Marta de la Vega 01 de febrero de 2022
No se
trata del libro de Piero Gleijeses, que analiza la actuación de los servicios
de inteligencia de Estados Unidos y de los sectores más reaccionarios de
Guatemala para destruir las reformas modernizadoras iniciadas bajo el liderazgo
de Jacobo Árbenz, elegido presidente de la república en 1950, quien asumió el
cargo en marzo de 1951 hasta 1954, cuando fue derrocado. Había sido uno de los
líderes de la llamada revolución cívico-militar de 1944. Esta irrumpió contra
las sucesivas dictaduras del país para restaurar la democracia, los derechos
civiles y políticos, la eliminación de los monopolios de la Fruit
United Company, las distorsiones e insuficiencias estructurales de una
economía de enclave primario-exportadora y las condiciones socioeconómicas y
culturales muy precarias de las mayorías.
La situación venezolana inspira el sombrío panorama que anuncia el título del presente texto. Empeoran los parámetros de la crisis en los albores de 2022, en especial con el colapso generalizado de servicios públicos esenciales como educación, salud e infraestructura. Persisten la escasez en los suministros de agua, energía eléctrica, combustibles domésticos y de transporte, así como el abandono del mantenimiento de vialidad, teléfonos, planta física de escuelas, universidades, centros hospitalarios y negligencia de los espacios públicos, espacio común que a todos pertenece y afecta. Olvido de la res publica, la “cosa pública”.
A
pesar de los intentos individuales o de pequeños grupos multifamiliares por
resolver las carencias cotidianas con pozos subterráneos domésticos o plantas
eléctricas, se agudizan los efectos que derivan de una sociedad atomizada, sin
cohesión social, sin una ética de la responsabilidad, sin reconocimiento del
otro como mi prójimo, mi semejante; del “sálvese quien pueda” como motor de
sobrevivencia. Aún más lamentable y contrario a los principios democráticos que
rigen nuestro ordenamiento jurídico es la ausencia de Estado, que tiene la
obligación de proveer a los ciudadanos tales servicios y responder a las
legítimas demandas sociales, cada vez más insatisfechas.
La
mayor desazón ha sido la muerte reciente de una colega de Mérida, bioanalista y
abogada, jubilada como profesora de la Universidad de los Andes, Isbelia
Hernández, al igual que su esposo, profesor eminente, Pedro José Salinas, con
los títulos académicos más altos y prestigiosos, no solo de Venezuela.
Ya van
tres casos de profesores que fallecen por falta de medicinas ni tratamiento,
que perecen de mengua, porque no tienen recursos económicos suficientes y la
dignidad les impide la mendicidad. Abandonados en su retiro después de una
carrera profesional honorable, nadie responde por ellos. ¿Acaso no tiene la
culpa el Estado, en primerísimo lugar?
Ella,
encontrada muerta por inanición. Dice la prensa que fue un infarto. Eufemismo
piadoso para decir que se le paró el corazón. De hambre. De miedo. De soledad y
de indolencia gubernamental. Él, deshidratado, en estado de desnutrición
severa, fue sacado casi agonizante de su apartamento, donde se encontraba junto
a la esposa muerta. Gracias a unos vecinos preocupados de no verlos desde hacía
algunos días, las autoridades bomberiles encontraron el macabro testimonio de
esta máxima desolación.
El
Estado, como afirma un “trino” de José Marín Díaz, tiene la obligación
constitucional y legal de garantizar pensiones dignas, así como seguridad
social a la tercera edad. No es un favor ni una dádiva. No es verdad que un
jubilado tiene que depender de hijos y familiares.
Quienes
estamos recibiendo montos miserables por nuestra jubilación, somos víctimas del
populismo inmediatista de un gobierno que ha propiciado irresponsablemente el
derrumbamiento de las instituciones de previsión, pese a haber aportado desde
nuestros trabajos lo que nos aseguraría un retiro tranquilo y decoroso. El
país, llevado a la ruina en la desbocada codicia usurpadora por mantener el
poder, no importa el costo social, económico y cultural. Pervertida la
democracia, han envilecido la solidaridad, la compasión, el altruismo, que ya
no son virtudes cívicas sino cuotas de control político.
Rota
la esperanza. Alumnos engañados, el futuro se disuelve en indigencia moral y
falta de luces, sin integridad ni excelencia ni sentido del logro. Profesores,
irrespetados y abandonados. Un fraude, la educación. Quedan las palabras de
Gabriela Mistral, en “Desolación”:
El
viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.
Marta
de la Vega
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