Francisco Fernández-Carvajal 02 de febrero de 2022
@hablarcondios
—
Imitar a Cristo en el amor y atención a los enfermos.
— La Unción
de los enfermos.
—
Valor corredentor del dolor y de la enfermedad. Aprender a santificarlo.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
habla de la misión de los Doce por las aldeas y parajes de
Palestina. Predicaron la necesidad de hacer penitencia para entrar en el Reino
de Dios y expulsaban los demonios y ungían con óleo a muchos enfermos y
los curaban.
El aceite se utilizaba frecuentemente para curar las heridas2, y el Señor determinó que fuera la materia del sacramento de la Unción de los enfermos. En las breves palabras del Evangelio de San Marcos la Iglesia ha visto insinuado este sacramento3, que fue instituido por el Señor, y más tarde promulgado y recomendado a los fieles por el Apóstol Santiago4. Es una muestra más del desvelo de Cristo y de su Iglesia por los cristianos más necesitados.
Nuestro
Señor mostró siempre su infinita compasión por los enfermos. Él mismo se reveló
a los discípulos enviados por el Bautista llamando su atención sobre lo que
estaban viendo y oyendo: los ciegos recobran la vista y los cojos andan; los
leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres
son evangelizados5.
En la parábola del banquete de bodas, los criados recibieron esta orden: salid
a los caminos... y traed a los pobres, a los lisiados, a los ciegos, a los
cojos...6. Son innumerables los pasajes en los que Jesús se movió a
compasión al contemplar el dolor y la enfermedad, y sanó a muchos como signo de
la curación espiritual que obraba en las almas.
El
Señor ha querido que sus discípulos le imitemos en una compasión eficaz hacia
quienes sufren en la enfermedad y en todo dolor. «La Iglesia abraza a todos los
afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que
sufren la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus
necesidades y pretende servir en ellos a Cristo»7.
En los enfermos vemos al mismo Señor, que nos dice: lo que hicisteis
por uno de estos, por mí lo hicisteis8.
«El que ama al prójimo debe hacer tanto bien a su cuerpo como a su alma
–escribe San Agustín–, y esto no consiste solo en acudir al médico, sino
también en cuidar el alimento, la bebida, el vestido, la habitación y proteger
el cuerpo contra todo lo que le pueda resultar molesto... Son misericordiosos
los que ponen delicadeza y humanidad al proporcionar lo necesario para resistir
males y dolores»9.
Entre
las atenciones que podemos tener con los enfermos está: acompañarles, visitarles
con la frecuencia oportuna, procurar que la enfermedad no les intranquilice,
facilitarles el descanso y el cumplimiento de todas las prescripciones del
médico, hacerles grato el tiempo que estemos con ellos, sin que nunca se
sientan solos, ayudarles a que ofrezcan y santifiquen el dolor, procurar que
reciban los sacramentos. No olvidemos que son el «tesoro de la Iglesia», que
pueden mucho delante de Dios y que el Señor les mira con particular
predilección.
II.
Debemos preocuparnos por la salud física de quienes están enfermos, y también
de su alma. Procuraremos ayudarles con los medios humanos a nuestro alcance y,
sobre todo, haciéndoles ver que ese dolor, si lo unen a los padecimientos de
Cristo, se convierte en un bien de valor incalculable: ayuda eficaz a toda la
Iglesia, purificación de sus faltas pasadas, y una oportunidad que Dios les da
para adelantar mucho en su santidad personal, porque Cristo bendice en
ocasiones con la Cruz.
El
sacramento de la Unción de enfermos es uno de los cuidados que la Iglesia
reserva para sus hijos enfermos. Este sacramento fue instituido para ayudar a
los hombres a alcanzar el Cielo, pero no puede administrarse a los sanos, ni
tampoco a quien no padezca grave enfermedad, aunque se halle en peligro su
vida, porque fue instituido a manera de medicina espiritual, y las medicinas no
se dan a sanos, sino a los enfermos10.
La Iglesia tampoco desea que se espere hasta los momentos finales para
recibirlo, sino cuando ya comienzan a estar en peligro de muerte por enfermedad
o vejez11; sin embargo, puede reiterarse si el enfermo se recupera
después de la Unción o si, durante la misma enfermedad, el peligro o la
gravedad se acentúa12;
igualmente, se puede administrar a quien va a sufrir una intervención
quirúrgica, con tal que sea una enfermedad grave la razón para esa intervención13.
Este
sacramento es un gran don de Jesucristo, y trae consigo abundantísimos bienes;
por tanto, hemos de desearlo y pedirlo cuando nos encontremos en enfermedad
grave. Por ser un bien tan grande, la fe nos llevará a que lo reciban con
alegría aquellas personas con quienes nos une algún lazo de parentesco o de
amistad, y todos aquellos a los que podemos llegar en nuestro apostolado. Es un
deber de caridad y, en muchos casos, de justicia.
El
bien mayor de este sacramento es librar al cristiano del decaimiento y
debilidad que contrajo con los pecados14.
De esta manera se le fortalece y se devuelve al alma la juventud y el vigor que
perdió a causa de sus faltas y flaquezas.
