios meses, compartiendo el pago de la renta
con una amiga.
En sus
primeros meses en Bogotá, Carlos trabajó con El Club de Música, tocando el
chelo en óperas, bodas y hasta funerales. Lo contrataban y le pagaban por
eventos, y aunque no era un empleo muy estable, se las arreglaba. También fue
parte del equipo de músicos venezolanos y colombianos que iniciaron el proyecto
de la Orquesta Sinfónica Metropolitana de Bogotá.
Participó
como chelista en las grabaciones de los discos Past y Present, del
trompetista, arreglista y cantautor venezolano nominado al Latin Grammy, Chipi
Chacón. Pero cuando al terminar el proyecto las luces del estudio de grabación
se apagaron, Carlos empezó a preocuparse.
“Me
puse nostálgico porque no tenía un trabajo formal y sufrí mucho. Lloré bastante
porque no tenía qué hacer”, recuerda Carlos. “Me sentía atado de manos. Había
dejado mi trabajo, mi carrera, mi país. Todo quedó atrás”.
En
el apartotel donde vivía conoció a Wileny Arias y Mariangel Mujica, dos violinistas
formadas en el Sistema de Orquestas en Yaracuy, que le plantearon ganarse la
vida como lo hacían muchos otros músicos venezolanos en la ciudad: tocando en
la calle.
Carlos
postergó su respuesta lo más que pudo. Sentía vértigo al imaginarse sentado en
una silla plegable al borde de alguna avenida, con su chelo entre las piernas.
“Después de hacer tantas cosas que he hecho en mi vida”, se decía, “ahora, tal
cual como un mendigo, ir a la calle a tocar a ver si la gente se apiada de mí”.
Un día
tuvo la determinación.
—Esta
es mi realidad y tengo que asumirla —le dijo a su hermano Marlos—. Estoy
dispuesto a hacer lo que sea para salir adelante.
Carlos,
Wileny y Mariangel empezaron a tocar bajo el túnel del Portal del Dorado, una
de las principales estaciones de Transmilenio al oeste de la ciudad. Carlos
salía temprano con el violonchelo en brazos y se sentaba en un murito a tocar,
flanqueado por el dulce lamento de los violines de sus compañeras.
La
primera vez que tocaron en el túnel de El Dorado, Carlos sintió tanta vergüenza
que no podía siquiera levantar la cara. “Sufrí mucho. Era una cosa que me
revolvía por dentro”, recuerda. “Yo no entendía qué estaba pasando con mi
vida”.
Entre
el ruido de Transmilenio y los cientos de transeúntes que pasaban apurados, el
trío de cuerdas desbordaba el túnel con las melodías de O Sole Mío,
la Pequeña Serenata Nocturna de Mozart, y Como llora
una estrella, emblemático vals larense del maestro Antonio Carrillo.
Carlos
llevaba siempre un gorrito que le opacaba el rostro. Se sentaba atrás,
cabizbajo, marcando con un leve pizzicato el bajo de los
temas, camuflado detrás de su instrumento. No estaba orgulloso de estar allí,
pero recorría compás tras compás con determinación.
“Era
un método de trabajo poco convencional, pero generaba la certeza de que ese día
comías”, dice Carlos. “Con que 50 personas te echaran una moneda de cien, por
lo menos podías reunir para no morirte de hambre”.
Los
retos abundaban. Los policías estaban siempre determinados a sacarlos del sistema
de transporte masivo. En algunas ocasiones tuvieron que rogarles que les dejara
tocar porque era su sustento económico. Cuando las súplicas no surtían efecto
tenían que ir a otras estaciones o tocar en el frío de la feria de Usaquén,
junto al centro comercial Hacienda Santa Bárbara, en la zona norte de Bogotá.
Siempre debían resguardar los instrumentos de la lluvia, en una ciudad en la
que comúnmente, se dice, en promedio llueve 180 días al
año.
Algunos
ni se daban cuenta de que estaban allí. Otros soltaban una moneda o un billete,
incluso cuando apenas estaban afinando los instrumentos. En la medida en la que
siguieron tocando vieron cómo las calles se llenaban de más y más músicos,
todos buscando ganarse la vida. Entonces tenían que luchar por el puesto
llegando temprano a trabajar.
En
otras ocasiones, Wileny y Mariangel iban al baño y Carlos seguía tocando solo,
rasgando con el arco de madera de pernambuco las cuatro cuerdas de su chelo.
Debía aprovechar la oportunidad de producir.
“De
tanto tocar me destrozaba los dedos. Al final del día llegaba con los dedos
rotos”, dice Carlos. “Tú puedes tocar cinco horas en un evento pero nunca las
tocas continuas. En la calle tocábamos cinco o seis horas seguidas para poder
hacer suficiente dinero”.
Los meses
pasaron, y el chelo de Carlos seguía resonando en el túnel de El Dorado.
Recordando con desconsuelo las glorias pasadas, el antiguo chelista de la
Orquesta Sinfónica Simón Bolívar tocó en las calles de Bogotá durante cerca de
un año. En ese tiempo, a menudo se sorprendía con una pregunta constante en la
cabeza: “¿Por qué tuvo que ser de esta forma?”.
***
María
Alejandra Timaure se puso sus audífonos y salió a prisa de su casa, dando
zancadas enormes rumbo a la estación de Transmilenio del Portal El
Dorado.
Era
marzo de 2020 y Bogotá acababa de entrar en su primera cuarentena, con
restricciones de movilidad, por la pandemia de covid-19. Por esos días, María
Alejandra pasaba las horas contestando celulares y rastreando órdenes en dos
computadoras portátiles para el restaurante de sushi para el que trabajaba
atendiendo quejas y coordinando pedidos desde tres puntos diferentes de la
ciudad.
Había
llegado a Bogotá desde Ciudad Ojeda, estado Zulia, donde estudiaba
administración de empresas. Ahora vivía en la localidad de Engativá, al oeste
de la capital colombiana, muy cerca de su trabajo, al que podía llegar caminando
sin necesidad de utilizar el transporte público.
Pero
en aquella mañana de marzo, María Alejandra despertó con la noticia de que la
conexión a internet en el restaurante estaba caída. La enviaron a cumplir la
jornada en otro restaurante de la misma empresa, en Corferias, al otro extremo
de la ciudad. El autobús que la dejaba más cerca era un alimentador que debía
tomar en el Portal El Dorado.
Mientras
caminaba a lo largo de la estación en búsqueda de su autobús, escuchó por
encima de la música de sus audífonos la melodía del vals larense Como
llora una estrella resonar en la caja acústica de un violín, y el
dulce acompañamiento de un hondo chelo.
María
Alejandra, que desde joven se considera melómana, y aunque no se formó en la
música, canta y toca la guitarra, quedó cautivada por la armonía de cuerdas que
sonaba como su tierra. Pero se le hacía tarde y no tenía tiempo para detenerse
a escuchar.
Pasó
apurada frente a dos violinistas y un chelista, que tocaban al borde del túnel.
Cuando el autobús llegó y los pasajeros que esperaban se dispusieron a
montarse, María Alejandra no se aguantó. Se dio vuelta corriendo y soltó un
billete en el estuche abierto que el trío callejero utilizaba para recaudar las
contribuciones. Corrió de regreso y alcanzó a meterse al autobús de un salto,
justo antes de que se cerraran las puertas.
Al día
siguiente debía repetir la ruta. Salió a las 10 de la noche de su trabajo,
ilusionada con la idea de volver a encontrar a los músicos bajo el túnel. Sabía
que eran venezolanos y quería saber quiénes eran y felicitarlos por su
impecable ejecución. Con un poco de suerte se habrían quedado tocando hasta
tarde.
Cuando
llegó a la estación, allí estaban: las dos violinistas moviéndose con
expresividad al tocar melodías de música clásica y música tradicional
venezolana, y atrás, el chelista acompañándolas, sentado sobre un murito.