El
Papa Pablo VI, citando al Concilio de Trento, explicaba y resumía los efectos
de este sacramento: da «la gracia del Espíritu Santo, cuya unción quita los
pecados, si alguno queda aún por quitar, y los vestigios de pecado; también
alivia y fortalece el alma de la persona enferma, despertando en ella una gran
confianza en la misericordia divina; sostenido de esta suerte, puede fácilmente
soportar las pruebas y penalidades de la enfermedad, resistir más fácilmente
las tentaciones del demonio que está al acecho (Gen 3,
15), y a veces recupera la salud corporal, si resulta conveniente para la salud
del alma»15. Este sacramento infunde una gran paz y alegría al alma del
enfermo consciente, le mueve a unirse a Cristo en la Cruz, corredimiendo con
Él, y «prolonga el interés que el mismo Señor mostró por el bienestar corporal
y espiritual del enfermo, como testifican los Evangelios, y que Él deseaba que
mostraran también sus discípulos»16.
Examinemos
hoy en nuestra oración si en cada enfermo sabemos ver a Cristo doliente, si le
cuidamos con cariño y respeto, si tenemos atenciones delicadas y prestamos esas
pequeñas ayudas que tanto se agradecen. Sobre todo, veamos junto al Señor si le
ayudamos con oportunidad a unirse más a Cristo, a corredimir con Él.
III.
Cuando el Señor nos haga gustar su Cruz a través del dolor y de la enfermedad,
debemos considerarnos como hijos predilectos. Puede enviarnos el dolor físico u
otros sufrimientos: humillaciones, fracasos, injurias, contradicciones en la
propia familia... No debemos olvidar entonces que la obra redentora de Cristo
se continúa a través de nosotros. Por muy poca cosa que podamos ser, nos
convertimos en corredentores con Él, y el dolor –que era inútil y dañoso– se
convierte en alegría y en un tesoro. Y podremos decir con San Pablo: Ahora
me alegro de mis padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta
a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia17.
El Apóstol recuerda la lección del Maestro: por esto sigue sus pisadas18,
toma su cruz19 y continúa la labor de dar a conocer la doctrina de
Cristo a todos los hombres.
Afirma
el Papa Juan Pablo II que el dolor «no solo es útil a los demás, sino que
realiza incluso un servicio insustituible. En el Cuerpo de Cristo (...) el
sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador
insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo.
El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la
gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace
presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención»20.
Para
aprovechar esta riqueza de gracias que, de una forma u otra, nos llegará, se
requiere «una preparación remota, hecha cada día con un santo desapego de uno
mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar con garbo –si el Señor lo
permite– la enfermedad o la desventura. Servíos ya de las ocasiones normales,
de alguna privación, del dolor en sus pequeñas manifestaciones habituales, de la
mortificación, y poned en ejercicio las virtudes cristianas»21.
El
dolor, que ha separado a muchos de Dios porque no lo han visto a la luz de la
fe, debe unirnos más a Él. Y debemos enseñar a los enfermos su valor redentor.
Entonces llevarán con paz la enfermedad y las contradicciones que el Señor
permita, y las amarán, porque habrán aprendido que también el dolor viene de un
Padre que solo quiere el bien para sus hijos.
Acudimos
a nuestra Madre Santa María. Ella, «que en el Calvario, estando de pie
valerosamente junto a la cruz del Hijo (cfr. Jn 19, 25),
participó de su pasión, sabe convencer siempre a nuevas almas para unir sus
propios sufrimientos al sacrificio de Cristo, en un “ofertorio” que,
sobrepasando el tiempo y el espacio, abraza a toda la humanidad y la salva»22.
Pidámosle que el dolor y las penas –inevitables en esta vida– nos ayuden a
unirnos más a su Hijo, y que sepamos entenderlos, cuando lleguen, como una
bendición para nosotros mismos y para toda la Iglesia.
1 Mc 6,
7-13. —
2 Cfr. Is 1,
6; Lc 10, 34. —
3 Cfr. Conc.
de Trento, Ses. XIV, Doctrina de sacramento extremae unctionis,
cap. 1. —
4 Cfr. Sant 5,
14 ss. —
5 Cfr. Mt 11,
5. —
6 Cfr. Lc 14,
21. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. —
8 Cfr. Mt 25,
40. —
9 San
Agustín, Sobre las costumbres de la Iglesia católica, 1,
28, 56. —
10 Cfr. Catecismo
Romano, II, 6, n. 9. —
11 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 73. —
12 Cfr. Ritual
de la Unción, Praenotanda, n. 8. —
13 Cfr. Ibídem,
n. 10. —
14 Cfr. Catecismo
Romano, II, 6, n. 14. — 15 Pablo VI,
Const. Apost. Sacram Unctionem infirmorun, 30-XI-1972. —
16 Ritual
de la Unción, Praenotanda, n. 5. —
17 Col 1,
24. —
18 Cfr. 1
Pdr 2, 21. —
19 Cfr. Mt 10,
38. —
20 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 27.
—
21 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 124. —
22 Juan
Pablo II, Homilía 11-XI-1980.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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