Esta
vez, María Alejandra se quedó de pie durante una hora, escuchándolos. No quería
interrumpirlos, estaba desconcertada con la belleza del trío de cuerdas. Cuando
terminaron de tocar, la muchacha se acercó al grupo, los felicitó y
compartieron brevemente sus historias. Anotó el teléfono de una de las violinistas
y se marchó a casa, ya cerca de la medianoche.
Los
volvió a ver una tercera vez de camino al trabajo. Saludó a las violinistas con
afecto, y en esta oportunidad, habló también con el chelista. La conversación
se deslizó rápidamente de la música a los tintes de pelo.
—¿De
qué color te gustaría que me pintara el cabello? —le preguntó María
Alejandra.
El
chelista lo pensó un momento.
—Azul
—respondió.
A los
pocos días, María Alejandra volvió a casa con un frasco de tinte azul en la
cartera.
Mientras
coloreaba las hebras de cabello con el azul intenso, inclinada sobre el
lavamanos del pequeño baño de su apartamento, pensó en la sorpresa que sentiría
el chelista al verla. Pero a pesar de su emoción, no se volvieron a encontrar.
En pocos días repararon el internet en su trabajo y no tuvo que volver a tomar
la ruta del Portal El Dorado.
Un mes
después, cuando María Alejandra volvía del centro de Bogotá, pasó su tarjeta de
Transmilenio sobre el lector de los torniquetes de entrada de la estación del
Portal de Las Aguas. Allí, sobre el andén, esperó por su autobús de acordeón.
No
pasó un minuto completo cuando alguien le tocó la espalda. Al darse vuelta se
encontró con el rostro del chelista que la había alentado a pintarse el cabello
de azul. La había reconocido. Le dijo que era Carlos Ereú, el músico a quien
había escuchado tocar unas semanas atrás en el Portal El Dorado.
Contenta
de encontrarlo de nuevo, le dio un abrazo y durante la siguiente hora no
pararon de hablar. Él le dijo que había sido músico desde que tenía memoria.
Ella le contó cómo llegó a Bogotá. Cuando se despidieron, en la estación de
Polo, al norte de la ciudad, cada uno se llevó un número de teléfono y la
ilusión de volverse a ver.
Poco
más de un año después, dicen entre risas que si Carlos no hubiera reconocido a
María Alejandra en aquel andén del Portal de Las Aguas, la vida hoy sería muy
diferente. Desde aquel encuentro fortuito no dejaron de verse. Dos meses
después, se hicieron novios. Al poco tiempo se mudaron juntos y planean casarse
antes de que termine el año.
Juntos
pasaron los tiempos más difíciles. Al tiempo de hacerse novios, María Alejandra
dejó su trabajo en el restaurante de sushi y agregó su guitarra y su voz al
trío de cuerdas de Carlos, Wileny y Mariangel. Después de un tiempo, decidieron
seguir tocando en la calle solo los dos, a dueto.
Los Allegros de
Mozart y los valses venezolanos dieron paso a un repertorio más pop: Flaca,
de Andrés Calamaro, Perfect, de Ed Sheran, Fix You, de
Coldplay. En las tardes húmedas y frías de Bogotá, en medio de una cruda
pandemia, Carlos y María Alejandra encontraban la forma de divertirse tocando
juntos.
Pero
el estuche sobre el suelo nunca se llenaba lo suficiente. María Alejandra
consiguió un trabajo en otro restaurante, vendiendo arepas con chorizo y
pinchos. Le pagaban 3 mil pesos al día y trabajaba más de 12 horas
diarias.
Sin
ella, Carlos no quería seguir tocando en la calle. No quería hacerlo solo.
Consiguió que lo contrataran en una galería, vendiendo obras de arte. Le
pagaban 20 mil pesos diarios por una jornada de nueve horas de trabajo. Nunca
vendió un solo cuadro.
Las
deudas siempre encontraban la forma de amontonarse. Pasaron muchos meses duros.
En mayo de 2020, la Orquesta Filarmónica de Bogotá, en alianza con el
Ministerio de Cultura de Colombia y la Red Distrital de Bibliotecas Públicas de
Bogotá, Bibliored, idearon el programa “Asómate a tu ventana”, para llevar
música a los residentes de las diferentes zonas de la ciudad en medio del
confinamiento.
Carlos
fue el primer músico que contrataron. Se montaba en la parte de atrás de un
camión abierto y pasaba el día recorriendo la ciudad, tocando el chelo para los
bogotanos que abrían sus ventanas para escucharlo. “Ese trabajo fue
espectacular”, dice Carlos. Pero el dinero seguía siendo escaso.
Fue en
2020, en medio del confinamiento impuesto por la pandemia y entre trabajos
itinerantes, que se consolidó finalmente lo que había sido un proyecto de los
hermanos Ereú desde los tiempos en que, estudiando cada uno en diferentes
ciudades en Venezuela, se reunían en Quibor en las vacaciones de julio y agosto
para tocar juntos. El sueño de su papá: Ereú Brothers.
***
Marlos,
el menor de los Ereú, llegó a la familia 9 años después que su hermana
Karla.
Por
ese entonces, Carlos y Karla a menudo tocaban dúos de Mozart con el chelo y la
viola. A veces su papá se les unía con el violín para completar el trío de
cuerdas. Cuando nació Marlos, fue la pieza que le faltaba al
rompecabezas.
Desde
muy chiquito, Marlos se decidió por el violín. Aprendió también a tocar el
piano y la guitarra, y a cantar. “Él siempre fue multiinstrumentista”, dice
Karla. “Era como esa nueva generación que empieza a apostarle a otras cosas.
Mientras que Carlos se metió por el lado de ser solista, con una exigencia
tremenda, Marlos terminó convirtiéndose en un músico amplio, capaz de componer,
de dirigir, capaz de todo”.
A
fuerza de conciertos caseros, duetos y tríos de cuerdas por las tardes, el papá
de los hermanos Ereú le fue metiendo en la cabeza a sus hijos la idea de tener
su propia agrupación. “Creo que papá y mamá siempre pensaron que nosotros tres
éramos músicos y no podíamos estar desligados nunca porque nuestro arte es el
mismo”, dice Karla. “Teníamos que unirnos”.
Cuando
Carlos se fue a Caracas para unirse a la Sinfónica Simón Bolívar, los tres
hermanos hacían maromas para reunirse a tocar juntos cada vez que podían.
Estaban decididos a no dejar morir el sueño de formar su propio trío.
Karla
y Marlos aprovechaban cada fin de semana que podían para planificar un viaje
corto a Caracas. Salían el sábado temprano y llegaban al apartamento alquilado
de Carlos. Allí, esperaban a que el hermano mayor llegara, al atardecer, de los
ensayos con la Sinfónica. Carlos aparecía siempre cansado después de un día
entero tocando. Comían algo. Conversaban.
Al día
siguiente, la sala del apartamento se llenaba de música. Los hermanos Ereú
trabajaban la afinación de los instrumentos juntos, leían partituras nuevas y
practicaban otras que ya tenían aprendidas. Se esforzaban por unirse en la
interpretación, por lograr un mismo sonido: acoplado, perfecto.
“Cuando
nos dábamos cuenta, ya era domingo a las 6 de la tarde y Marlos y yo teníamos
que volver a Quíbor”, cuenta Karla. “Sabíamos que iba a ser duro pero creíamos
que lo podríamos lograr”.
Estuvieron
mucho tiempo así, intentando consolidar su trío desde la salita del apartamento
de Carlos. En una serie de talleres que hicieron juntos en la Academia
Latinoamericana de Música de Cámara de Caracas tocaron tríos de Mozart y
Beethoven y música latinoamericana para violines y violonchelo. Los talleristas
les dijeron que no abandonaran, que era increíble que los tres hermanos tocaran
así.
Pero a
pesar de los elogios, cada uno tenía que dedicarse a su formación por separado.
El trío de cuerdas que su papá había imaginado siguió posponiéndose año tras
año, diluyéndose en el tiempo.
Karla
emigró a Bogotá en septiembre de 2015. La siguió Marlos, en 2016. Cuando Carlos
llegó a la ciudad a finales de 2017, el proyecto de tener una agrupación propia
de los hermanos tomó un segundo aliento. Lo primero fue el nombre: Ereú
Brothers.
“Empezamos
a consolidar todo como una empresa que hace servicios musicales, que ha pasado
por tanto y que sabe asumir todas las aristas de la música,” explica Karla.
Ereú Brothers se conformó como una banda que ofrecía servicios de amenización,
conciertos y producción musical. También tenía un brazo dedicado a la
formación, con talleres y una escuela de música.
En
2019, los hermanos hicieron su primer concierto oficial como Ereú Brothers, en
el Museo Nacional. Ese mismo año, la agrupación ganó el Primer Concurso del
Festival de Orquestas, Coros y Bandas Emergentes de Bogotá.
El
2020 empezó como un año prometedor. Eastman Strings, una reputada casa
fabricante de instrumentos de cuerda en Estados Unidos, patrocinó a la banda y
les permitió usar instrumentos de alta gama de su marca. Ereú Brothers tenía
conciertos planificados para abril, mayo y junio, y algunos toques en eventos
privados, bodas y aniversarios de empresas previstos para ese año. La escuela
también había crecido y ya contaba más de 20 alumnos.
El 12
de marzo de 2020, el Ministerio de Salud y Protección Social de Colombia
declaró la emergencia sanitaria en todo el territorio nacional por la pandemia
de covid-19. “Todo lo que teníamos previsto para ese año se cayó”, dice Karla.
“Sin embargo, Ereú Brothers no se detuvo”.
Con
todos los eventos presenciales cancelados por el confinamiento, Ereú Brothers
se volcó de lleno a la escuela de música. “Decidimos empezar a hacer clases
virtuales. Y fue la mejor decisión que tomamos: no rendirnos y más bien
entender que las clases online podían ser nuestro camino”.
No fue
fácil. De los más de 20 alumnos que tenían antes de que comenzara la pandemia,
solo 6 se quedaron en la escuela cuando se suspendieron las clases
presenciales. “Mucha gente no estaba convencida de que pudiéramos dar una clase
de guitarra por Meet, o una clase de violín por Zoom”, cuenta Karla. “Eso fue
uno de los retos más grandes. Tratar de hacerles entender que cuando eres un
profesional en una actividad, el medio que utilices para dar la información no
es una barrera. Más bien puede llegar a ser una oportunidad grandiosa”.
A
partir de allí, las cosas para Ereú Brothers comenzaron a mejorar. En junio de
2020, los contactaron de la Organización Internacional para las Migraciones
(OIM) y el Politécnico Grancolombiano, para que concursaran en un programa de
apoyo a emprendimientos venezolanos en Bogotá. Doscientos emprendimientos
compitieron. Cincuenta pasaron la primera ronda, incluyendo a Ereú Brothers. En
julio, los hermanos Ereú presentaron formalmente su escuela de música como
proyecto de emprendimiento, y ganaron.
El
premio fueron 15 millones de pesos colombianos en equipos de música y
grabación, y un Diplomado en Emprendimiento de las Industrias, del Politécnico
Grancolombiano, donde los formaron sobre la conformación y administración de
empresas en Colombia: orientación sobre la legislación en el el país, cómo
vender su emprendimiento, cómo vender los servicios y cómo llevar toda la parte
administrativa.
Los
Ereú comenzaron su diplomado en agosto. Para entonces, la plantilla de seis
alumnos con la que habían empezado clases virtuales en mayo ya había crecido a
13 alumnos. Con ellos cerraron el 2020.
La
suerte terminó de cambiar en febrero de 2021. Una entrevista corta que le
habían hecho a Carlos en televisión mientras tocaba en la calle llegó a los
ojos de María Patricia Rodíguez, quien junto a su esposo, el pastor Ricardo
Rodríguez, lidera la iglesia
cristiana Centro Mundial de Avivamiento, una congregación
religiosa nacida en Bogotá y que hoy cuenta con más de 28 sedes en Colombia,
Argentina, Estados Unidos, Chile y Brasil.
Mirando
fijamente la televisión, a Rodríguez le llamó la atención la forma en que el
chelista presionaba el arco contra las cuerdas, haciéndolas vibrar y cantar con
un sonido que llenaba todo, incluso a través de la pantalla. Los pastores
contactaron a Carlos y le ofrecieron trabajo como chelista y preparador de
cuerdas de la orquesta y banda de la iglesia. María Alejandra también se unió
como vocalista.
“Encontramos
luz”, dice Carlos. “Una luz muy clara. Si esto es lo que designó Dios para mí,
pues muy bien. Ya he tenido de todo en mi vida”.
Poco
después, Marlos firmó contrato con la iglesia de Avivamiento para ser
tallerista de los violines de la orquesta. Karla le da clase de viola a dos
alumnas que tocan con la banda de la iglesia en los servicios a los que asisten
cerca de 5 mil personas.
"Esos
momentos en los que realmente pasamos hambre en Bogotá, siendo venezolanos con
talento, siendo gente que se botó en Venezuela con grandes proyectos, creo que
pasar hambre y tocar en Transmilenio para poder comprar comida, tocar
conciertos un mes y luego pasar dos meses sin ningún concierto, nos han hechos
quienes somos ahora”, reflexiona Marlos. “Seguimos persiguiendo grabaciones de
discos, seguimos persiguiendo conciertos, perseguimos estar allí al frente, a
la hora de los proyectos musicales. No alejarnos de lo que somos como talento”.
La
escuela de música de Ereú Brothers comenzó el 2021 con una plantilla de 30
alumnos, venezolanos y colombianos, que estudian guitarra, bajo, batería,
piano, viola, violín y violonchelo. Y quieren seguir creciendo.
“Queremos
brindar a los estudiantes de nuestra escuela la oportunidad de grabar”, explica
Karla. “Nos hemos dado cuenta de que esa es una oportunidad que no tienen
muchas escuelas. Creo que eso va a ser también un punto clave que nos va a
diferenciar: que el alumno pueda tener la oportunidad de grabar para llevarse
algo en físico”.
Los
Ereú esperan que en 2021 también se puedan retomar las presentaciones en vivo.
Extrañan lucir su impecable trío de cuerdas en las salas de conciertos de
Bogotá. Por el momento parece difícil, con el país atravesando la tercera ola
de contagios del coronavirus, la peor hasta ahora desde el inicio de la
pandemia, que alcanzó un promedio de 28 mil casos confirmados diarios a finales
de junio de 2021. “Hay algunos espacios, pero no son los espacios que
queremos”, dice Karla. “Toca esperar un poco más”.
Carlos
y María Alejandra se mudaron del apartahotel del Siete de Agosto a un
apartamento más espacioso en la localidad de Kennedy, al suroeste de la ciudad.
Ella compró un par de anillos de matrimonio en acero con baño de oro, y aunque
no planean casarse hasta finales del año, los llevan puestos todo el
tiempo.
Karla
está segura de que lo que viene para Ereú Brothers es grabar su propia música.
Los hermanos ya tienen claro por dónde empezar: el proyecto Calendario,
que reúne toda la música inédita escrita por su papá.
“La
inspiración de mi papá fueron las efemérides de Venezuela y lo que él creía o
consideraba que se debe reflejar en la música para él como larense”, explica
Karla. “Una música para cada mes”.
Calendario es
una compilación de 12 valses venezolanos siguiendo la tradición Quiboreña. Cada
pieza lleva el nombre de un mes.
Al
cierre del año, los Ereú Brothers esperan poder regalarle a Bogotá la música de
enero, de febrero; el sonido limpio de junio o el clamor jubiloso de diciembre,
con sus ritmos atravesados propios de los aguinaldos venezolanos que tanto
amaba su papá. Una reminiscencia de lo que alguna vez fue Venezuela, con sus
niños arropados en chaquetas tricolor, que querían hacer la mejor música del
mundo.
Tomado
de: http://factor.prodavinci.com/ereubrothers/index.html?home
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico